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No consiento que se hable mal de Franco en mi

 presencia. Juan  Carlos «El Rey»   


 

El Catolicismo y el Estado Vaticano aliados ideológicos y políticos del Pacto Tripartito durante la IIª Guerra Mundial

 


Javier Fisac Seco 16 de septiembre de 2009

 

      En este artículo, querida lectora, querido lector, he querido destacar con dos documentos la naturaleza totalitaria de la religión católica, que por extensión lo son todas las religiones monoteístas. En un documento: “Divini redemptoris”, el papa Pío XI desarrolla la ideología totalitaria cuando condenando el comunismo, el socialismo, el anarquismo (para los papas estos tres nombres vienen a significar la misma cosa: son ateos) y el liberalismo, al que acusa de ser el instrumento a través del cual se favorece el desarrollo del comunismo y, en consecuencia, debe ser eliminado, dota de contenidos teóricos a los movimientos políticos totalitarios. Ni Hitler, ni Mussolini, ni Tanaka o Tojo, ni Franco, ni Salazar…desarrollaron la ideología totalitaria. Esa tarea la asumieron los papas. Los otros, los políticos la pusieron en práctica creando la Antikomintern.

En el otro documento:“Dilectíssima nobis”, el mismo papa, fiel a la doctrina de sus predecesores, pide a sus fieles, a la derecha laica, que se movilicen y organicen políticamente para conquistar el poder y desde esa plataforma cambiar las constituciones de origen democrático. Es justo lo que hizo Mussolini, lo que hizo Hitler, lo que hizo Dollfuss y lo que pretendió hacer Gil Robles. Cuando la vía democrática para conquistar el poder e instaurar el totalitarismo fallaba quedaba la otra vía: el golpe de Estado. Lo que hizo Franco y lo que hizo Salazar. Con este documento la religión legitima la violencia armada como último recurso o recurso necesario para conquistar el poder. Falta un tercer documento en el que se desarrolla la legitimación de la violencia, de la guerra civil, del “Pacto Tripartito”, aunque éste quedara fuera de España, siguiendo la doctrina de los papas: la Carta colectiva de los obispos españoles en 1937. Esta no está incluida en este artículo, pero para quien la quiera leer la puede encontrar en mi libro “Dios es de derechas”.

Recomiendo la lectura de estos dos documentos porque son imprescindibles para entender la ideología totalitaria y la legitimación de la violencia en defensa de la religión. Y quiero hacer una advertencia sobre el peligro de involución o contrarrevolución fundamentalista en el que nos encontramos inmersos, una vez desaparecido el bloque comunista como amenaza principal. La derecha, que a veces suele presumir de liberal para camuflarse y confundir presentándose de moderna, cuando se autocalifica de cristiana, democracia-cristiana o popular, es porque sus valores morales son cristianos o lo que es lo mismo: autoritarios, patriarcales, antifeministas y homófobos. De manera que, si no estamos atentos a sus movimientos involucionistas tratarán de recortarnos los derechos individuales. No podemos olvidar que están en contra de: la separación entre la Iglesia y el Estado, el matrimonio civil, el divorcio, la libertad sexual, el aborto, los anticonceptivos, la homosexualidad, el lesbianismo, la píldora del día después, el tanga, los vaqueros, el desnudo, la libertad de opinión y del derecho a la libertad de cátedra…etc. O defendemos estos derechos día a día o nos los irán recortando discretamente mientras disfrutamos al calor de la memoria de nuestro pasado. Ser ateo es una forma de militancia en defensa de la libertad.

Durante todo el siglo XIX y XX  en cada país en el que se instauraba una revolución liberal la Iglesia iba siendo expulsada del Estado. Se quedaba sin poder, sin privilegios, sin protección  y sin función. En democracia eran y son incompatibles la alianza Iglesia-Estado porque la libertad no es compatible con la tutela intelectual y moral de una institución que pretende organizar nuestras vidas imponiendo leyes que no nazcan en los parlamentos. Ante este hecho, expulsión o separación del Estado liberal e incompatibilidad entre este Estado y la Iglesia, los papas dedicaron los siglos XIX y XX a impulsar la rebelión contra los Estados democráticos y a poner las bases teóricas y los instrumentos políticos para construir Estados a su medida.

Los Estados hechos a medida de la Iglesia sólo podían ser como siempre habían sido: o teocráticos o monarquías absolutistas. Ahora, una vez derrocadas las monarquías, éstas sólo podían ser sustituidas o por partidos políticos o por los ejércitos cuya ideología fuera antidemocrática. De dar forma a esta ideología, contenidos y legitimidad ya se encargaría la Iglesia. Es así como los papas pasaron el tiempo, encíclica tras encíclica, elaborando la ideología y el sistema social corporativo con el que se deberían construir esos Estados nuevos. El Estado totalitario. Los años treinta fueron el momento en el que las condiciones estaban creadas para instaurar este modelo totalitario de Estado. Todos serán católicos y sólo en el caso alemán, cuyo Jefe, Hitler, era católico, el catolicismo se verá obligado a compartir su participación en el Estado nazi junto con otras Iglesias cristianas. Porque en Austria, en Portugal, en España, en la Francia de Vichy y, luego en la Argentina peronista, todos católicos, la Iglesia consiguió construir el Estado que necesitaba para dejar de estar huérfana: el Estado totalitario.

