Para mi desilusión, nada
raro ocurrió, salvo un gran ronchón en una
rodilla que mi madre me hizo relacionar con el
picotazo de un mosquito, inhibiendo "de un
plumazo" mi fantasía infantil sobre cualquier
posible conexión del picor subsiguiente con una
manifestación paranormal de mi recién estrenada
"condición".
Pasados los meses constaté que todo seguía igual
en mí, y que lo único que había cambiado era
que, desde ese extraño día, tenía la obligación
de confesar semanalmente "mis pecados" a un
señor que me obligaba después a rezar,
apesadumbrada, varias oraciones para "salvar mi
alma", que había quedado sucia e impura tras
alguna peleílla con mis hermanos, tras haber
comido a escondidas alguna cucharada de crema de
chocolate, o tras haber tomado prestado algún
duro a mi madre para pipas o chicles bazooka.
Pasados algunos años, y tras algunas
experiencias –exactamente dos- en que el
confesor me preguntaba, en tono calenturiento,
sobre aspectos de la vida que, aun en plena
adolescencia, eran desconocidos para mí, me hice
consciente de que aquello me desconcertaba y no
me gustaba nada. Y así decidí que mi intimidad
era mía, y que nadie tenía derecho a adentrarse
en ella si no era con mi complicidad.
Si aquella experiencia "surrealista" y nada
cercana a lo espiritual fue mi "primera
comunión", hace unos días he asistido a mi
"primera no-comunión", no como protagonista,
sino como invitada. Se trataba de una pequeña
fiesta íntima y familiar que dieron unos amigos
a su hijo, Alberto, quien, a pesar de no haber
celebrado el rito religioso en cuestión, tenía
todo el derecho a no sentirse diferente ni
marginado respecto al resto de niños de su
entorno; se trataba, en definitiva, de una
familia que pretendía reafirmar en su ámbito
cotidiano que su postura racional y arreligiosa
es muy digna y respetable, y tiene también
cabida en una sociedad plural.
Los padres de Alberto educan a sus hijos lejos
de fanatismos, de verdades únicas, absolutas y
excluyentes, les impulsan a pensar por sí
mismos, y les acercan a una concepción
humanista, tolerante y universal de la realidad,
por lo que están creciendo en un ambiente que
les facilita la comprensión analítica y crítica
de las cosas, así como les induce al respeto
incondicional a la diversidad natural y a la
pluralidad social. Probablemente no llegarán a
ser mejores ni, por supuesto, peores, pero
podrán llegar a ser ellos mismos, lo cual es
mucho.
No se trata de hacer apología alguna de ninguna
creencia o increencia. Se trata de incidir en la
idea de que la democracia conlleva, en su propia
esencia, el respeto al pluralismo y a la
variedad de ideas y de posturas ante la vida (lo
cual la jerarquía católica y la ultramontana
derecha española parecen negarse a aceptar). Y
se trata de denunciar como totalitarismo y como
fanatismo inadmisible cualquier actitud
político-religiosa que pretenda imponer un
ideario como el único válido. Los viejos modelos
impuestos y excluyentes ya no sirven a muchas
personas racionales e inteligentes; quizás es
que no exista un único modelo a seguir, y cada
cual deba ser libre para encontrar el suyo
propio. Lo contrario es, sin duda, mimetismo
–hipócrita, muchas veces- y aborregamiento"
ideológico.
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Coral Bravo
es Doctora en
Filología y miembro de Europa Laica