La
república.es
29 de mayo de 2009
Corremos el riesgo de que el horror reflejado en
el informe que desvela los abusos a que fueron
sometidos miles de niños y adolescentes durante
siete décadas en centros religiosos de Irlanda
nos impida llegar a alguna conclusión que ya
tendría que ser evidente en sociedades
democráticas.
La parte que con mayor facilidad mueve a
indignación del informe es aquella que detalla
los testimonios de abusos sexuales. Pero ello no
tendría que nublar que en él se describe un
sistema completo de terror puesto
deliberadamente en marcha para formar a
ciudadanos temerosos y dóciles ante la
autoridad. No deberíamos olvidar que ese sistema
de enseñanza se inserta en la visión del «pueblo
de Dios» que aspira a edificar desde tiempos
inmemoriales la Iglesia católica sobre las
cenizas de la libertad y la dignidad humanas.
Para nadie medianamente enterado de cómo
aligeran sus almas los vendedores de parcelas en
el Paraíso supondrá una sorpresa la depravación
de centenares de religiosos. La morbosa
incontinencia clerical quedó para siempre
retratada en El Decamerón o, entre
nosotros, en el genial Libro del buen amor,
del Arcipreste de Hita. La claustrofóbica y
estúpida crueldad de los centros de enseñanza de
la Iglesia fue narrada, entre otras muchas, en
la novela A.M.D.G., de Ramón Pérez de
Ayala –cuyas insuficiencias literarias propias
de obra de juventud han sido en mi opinión
injustamente exageradas por la crítica más
reciente. También en unos cuantos excelentes
relatos de Juan García Hortelano. Bien está, no
obstante, que un informe oficial confirme lo que
todo el mundo sabía, y mejor estará si alguna
vez nuestras autoridades se atreven a encargar
la elaboración de un estudio semejante en
España.
Pero no podemos pasar por alto que incluso los
abusos sexuales no son fruto del desequilibrio
de unos cuantos sacerdotes, sino la consecuencia
natural –promovida o al menos a sabiendas
tolerada- de un engranaje armado de forma
consecuente con unos determinados fines y
atinente a una ideología reaccionaria y
monolítica. Los abusos sexuales sobre niños
pobres han sido, al fin y a la postre, una
herramienta más de dominio. Así de crudo.
Lo que nos toca, pues, preguntarnos es si tiene
sentido que en una sociedad que pretende ser
democrática y laica resulta aceptable que se
ceda una parte de la educación, que es asunto
público que compete a toda la ciudadanía
gestionar colectivamente, a una institución como
la Iglesia. En suma, si es aceptable que existan
centros de enseñanza de la Iglesia católica –o
de cualquier otra-, en los que a una parte de
los ciudadanos se les someta a tortura hasta
extirpar de sus conciencias la aspiración a ser
libres y la dignidad. Ninguna privatización es
buena, pero cuando hablamos de la enseñanza, se
añade a la injusticia de cualquier otra
privatización el hecho sangrante, en tanto en
cuanto la mayoría de los colegios privados son
religiosos, de regalar a un poder
antidemocrático la facultad de moldear a
ciudadanos inermes a voluntad. Aún así, lo mismo
se podría decir de otras parcelas de la vida
social sobre las que la Iglesia ejerce un
control desvergonzado con el beneplácito de un
Estado que se pretende aconfesional.
La mera tolerancia de la diversidad de creencias
religiosas no basta para crear una sociedad
laica. Ni siquiera basta con la simple y
estricta separación entre la Iglesia y el
Estado. En una verdadera sociedad laica, además,
ha de ocurrir que ninguna esfera de la
existencia que afecte a los ciudadanos sea
sometida a la servidumbre de altar alguno.
Después de todo, si su reino es de otro mundo,
no deberían necesitar tantas fincas en éste.