Vicenç Navarro
Una característica de la educación primaria y secundaria en España es su polarización por clase social. En general, el 30% de la población, de renta superior (burguesía, pequeña burguesía y clase media profesional de renta alta), envía a sus hijos a las escuelas privadas, mientras que el 70% restante (clase trabajadora y clase media de renta media y baja) los matricula en la escuela pública.
Ni que decir tiene que existe permeabilidad
entre los dos tipos de centros escolares, de
manera que hay niños de las clases pudientes
que van a la pública e hijos de las clases
populares que van a la privada. Pero, en
general, hay una separación clara entre la
escuela privada y la escuela pública en
España, según la clase social de los niños a
los que sirven. La escuela española es,
pues, altamente clasista.
En realidad, según el último Informe Pisa
sobre los sistemas educativos de los países
de la OCDE (el grupo de mayor desarrollo en
el mundo), España es uno de los países en
los que la clase social de las familias
tiene mayor importancia a la hora de
configurar las oportunidades educativas de
sus hijos. Es más, el mismo estudio señala
que esta acentuación de la división social
es una de las causas más importantes del
escaso desarrollo educativo español.
Esta polarización social de la escuela se
reproduce como resultado del enorme poder
político y mediático del 30% de renta
superior del país y de los poderes fácticos
afines a este sector de la población, entre
los cuales la Iglesia católica juega un
papel clave: posee el 70% de los centros de
enseñanza privada en España.
Esta identificación de clases pudientes e
Iglesia ha sido una constante en la historia
de España, lo cual explica la hostilidad que
grandes sectores de las clases populares han
tenido históricamente hacia la Iglesia
católica. Sólo cabe recordar que los
condenables incendios de iglesias y
conventos, que tuvieron lugar los días
después del golpe militar en 1936, fueron
consecuencia del conocido apoyo que le
prestó la Iglesia española, que interrumpió
un Gobierno popular, democráticamente
elegido, que había introducido el derecho a
la educación y convertido la escuela pública
en el centro de la enseñanza (hasta entonces
controlada en su buena mayoría por la
Iglesia).
LA POLARIZACIÓN social de la educación
reproduce así la estructura de clases del
país. La mayoría de los grandes empresarios,
banqueros, directores y gerentes de las
cajas de ahorros, legisladores, altos
funcionarios de la Administración, miembros
de las Academias Reales, periodistas y
creadores de opinión, entre otros (lo que en
terminología anglosajona se llama el
establishment) son productos de las escuelas
privadas (y envían sus hijos a las escuelas
privadas), mientras que la gran mayoría de
sindicalistas, trabajadores y miembros de
las clases populares han sido educados en
las públicas. La escuela consolida de este
modo una de las estructuras sociales más
rígidas y con menos movilidad social
existentes hoy en la Unión Europea de los
Quince.
Los recursos por alumno son un 32% mayores
en las escuelas privadas de la Iglesia que
en las públicas, y ello, en gran parte,
debido a las subvenciones que las primeras
reciben del Estado (2.700 millones de euros
al año). Estas ayudas son justificadas por
parte del Estado y por parte de la Iglesia,
por, entre otras razones, la necesidad de
garantizar con fondos públicos el derecho de
los padres que deseen dar formación
religiosa católica a sus hijos. Es éste un
derecho escrito en la Constitución española
como consecuencia de la enorme influencia
que las fuerzas conservadoras tuvieron en el
proceso de transición de la dictadura a la
democracia (un derecho inexistente en gran
parte de las constituciones de los países
democráticos vigentes en el mundo), y que el
Gobierno socialista respeta continuando tal
financiación.
El punto al que la Iglesia y las clases
pudientes (y los instrumentos políticos de
las derechas, desde el Partido Popular en
España a los nacionalistas conservadores en
Catalunya) se oponen con gran agresividad es
a que se tomen medidas para que se diluya la
acentuación de la división social de la
educación española (que se basa en la
selección por parte de las escuelas privadas
del alumnado por clase social), impidiendo
que tales escuelas privadas continúen
escogiendo a sus alumnos —excluyendo a niños
de las clases populares, incluidos los
inmigrantes (que necesitan mayores recursos
para su integración)—, tal como está
ocurriendo hoy.
ÉSTA ES LA cuestión clave de la
conflictividad presente. Es una lucha de
clases encubierta en la que la Iglesia, una
vez más, defiende a ultranza sus
privilegios. La mal llamada escuela privada
(la auténticamente privada es únicamente un
5% de toda la escuela en España) está
financiada públicamente y antepone los
intereses particulares sobre los generales,
no actuando como un componente del sistema
público educativo.
Por otra parte, el bajo gasto público en
educación es también consecuencia del poder
de las clases pudientes (que envían sus
hijos a la escuela privada y que se oponen a
pagar más impuestos para aumentar el dinero
público invertido en educación), y que creen
erróneamente que no les afecta la escasez de
recursos de la enseñanza pública. En
realidad, la calidad de la escuela privada
concertada depende de la calidad que posea
la pública, tal como señala el Informe Pisa.
La reforma educativa de los gobiernos
progresistas tiene que, además de
incrementar sustancialmente el gasto público
en educación, eliminar esa polarización
social que está reproduciendo una estructura
totalmente clasista que afecta negativamente
la calidad del sistema educativo.