Toda religión monoteísta es totalitaria no sólo porque su forma propia de gobierno sea teocrático y las formas de gobierno que coherentemente legitiman sean antidemocráticas sino porque pretenden imponer la voluntad divina a las voluntades individuales. De esa manera la voluntad religiosa contenida en las leyes y la moral no sólo priva a los individuos de la libertad sino de la capacidad para pensar por sí mismos. Así quedan sometidos a dios, el Poder, que está legitimado para perseguir toda diversidad siempre que proteja al dios al que sirve y del que se sirve. Todas las religiones o nacían vinculadas al poder totalitario o se vinculaban a él, como el catolicismo. Por su función, reprimir a las masas mediante la imposición de unos valores, una moral, mantenerlas sometidas al Poder y legitimarlo porque carece de origen legitimador basado en la soberanía popular, su suerte estaba vinculaba al Estado. Que la protege, protege sus intereses, y la beneficia y privilegia.

Durante siglos había sido así. Incluso en los siglos XVI y XVII cuando las guerras por la independencia nacional frente al Imperio de los Austrias son, al mismo tiempo, guerras de religión contra el imperialismo cristianismo de Roma, las nuevas iglesias nacionales, anglicanos, luteranos, calvinistas, nacían vinculadas al poder nacional. Estado y Dios- religión, eran indivisibles. El catolicismo, al ser una corporación eclesiástica organizativamente autónoma, conservó una ventaja: formaba parte del Estado autoritario como el alma que lo informa de valores y le proporciona la ideología, pero, al mismo tiempo conservaba su autonomía frente a las personas o dinastías que pudieran dirigir temporalmente esos Estados.

Así  podía conservar un margen de autonomía dentro del Estado frente a sus gobernantes. Y podía distanciarse de ellos, no del modelo de Estado, cuando no protegían sus intereses. Tenía el mismo comportamiento que la burocracia, civil o militar, que vive del Estado pero que, protegiendo el Estado puede sublevarse contra quien lo dirige. De manera que, junto con el brazo civil y militar, el tercer brazo burocrático del Estado era el catolicismo. Carlos Marx hizo, tal vez uno de sus más brillantes análisis en el trabajo “El dieciocho brumario de Luis Bonaparte”, donde explica cómo la burocracia militar, civil-administrativa y religiosa y no la clase burguesa, apoyaron a Luis Napoleón. No sacó las conclusiones que le hubieran permitido corregir los errores de su teoría de la lucha de clases, pero éste es otro asunto.

El catolicismo había proporcionado la ideología totalitaria a estos Estados en los que se sentía acomodada. Hasta que ocurrió algo que ya se venía gestando desde las revoluciones inglesas, la norteamericana y la Ilustración: la revolución francesa en 1789. De un plumazo esta revolución derribó los dos soportes del catolicismo: la ideología y su asociación al Estado, al proclamar la separación entre la Iglesia y el Estado. De pronto, quedaba huérfana, abandonada a su propia suerte. También será expropiada, pero perder sus riquezas no era tan grave como perder su alianza con el Estado.

La nueva ideología, históricamente nueva en la ciencia política, sólo con algunos referentes en las sociedades asamblearias y republicanas greco-romanas, negaba el totalitarismo católico afirmando la mayor: que el individuo y no la familia, la corporación o el estamento, es el fundamento de la sociedad. Que el individuo tiene derechos, condición nunca admitida por ninguna religión monoteísta; que el poder tiene su origen en los ciudadanos y no en dios y que los gobiernos deben ser elegidos por los ciudadanos y responsables y los poderes ejecutivo, legislativo y judicial estar separados. La función ideológica del catolicismo se desplomó. Los nuevos Estados que surjan de revoluciones liberales tendrán una ideología basada en los valores ilustrados y vivirán separados de la Iglesia sin admitir su tutela.

Estaba en juego la existencia de la corporación eclesiástica, el clero. Recreándose  una situación parecida a la provocada en el siglo XVI por Lutero cuando proclamó que todo individuo es sacerdote y no se necesitan de intermediarios para relacionarse con dios. El ataque iba directamente dirigido contra el estamento clerical. El otro estamento privilegiado, la nobleza, será barrido por la revolución, pero el católico, a pesar del duro golpe recibido no se hundió con el Antiguo Régimen, le sobrevivió, gracias a tener autonomía organizativa como corporación y gobierno teocrático propio. Podría ser algo así como una “quintacolumna”, o un partido en la clandestinidad, dispuesta a resistir el envite y a preparar la contraofensiva.

La reacción contrarrevolucionaria fue brutal. Con Pío VI a la cabeza fueron condenados y excomulgados los valores ideológicos de la revolución. En Quod aliquantum, Sobre la libertad, Carta al Cardenal Rochefoucauld y a los obispos de la Asamblea Nacional 10 de marzo de 1791, este papa se atrevió a afirmar que:

“A pesar de los principios generalmente reconocidos por la Iglesia, la Asamblea Nacional se ha atribuido el poder espiritual, habiendo hecho tantos nuevos reglamentos contrarios al dogma y a la disciplina. Pero esta conducta no asombrará a quienes observen que el efecto obligado de la constitución decretada por la Asamblea es el de destruir la religión católica y con ella, la obediencia debida a los reyes. Es desde este punto de vista que se establece, como un derecho del hombre en la sociedad, esa libertad absoluta que asegura no solamente el derecho de no ser molestado por sus opiniones religiosas. sino también la licencia de pensar, decir, escribir, y aun hacer imprimir impunemente en materia de religión todo lo que pueda sugerir la imaginación más inmoral; derecho monstruoso que parece a pesar de todo agradar a la asamblea de la igualdad y la libertad natural para todos los hombres. Pero, ¿es que podría haber algo más insensato que establecer entre los hombres esa igualdad y esa libertad desenfrenadas que parecen ahogar la razón, que es el don más precioso que la naturaleza haya dado al hombre, y el único que lo distingue de los animales?”

