Una
lección de laicismo
Joan J.
Queralt *
El
Periódico de Catalunya
17 de
noviembre de 2009
Esta vez no ha sido el Gobierno el que recibe las
andanadas de la jerarquía católica. Ahora, el Vaticano,
secundado por Silvio Berlusconi, arremete contra
el siempre moderado Tribunal Europeo de Derechos Humanos
(TEDH) de Estrasburgo: prohibir la exhibición del
crucifijo en las aulas de titularidad pública va contra
la libertad religiosa. Curioso entendimiento de la
sentencia del 3 de noviembre pasado, en cuya virtud se
reconoce a Solie Lautsi, una italiana de
origen finés, su derecho a no tener que aceptar la
visión de dicho símbolo en la escuela pública a la que
sus hijos asistían.
El TEDH se ha basado tanto en la legislación
emanada del Consejo de Europa –Convenio de
Derechos Humanos (1950) y protocolo adicional
(1952)– como en la propia legislación italiana,
que, superando arcaísmos poco explicables, dejó
en 1985 de considerar la religión católica como
la oficial del Estado, al modificar los Pactos
de Letrán (1925). El cambio normativo
transalpino fue ratificado en su día por el
Tribunal Constitucional italiano. Lo lógico era,
pues, que las señales de identidad de la
religión católica –y, por ende, de cualquier
otra religión– abandonaran los locales de
titularidad pública. Sin embargo, como gato
panza arriba, la combinación entre el
pensamiento oficial dominante y el Vaticano
había echado por tierra, hasta ahora, las
pretensiones de los que aspiran a vivir, también
en Italia, en un Estado laico. |
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Foto: Leonard Beard
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Pese a una primera reacción inicial, desde luego
furibunda por parte del Gobierno del Roma, el Vaticano,
con muchos quinquenios de experiencia, parece haber
optado por una estrategia más suave, pero no por ello
menos decidida. Algo así como la reacción de los
sectores más conservadores en España ante las películas
Camino y Ágora: frente a la primera, hubo
lamentos sin cuento, y desdén ante la segunda.
Sin embargo, la sentencia del TEDH,
lógica para quien conozca la línea argumental de la
Corte de Estrasburgo, no parece que vaya a ser objeto de
revisión ni siquiera vía recurso y, en mi opinión, tiene
su viabilidad asegurada; otra cosa será su grado de
cumplimiento efectivo en cada estado miembro del Consejo
de Europa donde se suscite idéntica cuestión.
No cabe sostener que dejar de exhibir el crucifijo –así
como otros símbolos abiertamente religiosos– en centros
como las escuelas de titularidad pública o sostenidas
con fondos públicos sea un ataque a los derechos
individuales de nadie; sí lo es, en cambio, y como
señala la sentencia, imponer su existencia a quienes o
no profesan la religión que simboliza el crucifijo o
ideológicamente son contrarios a su exhibición tal y
como se hace.
Para la jerarquía de la Iglesia católica, no parece que
haya pasado el tiempo. Han transcurrido 17 siglos desde
que Constantino declaró el cristianismo única
religión del Imperio romano. Durante la mayor parte de
los últimos 20 siglos, la Iglesia católica ha sido el
único miembro del G-1. Ese poderío político
prácticamente absoluto sobre las almas no podía sino
menguar: tanto por la multiplicidad de religiones, como
por la irrupción de las corrientes racionalistas. Desde
el Renacimiento, Dios dejó de ser el centro del mundo,
pasando a serlo el hombre, tanto filosófica como
científicamente, aunque Galileo, valga la
expresión, aún tuvo que comulgar con ruedas de molino.
El cambio de paradigma intelectual ha comportado un
progresivo desplazamiento de la religión de lo público a
lo privado, sin que por ello, al menos en Occidente,
ningún creyente de ninguna religión sea ni perseguido ni
discriminado por nadie por su fe o por sus prácticas.
Al contrario, persisten, como los
crucifijos, ciertas pautas legales o de hábito en
nuestra sociedad que discriminan a quienes o no son
católicos o profesan otros credos o ninguno. Todavía,
nuestra ley procesal penal habla de clérigos de los
cultos disidentes, los cargos públicos juran o prometen
–la disyuntiva es lo censurable–, la princesa
Letizia, divorciada, tuvo que superar unos cursillos
de cristiandad, cuando la Constitución nada dice
respecto de la religión de los titulares de la Corona,
sus sucesores o sus cónyuges, o el funeral de Estado por
las víctimas del 11-M fue exclusivamente católico –y no
un ejemplo de ecumenismo– cuando entre las víctimas
había obviamente ciudadanos de otros ritos.
Pasado el anacrónico y
antidemocrático nacional-catolicismo, a cuya profusión a
sangre y fuego no fue ajena la jerarquía católica, esta
no puede seguir reclamando los privilegios de los que se
valió para ejercer un poder temporal que, por
definición, al no ser reino de este mundo, le es ajeno.
Bueno sería que los ordinarios
y prelados, que claman por una inexistente persecución y
postergamiento, se dediquen al fomento de actividades
tan socialmente enriquecedoras como las que, por sólo
citar algunos ejemplos, encarnan monseñor Romero
o Ignacio Ellacuría o, sin llegar al martirio,
Hans Küng o sor Genoveva, dedicados a
cometidos tan dispares pero tan imprescindibles para el
buen funcionamiento de nuestras comunidades, religiosas
o no.
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*Catedrático de Derecho Penal de la UB
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