La Escuela Publica
traicionada
Juan Francisco González
Barón
Parece
existir un consenso generalizado, en el seno del movimiento laicista,
por la demanda de una escuela pública y laica. Dicho consenso se diluye
en cuanto pretendemos plantearnos el papel de la misma.
De hecho, la polémica (con la dicotomía instrucción / educación) se
remonta a los orígenes de la propia escuela pública, y todavía hoy
continúa viva, sin encontrar soluciones satisfactorias.
Como es bien sabido, el primer proyecto ambicioso y de ámbito estatal de
escuela pública se remonta a Condorcet, en 1792, y, aunque nunca
realizado con fidelidad, contiene el germen de lo que a finales del
siglo XIX será la escuela pública en Francia, proceso que se completa
con la Ley de separación de las iglesias y el Estado de 1905.
Un proceso semejante jamás ha tenido lugar en España, si exceptuamos los
breves años de la II República.
Al elaborar sus escritos sobre la instrucción pública, Condorcet parte
del monopolio casi exclusivo que, hasta la Revolución Francesa, la
Iglesia Católica ejerce sobre la enseñanza, ya se trate de la
Universidad, de los colegios universitarios o de los colegios
religiosos. Eso sin contar con el desafío que supone el hecho de que más
del ochenta por ciento de la población francesa es, en esos momentos,
gracias a la monarquía absoluta y a la Iglesia, completamente
analfabeta.
Condorcet no alberga dudas: lo que libera a los seres humanos, lo que
los hace emancipados y libres, es el saber.
“Los padres, cualquiera que sea su creencia, cualquiera que sea su
opinión sobre la necesidad de tal o cual religión, podrán entonces
enviar sin reticencias a sus hijos a los centros nacionales. Y los
poderes públicos no habrán usurpado en absoluto los derechos de la
conciencia, bajo pretexto de iluminarla y de conducirla.”
La polémica ya estaba servida. Es cierto que, desde entonces, en muchos
textos se vienen utilizando como sinónimos términos como instrucción,
educación, formación, enseñanza… Pero si nos centramos en el papel de la
escuela pública, con la dicotomía instrucción / educación que siempre
acompaña las diferentes opciones políticas, encontramos significaciones
netamente diferenciadas:
En palabras de Salvador López Arnal:
“La contraposición entre educar e instruir normalmente apunta a la
diferencia entre transmitir información, conocimientos, destrezas,
describir situaciones, explicar leyes o demostrar teoremas, que sería
instruir (a veces, sinónima de enseñar) y, por el otro lado, formar al
individuo, ayudar a construir su personalidad, su moral, sus valores
éticos, estéticos, sus formas sociales de comportamiento, las bases de
su perspectiva política (sin adoctrinamiento dogmático),… todo lo cual
sería educar o formar. La contraposición se presenta a veces de forma
excluyente o casi excluyente: cuando se instruye, se enseña y no se
educa; si se educa, no se pretende instruir.”
Lo cierto es que la polémica nunca se ha planteado de esta manera
excluyente, por lo menos no de un modo sincero y abierto. La Iglesia
siempre ha pretendido formar (y lo ha hecho y continúa haciéndolo con
adoctrinamiento dogmático), pero no ha podido excluir la enseñanza (los
jesuitas y el Opus Dei se llevan la palma en lo que a Universidades
confesionales en España se refiere). Al usar y abusar del término
“formación”, muchas de las tendencias pedagógicas actuales hablan de
“formación integral de la persona”, calcando sin el menor sonrojo el
viejo lenguaje de la Iglesia Católica.
Quienes, por otra parte, sostienen que el papel de la escuela es
instruir (enseñar), proporcionar conocimientos que posibiliten la
autonomía y la emancipación de los futuros ciudadanos adultos, no
ignoran que en la transmisión y adquisición racional del saber también
se incluyen aspectos educativos.
Porque educar es, en efecto, enculturar; es decir, introducir en la
cultura, en el sentido etnológico del término. Y este proceso de
enculturación se produce, deliberadamente o no, en todos los ámbitos de
la realidad donde se ubica un niño o un adolescente. La escuela pública,
incluso en el caso de que políticamente se le asigne como papel la
instrucción, no deja de ser un ámbito de enculturación y, por lo tanto,
de educación.
Pero esta tarea educativa está perfectamente delimitada por el ámbito
que le es propio: el proceso de transmisión y de adquisición del saber,
con los valores que, desde nuestro sentido común y desde el uso crítico
de la razón, son inherentes al mismo.
Lo contrario, sin embargo, no ocurre. Cuando la decisión política
consiste en atribuir a la escuela el papel de educar en todos los
ámbitos de la personalidad, el conocimiento es algo que puede
soslayarse, limitarse o manipularse en función de intereses
particulares.