La contrarrevolución ideológica estaba en marcha. A sus filas se unieron los pensadores católicos y cristianos, como Hegel, Burke, Chateaubriand, Hardenberg (Novalis), Muller, Haller, De Bonald, de Maestre, Balmes, Donoso Cortés…y, sobre todo, todos los papas. Pero la Iglesia seguía huérfana de Estado. Excepto en el Imperio austríaco, allí donde triunfaba el liberalismo era expulsada del Estado y cuando conseguía recuperar posiciones en alianza con las burguesías conservadoras, cualquier golpe de timón, cualquier revolución la devolvía extramuros del Estado. Vivía en un estado de ansiedad e inseguridad.

La burguesía conservadora irá recuperando esos valores que necesitará para controlar a las masas que se estaban generando al ritmo de las revoluciones industriales, pero, aún así, esta burguesía la tenía como colaboradora no como ama. Todavía no sentía el peligro que se estaba gestando: la amenaza obrera de la mano del comunismo, del sindicalismo anarquista y del tradeunionismo. De manera que, durante todo el siglo XIX el enemigo principal del catolicismo fue la ideología en la que se fundamentaba el liberalismo político. Pero, en la segunda mitad del siglo XIX ya empezó la nueva clase burguesa a sentirse amenazada por la nueva clase: el proletariado. Una clase que se organizaba en torno a su propia ideología: el comunismo, el anarquismo y el tradeunionismo. Lo que era sólo un fantasma empezó a tomar cuerpo en el tercer tercio del siglo XIX.

A partir de ese momento, la ideología liberal no sólo era incapaz de contener la amenaza proletaria, sino que era utilizada por el proletariado para reclamar para sí los derechos que la burguesía se había atribuido como privilegio excluyente: los derechos individuales, el derecho al sufragio, el derecho a ser elegido…esta situación de inestabilidad fue aprovechada por un papa, que entendió que había llegado el momento de volver a ser tenido en cuenta por el Estado, si se ofrecía a éste la vieja ideología totalitaria como necesaria para organizar y contener a las masas, a los obreros que se estaban organizando bajo el anarquismo y el socialismo o comunismo.

En alguna de sus encíclicas como la “Immortale Dei”, 1885 o  la “Rerum Novarum”, 1891, volvió a condenar el sindicalismo y el socialismo, propuso el corporativismo como alternativa al sindicalismo, la coexistencia de clases bajo dirección de la burguesía frente a lucha de clases, el Estado como integrador de las clases sociales que debían sacrificarse por  el bien nacional e hizo una defensa del estado totalitario como forma de gobierno, aunque se vio obligado a admitir que aún siendo el liberalismo político indeseable se podría colaborar con él en torno a unos objetivos comunes.

Dejaba sentada la doctrina de la “accidentalidad de las formas de gobierno”, en virtud de la cual los católicos no tenían por que apoyar ni dejar de colaborar con gobiernos que no fueran autoritarios, pero debían conquistar esos gobiernos por vía democrática, a falta de otras como la rebelión militar, para, una vez en el Poder, transformar el estado democrático en un Estado totalitario. Había entendido la estrategia de la socialdemocracia que pretendía hacer lo mismo: conquistar el Estado para instaurar la dictadura del proletariado. Este, sin olvidar el liberalismo, pasó a ser el enemigo principal de la burguesía y del catolicismo.

Pero aún no se habían establecido las condiciones sociales y políticas para acabar con la democracia y el socialismo de un plumazo. Esas condiciones se fueron creando después de la Iª Guerra Mundial. Primero en Italia, donde Mussolini, apoyado por la Iglesia, fue nombrado primer ministro por el monarca y procedió a transformar el estado liberal en otro totalitario llevándose por delante a socialistas, comunistas, anarquistas y liberales. Todos los partidos, excepto el fascista, fueron prohibidos y lo mismo ocurrió con los sindicatos. Que fueron sustituidos por las corporaciones. Pío XI fue el papa que empezó a poner en práctica la doctrina de León XIII orientando ideológica y organizativamente al Estado fascista. Del que la Iglesia volvía a formar parte. Ahora, después de siglo y medio, volvía a tener un Estado propio, que ella legitimará a falta de soberanía popular. Y del que ella recibirá no sólo protección sino enormes beneficios. Y volvía a recuperar su función ideológica: se encargará, en régimen de monopolio, de la educación. Además serán prohibidos el matrimonio civil y el divorcio. Quedaba demostrado que cualquier tiempo pasado fue mejor.

La experiencia contrarrevolucionaria se irá repitiendo por “vía pacífica”, como Dollfuss en Austria y Hitler en Alemania o militar como Salazar en Portugal y Franco en España. No era la burguesía sino los funcionarios civiles o militares quienes se rebelaban en defensa de la patria y de la nación contra la democracia, la amenaza interna,  y contra el socialismo, la amenaza externa. Defendían la integridad nacional contra la lucha de clases. El totalitarismo contra la democracia, impotente frente a la marea revolucionaria del proletariado. El catolicismo volvía a ofrecer su ideología, sus valores, su moral, dotando de contenidos y legalidad a la brutalidad nazi, fascista o franquista. Hasta que se desencadene la Segunda Guerra Mundial una de cuyas causas fundamentales será la contrarrevolución ideológica contra el liberalismo, la democracia, el socialismo y el anarquismo.

