Algunos suplementos
religiosos no deberían estar
al alcance de los niños. En
uno de esos encartes de
fervorín de un castizo y
vetusto rotativo podía
leerse esta misma semana:
"Instituciones
internacionales como la UE y
la ONU y entidades
supuestamente filantrópicas
como la Fundación
Rockefeller colaboran con la
expansión por todo el mundo
de la cultura de la muerte".
Todas estas entidades eran
calificadas de "desechos
tóxicos espirituales contra
la vida y la familia" por un
suplemento impreso en la
capital de este país de
excesos. Unas páginas más
adelante, y serpenteando la
guerra de los crucifijos
-¿guerra?, ¿quién dijo
guerra?-, una manifestación
literaria de cómo ve el
episcopado la festividad de
la Inmaculada Concepción,
dogma patrio por excelencia.
No es por entrar a debatir
si la declaración de la
Inmaculada fue una pirueta
de Pío IX para colar en 1854
de rondón su infalibilidad,
pero cuando se proclamó el
dogma español por
antonomasia faltaban 16 años
para la caída de Roma, había
muchos nervios en la corte
vaticana y el Papa redactor
del inquietante Syllabus
antimodernista intentaba
cubrir con un halo de
divinidad las partes que le
quedaban al descubierto al
esfumarse sus terrenales
Estados Pontificios. Hoy,
siglo y medio después,
algunos de esos tics vuelven
por sus fueros. En esta
sociedad se deniegan
permisos para abrir
oratorios musulmanes, se
somete a referéndum si
molestan o no los minaretes,
y el democristiano Duran
Lleida insinúa que el
Gobierno de la Generalitat
financia a islamistas y
calla cuando se subvencionan
con dinero público
congregaciones católicas de
derecho pontificio fundadas
por pederastas. Pero en esta
sociedad es todavía anatema
hablar de si la festividad
de la Inmaculada se puede
desplazar a un lunes por
motivos de calendario
laboral. A la consejera de
Trabajo, Mar Serna, se le
ocurrió afirmar que la
Inmaculada Concepción de
María no debería ser un día
festivo en una sociedad
laica, y menos en la semana
de la Constitución. Era
mejor trasladarla al lunes
siguiente. Nadie salió en su
defensa, porque nadie quiso
reabrir un debate con viejos
anclajes. Diversas tribunas
nacionalcatólicas rugieron
contra la infiel por
desafiar un dogma
entronizado por el
episcopado español y
apuntalado por el socialismo
a finales de los ochenta.
Corría 1988 cuando el propio
Alfonso Guerra pactó con la
Conferencia Episcopal que la
Inmaculada fuera jornada
festiva. Sin duda, debe ser
el peso de tradición. Y tan
feliz maridaje contó con la
bendición de la
Confederación Española de
Organizaciones
Empresariales, a la que no
le duelen prendas cuando se
trata de dogmas patrios.
La misma semana en que la
consejera se ha dejado
arrastrar por el espíritu
carbonario de Mazzini, el
colectivo E-Cristians ha
visto como Transportes
Metropolitanos de Barcelona
vetaba una campaña en sus
autobuses contra el aborto.
La empresa que administra la
publicidad de TMB ha
decidido que Dios y la razón
deben apearse del autobús y
que las campañas han der ser
ligeras. Tras la experiencia
del Probablemente Dios
no existe, deja de
preocuparte y disfruta la
vida, promovida por
colectivos ateos y
agnósticos hace justamente
un año, y la contracampaña
creyente de Dios te ama,
los guardianes de las
esencias publicitarias y el
Ayuntamiento de Barcelona se
han inclinado por banalizar
la mirada del usuario.
A principios del siglo XXI
esta sociedad no ha sabido
encontrar el término justo,
el equilibrio del laicismo
puro y simple. Las cruces
siguen presidiendo aulas y
ceremonias de toma de
posesión de los ministros.
Los matrimonios religiosos
tienen automáticamente valor
civil. Los funerales de
Estado eran hasta ayer
oficiados por cardenales y
arzobispos... España se
consagra cada año al apóstol
Santiago. Y en las fiestas
de guardar, es fácil ver
políticos -ateos,
agnósticos, judíos y
gentiles- endomingados y
acudiendo a misa.
Hay un anticlericalismo de
salón que se retroalimenta
con su enemigo clerical. Por
paradójico que parezca, a
veces el poder civil y el
eclesial se alían para que
la fe o la descreencia se
queden en manifestaciones
superficiales, carentes de
calado, invocando a la
tradición. Y todo queda como
antes. El tufo
nacionalcatólico se resiste
a abandonar las estancias de
las que se había
enseñoreado. Es la vuelta a
la seguridad del dogma, a
los dueños de la verdad.