Me remito a las palabras de Juan Antonio Planas Domingo, Presidente de
la Confederación de Organizaciones de Psicopedagogía y Orientación de
España, en una Carta al Director publicada por “El País” el 17 de enero
de 2009:
“Hay que asesorar al profesorado en cuanto a problemáticas que antes se
desconocían, como alumnado disruptivo, desmotivación, déficit de
atención, hiperactividad, anorexia, bullying, o ciberadicción. También
precisan formación en temas como materiales específicos para la
diversidad, agrupamientos flexibles, nuevas tecnologías aplicadas a la
educación, evaluación, mejora de la tutoría, medidas para mejorar la
convivencia, etcétera. El futuro profesorado precisará experiencias
directas y ejemplificaciones de la tarea de enseñar, más que
conocimientos de su propia disciplina que al poco tiempo quedarán
obsoletos.”
Creo que con mayor claridad no podría expresarse la pretensión de este
ejército de “pedagogos” y de “expertos en educación”, fabricado y
agrandado desde la LOGSE, como mercenarios al servicio de la decisión
política (compartida, con distintos matices, por el gobierno y la
oposición) de privar a la escuela pública de su razón de ser y, por lo
tanto, de destruirla.
Es cierto que las matemáticas o la física de hoy, o una parte de ellas,
quedarán obsoletas dentro de cien años. ¿Para qué estudiar, pues, las
matemáticas o la física de hoy? Si, además, sabemos que la estupidez y
la ignorancia siempre estarán al día, sobre todo si se fomentan.
Deberíamos tener también en cuenta que cuando se habla de escuela
pública se está hablando de todos los niveles preuniversitarios de
enseñanza, y no sólo de educación infantil o de educación primaria. La
genial solución de los “pedagogos” consiste en infantilizar a
adolescentes y a adultos (los alumnos pueden permanecer en el instituto
hasta los 18 años en la ESO y hasta los 20 en Bachillerato). Todo se
convierte en una clase unitaria, con el profesor de inglés (¿y para qué
debe saber inglés este profesor, si es una lengua que en mil o dos mil
años habrá cambiado completamente?) tratando la anorexia dentro del
aula. En el futuro, los adolescentes “educados” hoy seguirán siendo
eternos niños de teta, incluso dentro de sus tumbas.
El resultado es obvio: los padres abandonan la escuela pública,
constantemente zancadilleada por el ejército de “pedagogos” mercenarios,
y desvían a sus hijos hacia la escuela privada, con la esperanza de
encontrar en ella una enseñanza seria. Dicha enseñanza, claro está, va
siempre acompañada del adoctrinamiento moral religioso, ya que el
noventa por ciento de los centros concertados son confesionales. En la
comunidad de Madrid, el alumnado inscrito en dichos centros ya supera al
de los centros de titularidad pública, con la sonrisa complaciente de
Doña Esperanza Aguirre, que jamás hubiera esperado encontrar aliados tan
fieles en las filas de quienes se consideran “progresistas”.
Porque hay además un aspecto que parece escapar a la atención de
quienes, de buena fe, defienden desde las filas del laicismo que el
papel esencial de la escuela pública es la educación, quedando la
enseñanza de conocimientos en un plano anecdótico, e incluso, como
ocurre en el texto del “pedagogo” citado, completamente despreciable. La
educación, desde el punto de vista de los derechos humanos (que,
supuestamente, defendemos), es algo prioritariamente atribuible a los
padres o a los tutores legales de los menores. A la derecha conservadora
se la dota, pues, de todos los argumentos, en contra de una escuela
pública “adoctrinadora”, para defender un adoctrinamiento libremente
elegido en la escuela privada y concertada: el de carácter religioso.
Eso es algo que Mariano Rajoy ha sabido explotar a fondo en sus
campañas, con motivo de la “educación para la ciudadanía”, con una
sonrisa cínica y satisfecha que se merece el aplauso a la astucia,
frente a la panfilia, la ignorancia o la interesada mala fe de tanto
pseudoprogresista.
En efecto, si la función de la escuela es educar, enculturar, inculcar
valores, ésta se convierte o está obligada a convertirse en una
prolongación de la familia y del entorno social más inmediato: es decir,
está avocada a la privatización, porque la moral es algo familiar,
tribal, étnico, y, por lo tanto, algo perteneciente a la esfera privada.
Mantener así una enseñanza pública carece de sentido, y, económicamente,
resulta mucho más costoso que el simple cheque escolar y la constante
tendencia a la privatización. Allí papi y mami pueden decidir qué se
enseña a sus eternos retoños, quiénes les enseñan y cómo les enseñan.
Para el príncipe de Gales, que ya sexagenario sigue siendo hijito de la
Reina como única profesión conocida, la solución puede valer. ¿Qué
hacemos los padres conscientes de que nuestros hijos necesitan saber
matemáticas, lengua, historia, idiomas… para convertirse en adultos
libres? ¿Nos plegamos al adoctrinamiento religioso de la escuela privada
o dejamos que pierdan el tiempo con profesores que “no necesitan conocer
su disciplina” sino que deben tratar la disrupción o la anorexia en
clase de francés?
Por fortuna, la situación de la escuela pública no es todavía esta, pero
es el camino hacia el que conduce inevitablemente la nueva pedagogía.
En sucesivos artículos trataremos de cuestiones como el “corporativismo”
del que acusan al profesorado que pretende enseñar, además de la
descalificación personal y los ataques ad hominem como único argumento,
desde las filas de esa pedagogía mercenaria. También de conceptos como
“escuela inclusiva” y “escuela democrática”.
Hasta entonces. |