Pero la causa principal de la Segunda Guerra Mundial ya estaba inscrita en la Guerra Civil española, que aunque nada tuvo que ver con los comienzos del conflicto internacional, sí la justificó ideológicamente. La Segunda República española había separado la Iglesia del Estado, impuesto la enseñanza laica, el divorcio, el matrimonio civil…una moral laica y democrática frente a una moral sexual represiva religiosa y católica. Era demasiado. Hasta tal punto que fue el propio papa Pío XI quien estuvo impulsando a los católicos a que se organizaran, conquistaran el Estado y luego lo sustituyeran por uno totalitario. El modelo, Dollfuss. Llegados aquí se me hace inevitable leer la encíclica de este papa, llamada “Dilectíssima nobis”. Donde el papa se dirige con toda la arrogancia posible al Gobierno democrático y republicano, en nombre de que él posee la verdad y de que España es suya. Aquí el pueblo no pinta nada. El decidirá por el pueblo.

“Carta Encíclica Dilectissima Nobis

Del Santísimo Señor nuestro Pío Por divina providencia Papa XI A los Obispos, al clero y a todo el pueblo de España sobre la injusta situación creada a la Iglesia Católica en España. A nuestros amados hijo Cardenal Francisco Vidal y Barraque Arzobispo de Tarragona Cardenal Eustaquio Ilundáin y Esteban Arzobispo de Sevilla a los otros venerables hermano Arzobispos y Obispos y a todo el clero y pueblo de España Pío PP. XI venerables hermanos y amados hijos salud y apostólica bendición.

Siempre Nos fue sumamente cara la noble Nación Española por sus insignes méritos para con la fe católica y la civilización cristiana, por la tradicional y ardentísima devoción a esta Santa Sede Apostólica y por sus grandes instituciones y obras de apostolado, pues ha sido madre fecunda de Santos, de Misioneros y de Fundadores de ín as Ordenes Religiosas, gloria y sostén de la Iglesia de Dios.

Y precisamente porque la gloria de España está tan íntimamente unida con la religión católica, Nos sentirnos doblemente apenados al presenciar las deplorables tentativas, que, de un tiempo a esta parte, se están reiterando para arrancar a esta Nación a Nos tan querida, con la fe tradicional, los más bellos títulos de nacional grandeza. No hemos dejado de hacer presente con frecuencia a los actuales gobernantes de España —según Nos dictaba Nuestro paternal corazón— cuán falso era el camino que seguían, y de recordarles que no es hiriendo el alma del pueblo en sus más profundos y caros sentimientos, como se consigue aquella concordia de los espíritus, que es indispensable para la prosperidad de una Nación. Lo hemos hecho por medio de Nuestro Representante, cada vez que amenazaba el peligro de alguna nueva ley o medida lesiva de los sacrosantos derechos de Dios y de las almas. Ni hemos dejado de hacer llegar, aun públicamente, nuestra palabra paternal a los queridos hijos del clero y pueblo de España, para que supiesen que Nuestro Corazón estaba más cerca de ellos, en los momentos del dolor. Mas ahora no podemos menos de levantar de nuevo nuestra voz contra la ley, recientemente aprobada, referente a las Confesiones y Congregaciones Religiosas, ya que ésta constituye una nueva y más grave ofensa, no sólo a la religión y a la Iglesia, sino también a los decantados principios de libertad civil, sobre los cuales declara basarse el nuevo régimen español.

Ni se crea que Nuestra palabra esté inspirada en sentimientos de aversión contra la nueva forma de gobierno o contra otras innovaciones, puramente políticas, que recientemente han tenido lugar en España. Pues todos saben que la Iglesia Católica, no estando bajo ningún respecto ligada a una forma de gobierno más que a otra, con tal que queden a salvo los derechos de Dios y de la conciencia cristiana, no encuentra dificultad en avenirse con las diversas instituciones civiles sean monárquicas, o republicanas, aristocráticas o democráticas.

Prueba manifiesta de ello son, para. no citar sino hechos recientes, los numerosos Concordatos y Acuerdos, estipulados en estos últimos años, y las relaciones diplomáticas, que la Santa Sede ha entablado con diversos Estados, en los cuales, después de la última gran guerra, a gobiernos monárquicos han sustituido gobiernos republicanos.

Ni estas nuevas Repúblicas han tenido jamás que sufrir en sus instituciones, ni en sus justas aspiraciones a la grandeza y bienestar nacional, por efecto de sus amistosas relaciones con la Santa Sede, o por hallarse dispuestas a concluir con espíritu de mutua confianza, en las materias que interesan a la Iglesia y al Estado, convenios adaptados a las nuevas condiciones de los tiempos.

Antes bien, podemos afirmar con toda certeza, que los mismos Estados han reportado notables ventajas de estos confiados acuerdos con la Iglesia; pues todos saben, que no se opone dique más poderoso al desbordamiento del desorden social, que la Iglesia, la cual siendo educadora excelsa de los pueblos, ha sabido siempre unir en fecundo acuerdo el principio de la legítima libertad con el de la autoridad, las exigencias de la justicia con el bien de la paz.

Nada de esto ignoraba el Gobierno de la nueva República Española, pues estaba bien enterado de las buenas disposiciones tanto Nuestras como del Episcopado Español para secundar el mantenimiento del orden y de la tranquilidad social.

