Muchos
todavía recordamos a Mons. Guerra Campos sentado en
las cortes franquistas, ocupando un escaño en nombre
de una Iglesia cómplice de la dictadura que nos
aplastó durante cuarenta años. Y recordamos a Mons.
Cantero Cuadrado, cabeza visible del Consejo de
regencia. Eran otros tiempos. Dios andaba mezclado
con charreteras militares y bandas que cruzaban la
pechera blanca, porque también él había sido
designado diputado en cortes por el
general-generalísimo por la gracia de Dios.
Llegó la democracia. Las primeras elecciones. Cristo
no se presentó y ni siquiera figuró entre los
diputados de designación real. La Constitución
proclamó la llegada de un estado aconfesional. ¿Se
retiró Dios de la política? Dios tal vez sí. Pero la
Iglesia nunca renunció al poderío conseguido por su
aportación a la cruzada de liberación.
La Jerarquía inició una vida de añoranza. No
sobrellevó dignamente la viudedad enlutada de la
Plaza de Oriente. Empujó, también ella, a Tarancón
al paredón. Ha permanecido en estos treinta y tantos
años echando de menos el calor de la primacía, el
dominio de las conciencias, el dogmatismo de una
moral convertida en obligación política,
confundiendo las decisiones de un hemiciclo
democráticamente elegido con los supuestos designios
de Dios impuestos a golpe de báculo, trazando los
derroteros del comportamiento humano, identificando
el derecho canónico con decisiones legisladas desde
la libertad conquistada.
Monseñor Martínez Camino, en nombre de la
Conferencia Episcopal, ha comparecido para hablar
sobre el proyecto de ley de interrupción del
embarazo. Los Obispos, lo he repetido a lo largo de
muchos artículos, tienen derecho a expresar su
opinión. Pero me repugna el tono de superioridad
insolente, el estilo prepotente, los términos
empleados (crimen, abismo criminal). Todo es repulsa
agriada, condena absoluta, desprecio, amenaza. Suena
a crujido del látigo. Excomunión, pecado gravísimo,
devaluación del ser humano, negación de derechos.
“Abortar no es curar, es matar” “Reconocer esa
posibilidad legal es reconocer el derecho a matar”
Una sociedad como la española no tiene ninguna
obligación de soportar tanto desprecio, tanta
deslegitimación, ni está dispuesta a poner la otra
mejilla ante las bofetadas episcopales.
A Vicente Ferrer, muerto en la mañana en que
escribo, se le apartó de su vocación jesuítica
porque sus metas eran “sospechosas” Se condena a
Manuel Torres Queiruga, a Häring, a Rhaner, a Congar,
a los teólogos de la liberación, a Pedro Casaldáliga.
A tantos y tantos en esta moderna, disimulada,
imperceptible inquisición. Se confunde
hipócritamente compromiso con marxismo. Se impone la
resignación a los pobres. Se llenan los estómagos
vacíos con bienaventuranzas deformadas. La felicidad
de los miserables, de los que lloran, de los
perseguidos se aplaza para otra vida. En ésta rige
el derecho canónico, la riqueza y la comprensión
hacia la opresión que ayuda a avanzar el mundo del
dinero.
Pecado y delito. Felicidad y dolor. Dictadura y
libertad. Sólo nos queda apostar por la alegría sin
espadas ni cruces, resucitados para siempre, a
hombros de la luz y la esperanza.
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Rafael Fernando Navarro es Filósofo