El fallo del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo ha
causado un gran escándalo al admitir la denuncia de una ciudadana
italiana y declarar la presencia de crucifijos en las aulas escolares
como un atentado contra la libertad de los padres para educar a sus
hijos con arreglo a sus convicciones, y contra la libertad de religión
de los propios alumnos. Los católicos apostólicos romanos hacen grandes
protestas de escándalo. No a los cristianos. Porque también hay
cristianos que no son apostólicos romanos, y no consideran que el
símbolo de la cruz sea su valor esencial. Y ni que decir tiene, el fallo
del tribunal europeo dista de ser ofensivo para quienes son ateos y no
tienen religión, como yo. Tampoco me parece ofensivo para quienes
profesan otra religión.
Lo extraordinario de esta sentencia destinada a provocar no sólo
escándalo, sino también debate y enfrentamiento, es que irrumpe en la
pantalla plana de una realidad italiana que vive ―¿vivirá?―
inveteradamente a la sombra del poder de la Iglesia romana. Visto así,
la sentencia es una crítica profunda a su símbolo por excelencia, la
cruz. Una simbología impuesta, colgada en todos los colegios, hospitales
y oficinas como seña de identidad de nuestra cultura. Una omnívora
cultura de estado. Y los católicos no renunciarán fácilmente a la idea
de que son los gestores de la religión de estado.
Pero el tribunal europeo ha añadido, y no por acaso, que los alumnos de
todas las edades pueden interpretar fácilmente la presencia de los
crucifijos en las aulas como un evidente símbolo religioso, y que, por
lo mismo, podría condicionarles: aunque es un estímulo para los niños ya
católicos, puede ser un condicionamiento y un trastorno para los de
otras religiones y para los ateos.
Estalla la ira del Vaticano, el gobierno de centroderecha acusa, la
oposición democrática balbucea («es una cuestión de cultura, de
tradición»). Muy bien; abramos, pues, el libro negro de esa cultura y de
esa tradición. El catolicismo de la Iglesia romana esconde, tras un
crucifijo interpretado como redención, una cultura y una historia de
violencias, atropellos y guerras. En nombre de la cruz se han cometido
grandes fechorías, cruzadas, inquisiciones, el saqueo y las matanzas del
Nuevo Mundo, la bendición de los imperios y de los hombres de la
providencia. Sin olvidar que, hasta el siglo XIX, el catolicismo
prohibió traducir la Biblia y los Evangelios a la lengua vulgar.
En nombre de ese «símbolo» se han cometido los crímenes más atroces. Y
se siguen cometiendo con las prohibiciones contra el derecho de los
hombres a administrar el conocimiento y la libertad individual y sexual.
Si es «nuestra cultura», según declaran al alimón la intrépida ministra
Gelmini y el «pontífice» Buttiglione, quien, encima, califica de
«aberrante» la sentencia de Estrasburgo, ¿por qué no hablamos del lado
oscuro de la cruz como simbología de poder? Pero es como si siguiéramos
diciendo: el espacio de lo visible, de la iconografía cotidiana de la
realidad, es mío, lo manejo yo y pongo en él los emblemas que yo quiero.
Ahí está el error.
La Conferencia Episcopal se desgañita: la sentencia es «ideológica». Que
nos hable de la violencia en la cultura histórica de la Iglesia romana
apostólica, de las hogueras contra la razón herética que por sí sola
hizo avanzar a la humanidad. Si lo que se quiere defender es su origen
salvador para todos, entonces hay que aceptarlo y adaptarlo al presente,
porque al principio no era más que un signo para identificar los lugares
clandestinos de oración y culto; no un símbolo impuesto, que podría
valer por un ritual de muerte, hostil a los demás, a las otras culturas,
historias y religiones.
Ojalá la realidad que nos rodea, y por lo pronto, la realidad formativa
de la escuela, vuelva a ser un espacio creativo, libre de religiones,
incapaz de imponer a nadie las obligaciones opresivas dimanantes de los
valores ajenos.
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Dario Fo, escritor y dramaturgo revolucionario italiano, fue
Premio Nóbel de literatura en 1998.