Y con Nos y con el Episcopado estaba de acuerdo no solamente el clero tanto secular como regular, sino también los católicos seglares, o sea, la gran mayoría del pueblo español; el cual, no obstante las opiniones personales, no obstante las provocaciones y vejámenes de los enemigos de la Iglesia, ha estado lejos de actos de violencia y represalia, manteniéndose en la tranquila sujeción al poder constituido, sin dar lugar a desórdenes, y mucho menos a guerras civiles. Ni, a. otra causa alguna, fuera de esta disciplina y sujeción, inspirada en las enseñanzas y en el espíritu católico, se podría en verdad atribuir con mayor derecho, cuanto se ha podido conservar de aquella paz e tranquilidad públicas, que las turbulencias de los partidos y las pasiones de los revolucionarios se han esforzado por perturbar, empujando a la Nación hacia el abismo de la anarquía.

Por esto Nos ha causado profunda extrañeza y vivo pesar el saber que algunos, como para justificar los inicuos procedimientos contra la Iglesia, hayan aducido públicamente como razón la necesidad de defender la nueva República.

Tan evidente aparece por lo dicho la inconsistencia del motivo aducido, que da derecho a atribuir la persecución movida contra la Iglesia en España, más que a incomprensión de la fe católica y de sus benéficas instituciones, al odio que «contra el Señor y contra su Cristo» fomentan sectas subversivas de todo orden religioso y social, como por desgracia vemos que sucede en Méjico y en Rusia.

Pero, volviendo a la deplorable ley referente a las Confesiones y Congregaciones religiosas, hemos visto con amargura de corazón, que en ella, ya desde el principio, se declara abiertamente que el Estado no tiene religión oficial, reafirmando así aquella separación del Estado y de la Iglesia, que desgraciadamente había sido sancionada en la nueva Constitución Española.

No nos detenemos ahora a repetir aquí cuán gravísimo error sea afirmar que es lícita y buena la separación en sí misma, especialmente en una Nación que es católica en casi su totalidad. Para quien la penetra a fondo, la separación no es más que una funesta consecuencia (como tantas veces lo hemos declarado especialmente en la Encíclica «Quas Primas») del laicismo o sea de la apostasía de la sociedad moderna que pretende alejarse de Dios y de la Iglesia. Mas si para cualquier pueblo es, sobre impía, absurda la pretensión de querer excluir de la vida pública a Dios Creador y próvido Gobernador de la misma sociedad, de un modo particular repugna tal exclusión de Dios y de la Iglesia de la vida de la Nación Española, en la cual la Iglesia tuvo siempre y merecidamente la parte más importante y más benéficamente activa, en las leyes, en las escuelas y en todas las demás instituciones privadas y públicas. Pues si tal atentado redunda en daño irreparable de la conciencia cristiana del país, especialmente de la juventud a la que se quiere educar sin religión, y de la familia, profanada en sus más sagrados principios; no menor es el daño que recae sobre la misma autoridad civil, la cual, perdido el apoyo que la recomienda y la sostiene en la conciencia de los pueblos, es decir, faltando la persuasión de ser divinos su origen, su dependencia y su sanción, llega a perder junto con su más grande fuerza de obligación, el más alto título de acatamiento y respeto.

Que esos daños se sigan inevitablemente del régimen de separación lo atestiguan no pocas de aquellas mismas naciones, que, después de haberlo introducido en su legislación, comprendieron bien pronto la necesidad de remediar el error, o bien modificando, al menos en su interpretación y aplicación, las leyes persecutorias de la Iglesia, o bien procurando venir, a pesar de la separación, a una pacífica coexistencia y cooperación con la Iglesia.

Al contrario los nuevos legisladores españoles, no cuidándose de estas lecciones de la historia, han adoptado una forma de separación hostil a la fe que profesa la inmensa mayoría de los ciudadanos, separación tanto más penosa e injusta, cuanto que se decreta en nombre de la libertad, y se la hace llegar hasta la negación del derecho común y de aquella misma libertad, que se promete y se asegura a todos indistintamente. De ese modo se ha querido sujetar a la Iglesia y a sus ministros a medidas de excepción que tienden a ponerla a merced del poder civil.

De hecho, en virtud de la Constitución y de las leyes posteriormente emanadas, mientras todas las opiniones, aun las más erróneas, tienen amplio campo para manifestarse, solo la religión católica, religión de la casi totalidad de los ciudadanos, ve que se la vigila odiosamente en la enseñanza, y que se ponen trabas a las escuelas y otras instituciones suyas, tan beneméritas de la ciencia y de la cultura española. El mismo ejercicio del culto católico, aun en sus más esenciales y tradicionales manifestaciones, no está exento de limitaciones, como la asistencia religiosa en los institutos dependientes del Estado; las procesiones religiosas, las cuales necesitarán autorización especial gubernativa en cada caso; la misma administración de los Sacramentos a los moribundos, y los funerales a los difuntos.

Más manifiesta es aún la contradicción en lo que mira a la propiedad. La Constitución reconoce a todos los ciudadanos la legítima facultad de poseer, y, como es propio de todas las legislaciones en países civilizados, garantiza y tutela el ejercicio de tan importante derecho emanado de la misma naturaleza. Pues aun en este punto se ha querido crear una excepción en daño de la Iglesia Católica, despojándola con patente injusticia de todos sus bienes. No se ha tomado en consideración la voluntad de los donantes, no se ha tenido en cuenta el fin espiritual y santo al que estaban destinados esos bienes, ni se han querido respetar en modo alguno, derechos antiquísimos y fundados sobre indiscutibles títulos jurídicos. No solo dejan ya de ser reconocidos corno libre propiedad de la Iglesia Católica todos los edificios, palacios episcopales, casas rectorales, seminarios, monasterios, sino que son declarados, —con palabras que encubren mal la naturaleza del despojo— « propiedad pública nacional ». Más aún, mientras los edificios que fueron siempre legítima propiedad de las diversas entidades eclesiásticas, los deja la ley en uso a la Iglesia Católica y a sus ministros, a fin de que se empleen, conforme a su destino, para el culto; se llega a establecer que los tales edificios estarán sometidos a las tributaciones inherentes al uso de los mismos, obligando así a la Iglesia Católica a pagar tributos por los bienes que le han sido quitados violentamente. De este modo el poder civil se ha preparado un arma para hacer imposible a la Iglesia Católica aun el uso precario de sus bienes; porque, una vez despojada de todo, privada de todo subsidio, coartada en todas sus actividades, ¿cómo podrá pagar los tributos que se le impongan?

Ni se diga que la ley deja para el futuro a la Iglesia Católica una cierta facultad de poseer, al menos a titulo de propiedad privada, porque aun ese reconocimiento tan reducido, queda después casi anulado por el principio inmediatamente enunciado que, tales bienes sólo podrá conservarlos en la cuantía necesaria para el servicio religioso; con lo cual se obliga a la Iglesia a someter al examen del poder civil sus necesidades para el cumplimiento de su divina misión, y se erige el Estado laico en juez absoluto de cuanto se necesita para las funciones meramente espirituales; y así bien puede temerse que tal juicio estará en consonancia con el laicismo que intentan la ley y sus autores.

Y la usurpación del Estado no se ha detenido en los inmuebles. También los bienes muebles — catalogados con enumeración detalladísima, porque no escapase nada— o sea aun los ornamentos, imágenes, cuadros, vasos, joyas, telas y demás objetos de esta clase destinados expresa y permanentemente al culto católico, a su esplendor, o a las necesidades relacionadas directamente con él, han sido declarados propiedad pública nacional.

Y mientras se niega a la Iglesia el derecho de disponer libremente de lo que es suyo, como legítimamente adquirido, o donado a ella por los piadosos fieles, se atribuye al Estado y solo al Estado, el poder de disponer de ellos para otros fines, sin limitación alguna de objetos sagrados, aun de aquellos que por haber sido consagrados con rito especial están substraídos a todo uso profano, y llegando hasta excluir toda obligación del Estado a dar, en tan lamentable caso, compensación ninguna a la Iglesia.

Ni todo esto ha bastado para satisfacer a las tendencias anti-religiosas de los actuales legisladores. Ni siquiera los templos han sido perdonados, los templos, esplendor del arte, monumentos eximios de una historia gloriosa, decoro y orgullo de la nación a través de los siglos; los templos, casa de Dios y de oración, sobre los cuales siempre había gozado el pleno derecho de propiedad la Iglesia Católica, la cual —magnífico título de particular benemerencia— los había siempre conservado, embellecido, y adornado con amoroso cuidado. Aun los templos —y de nuevo Nos hemos de lamentar de que no pocos hayan sido presa de la criminal manía incendiaria— han sido declarados propiedad de la Nación, y así expuestos a la injerencia de las autoridades civiles, que rigen hoy los públicos destinos sin respeto alguno al sentimiento religioso del buen pueblo español.

Es, pues, bien triste la situación creada a la Iglesia Católica en España.

El Clero ha sido ya privado de sus asignaciones con un acto totalmente contrario a la índole generosa del caballeresco pueblo español, y con el cual se viola un compromiso adquirido con pacto concordatario, y se vulnera aun la más estricta justicia, porque el Estado, que había fijado las asignaciones, no lo había hecho por concesión gratuita, sino a título de indemnización por bienes usurpados a la Iglesia.

Ahora también a las Congregaciones Religiosas se las trata, con esta ley nefasta, de un modo inhumano. Pues se arroja sobre ellas la injuriosa sospecha de que puedan ejercer una actividad política peligrosa para la seguridad del Estado, y con esto se estimulan las pasiones hostiles de la plebe a toda suerte de denuncias y persecuciones: vía fácil y expedita para perseguirlas de nuevo con odiosas vejaciones.

Se las sujeta a tantos y tales inventarios, registros e inspecciones, que revisten formas molestas y opresivas de fiscalización y hasta, después de haberlas privado del derecho de enseñar, y de ejercitar toda clase de actividad, con que puedan honestamente sustentarse, se las somete a las leyes tributarias, en la seguridad de que no podrán soportar el pago de los impuestos: nueva manera solapada de hacerles imposible la existencia.

Más con tales disposiciones se viene en verdad a herir, no solo a los Religiosos, sino al pueblo mismo español, haciendo imposibles aquellas grandes Obras de caridad y beneficencia en pro de los pobres, que han sido siempre gloria magnífica de las Congregaciones Religiosas y de la España Católica.

Todavía sin embargo, en las penosas estrecheces a que se ve reducido en España el Clero secular y regular, Nos conforta el pensamiento de que la generosidad del pueblo español, aun en medio de la presente crisis económica, sabrá reparar dignamente tan dolorosa situación, haciendo menos insoportable a los Sacerdotes la verdadera pobreza que los agobia, a fin de que puedan con renovados bríos proveer al Culto divino y al ministerio pastoral.

Pero con ser grande el dolor que tamaña injusticia Nos produce, Nos, y con Nos Vosotros, Venerables Hermanos e Hijos dilectísimos, sentimos aún más vivamente la ofensa hecha a la Divina Majestad.

¿No fue, por ventura, expresión de un ánimo profundamente hostil a la Religión Católica el haber disuelto aquellas Ordenes Religiosas que hacen voto de obediencia a una Autoridad diferente de la legítima del Estado?

Se quiso de este modo quitar del medio a la Compañía de Jesús, que bien puede gloriarse de ser uno de los más firmes auxiliares de la Cátedra de Pedro, con la esperanza acaso de poder después derribar, con menor dificultad y en corto plazo, la fe y la moral cristianas del corazón de la Nación Española que dio a la Iglesia la grande y gloriosa figura de Ignacio de Loyola. Pero con esto se quiso herir de lleno —como lo declaramos ya en otra ocasión públicamente— la misma Autoridad Suprema de la Iglesia Católica. No llegó la osadía, es verdad, a nombrar explícitamente la persona del Romano Pontífice; pero de hecho se definió extraña a la Nación Española la Autoridad del Vicario de Cristo; como si la Autoridad del Romano Pontífice, que le fue conferida por el mismo Jesucristo, pudiera decirse extraña a parte alguna del mundo; corno si el reconocimiento de la autoridad divina de Jesucristo pudiera impedir o mermar el reconocimiento de las legítimas autoridades humanas; o como si el poder espiritual y sobrenatural estuviese en oposición con el del Estado, oposición que solo puede subsistir por la malicia de quienes la desean y quieren, por saber bien que, sin su Pastor, se descarriarían las ovejas y vendrían a ser más fácilmente presa de los falsos pastores.

Mas si la ofensa que se quiso inferir a Nuestra Autoridad hirió profundamente nuestro corazón paternal, ni por un instante Nos asaltó la duda de que pudiese hacer vacilar lo más mínimo la tradicional devoción del pueblo español a la Cátedra de Pedro. Todo lo contrario; como vienen enseñando siempre hasta estos últimos años la experiencia y la historia, cuanto más buscan los enemigos de la Iglesia alejar a los pueblos del Vicario de Cristo, tanto más afectuosamente, por disposición providencial de Dios que sabe sacar bien del mal, se adhieren ellos a él, proclamando que solo de él irradia la luz que ilumina el camino entenebrecido con tantas perturbaciones y solo de él, como de Cristo, se oyen « las palabras de vida eterna».

Pero no se dieron por satisfechos con haberse ensañado tanto en la grande y benemérita Compañía de Jesús: ahora, con la reciente ley, han querido asestar otro golpe gravísimo a todas las Ordenes y Congregaciones religiosas, prohibiéndoles la enseñanza. Con ello se ha consumado una obra de deplorable ingratitud y manifiesta injusticia. ¿Qué razón hay, en efecto, para quitar la libertad, a todos concedida, de ejercer la enseñanza, a una clase benemérita de ciudadanos, cuyo único crimen es el de haber abrazado una vida de renuncia y de perfección? ¿Se dirá, tal vez, que el ser religioso, es decir, el haberlo dejado y sacrificado todo, precisamente para dedicarse a la enseñanza y a la educación de la juventud como a una misión de apostolado, constituye un título de incapacidad para la misma enseñanza? Y sin embargo la experiencia demuestra con cuánto cuidado y con cuánta competencia han cumplido siempre su deber los religiosos, y cuán magníficos resultados, así en la instrucción del entendimiento como en la educación del corazón, han coronado su paciente labor. Lo prueba el número de hombres verdaderamente insignes en todos los campos de las ciencias humanas y al mismo tiempo católicos ejemplares, que han salido de las escuelas de los religiosos; lo demuestra el apogeo a que felizmente han llegado tales escuelas en España, no menos que la consoladora afluencia de alumnos que acuden a ellas. Lo confirma finalmente la confianza de que gozaban para con los padres de familia, los cuales habiendo recibido de Dios el derecho y el deber de educar a sus propios hijos, tienen también la sacrosanta libertad de escoger a los que deben ayudarles eficazmente en su obra educativa.

Pero ni siquiera ha sido bastante este gravísimo acto contra las Ordenes y Congregaciones Religiosas. Han conculcado además indiscutibles derechos de propiedad; han violado abiertamente la libre voluntad de los fundadores y bienhechores, apoderándose de los edificios con el fin de crear escuelas laicas, o sea escuelas sin Dios, precisamente allí donde la generosidad de los donantes había dispuesto que se diera una educación netamente católica.

De todo esto aparece por desgracia demasiado claro el designio con que se dictan tales disposiciones, que no es otro sino educar a las nuevas generaciones no ya en la indiferencia religiosa, sino con un espíritu abiertamente anticristiano, arrancar de las almas jóvenes los tradicionales sentimientos católicos tan profundamente arraigados en el buen pueblo español y secularizar así toda la enseñanza, inspirada hasta ahora en la religión y moral cristianas.

Frente a una ley tan lesiva de los derechos y libertades eclesiásticas, derechos que debemos defender y conservar en toda su integridad, creemos ser deber preciso de Nuestro Apostólico Ministerio reprobarla y condenarla. Por consiguiente Nos protestamos solemnemente y con todas Nuestras fuerzas contra la misma ley, declarando que esta no podrá nunca ser invocada contra los derechos imprescriptibles de la Iglesia.

Y querernos aquí de nuevo afirmar Nuestra viva esperanza de que Nuestros amados hijos de España, penetrados de la injusticia y del daño de tales medidas, se valdrán de todos los medios legítimos que por derecho natural y por disposiciones legales quedan a. su alcance, a fin de inducir a los mismos legisladores a reformar disposiciones tan contrarias a los derechos de todo ciudadano y tan hostiles a la Iglesia, sustituyéndolas con otras que sean conciliables con la conciencia católica. Pero entre tanto Nos, con todo el ánimo y corazón de Padre y Pastor, exhortamos vivamente a los Obispos, a los Sacerdotes y a todos los que en alguna manera intentan dedicarse a la educación de la juventud, a promover más intensamente con todas las fuerzas y por todos los medios, la enseñanza religiosa y la práctica de la vida, cristiana. Y esto es tanto más necesario, cuanto que la nueva legislación española, con la deletérea introducción del divorcio, osa profanar el santuario de la familia, sembrando así —junto con la intentada disolución de la sociedad doméstica— los gérmenes de las más dolorosas ruinas en la vida social.

Ante la amenaza de daños tan enormes, recomendamos de nuevo y vivamente a todos los católicos de España, que, dejando a un lado lamentos y recriminaciones, y subordinando al bien común de la patria y de la religión todo otro ideal, se unan todos disciplinados para la defensa de la fe y para alejar los peligros que amenazan a la misma sociedad civil.

De un modo especial invitamos a todos los fieles a que se unan en la Acción Católica, tantas veces os recomendada; la cual, aun sin constituir un partido, más todavía, debiendo estar fuera y por encima de todos los partidos políticos, servirá para formar la, conciencia de los católicos, iluminándola y fortaleciéndola en la defensa de la fe contra toda clase de insidias.

Y ahora, Venerables Hermanos y amadísimos Hijos, no acertaríamos a poner mejor fin a, esta Nuestra carta, que repitiéndoos cuanto os hemos declarado desde el principio; a saber, que más que en el auxilio de los hombres, hemos de confiar en la indefectible asistencia prometida por Dios a su Iglesia y en la inmensa bondad del Señor para con aquellos que le aman. Por esto, considerando todo lo que ha sucedido, y apesadumbrados más que todo por las graves ofensas inferidas a su Divina Majestad con las múltiples violaciones de sus sacrosantos derechos y con tantas transgresiones de sus leyes, dirigimos al cielo férvidas plegarias, demandando a Dios perdón por las ofensas contra El cometidas. El, que todo lo puede, ilumine las inteligencias, enderece las voluntades y mueva los corazones de los que gobiernan a mejores acuerdos. Con serena confianza esperamos que la voz suplicante de tantos buenos hijos, sobre todo en este Año Santo de la Redención, será benignamente acogida por la clemencia del, Padre celestial; y con esta con-fianza, para obtener que descienda sobre vosotros, Venerables Hermanos y amados Hijos, y sobre toda la Nación Española, que Nos es tan querida, la abundancia de los favores celestiales, os damos con toda la efusión de nuestra alma la Bendición Apostólica.

Dado en Roma, junto a S. Pedro, día 3 de Junio, del año 1933, duodécimo de Nuestro Pontificado.

PlUS PP. XI”

¿No te suena todo esto a tiempo presente, querido lector? Era una descarada proclama a la insurrección contra el poder democrático desde un Estado  extranjero, el Vaticano.  Pero aún era pronto para la sublevación, antes había que reorganizar a todos los católicos contra la República como así ocurrió en ese mismo año, 1933. Al final del cual los católicos se presentaron organizados como Derechas Autónomas, CEDA. Ganaron las elecciones junto con el Partido Radical de Lerroux y pusieron en marcha todo su plan contrarreformista deshaciendo todo lo que había construido el Gobierno republicano-socialista. La República resistió el envite. Hasta que los católicos empujados por el clero no pudieron aguantar más, bien por activa o por pasiva, o bien creando el clímax necesario para que una parte del funcionariado militar se decidiera a dar el asalto al Estado por vía militar, una vez fracasada la vía democrática. La gota que hizo rebosar el baso fueron las elecciones de 1936, ganadas por el Frente Popular. Estaba en juego la existencia del estamento o corporación clerical y todas las fuerzas reaccionarias del pasado. No era ya una cuestión económica.

Como había ocurrido en las luchas medievales entre el Papa y los monarcas y continuó ocurriendo en las guerras de religión durante la Edad Moderna, el conflicto no se planteaba en términos económicos de una lucha de clase contra clase, sino en términos de poder. El poder religioso y sus aliados contra los otros poderes. Todos formaban parte de los privilegiados. La batalla se planteaba en términos ideológicos: o dios o los renegados, o Reforma o contrarreforma, o liberalismo o absolutismo. Ahora se planteaba en términos absolutos: o democracia y socialismo o totalitarismo. En términos más políticos la alternativa era: o dios y fascismo o  democracia y  socialismo. Dos ideologías, dos culturas dos civilizaciones estaban enfrentadas. La madre de todas las esencias ideológicas de la reacción y el totalitarismo era la Iglesia Católica. Por eso ella, en defensa de su propia existencia tuvo que empujar a los ejércitos, a los fascistas y a las derechas al asalto del poder. Había llegado el momento de recurrir a la última razón: la fuerza.

El 17 de julio se sublevaban los militares en defensa de la religión o de la tradición. El pasado era el futuro que iban a reinstaurar en España, primero; luego le tocaría al resto de Europa. Pasado el tiempo prudente que siempre se toma el clero antes de tomar una decisión política, el 30 de septiembre de 1936, el obispo de Salamanca, Pla i Deniel, publica una pastoral en la que califica la sublevación militar nacionalista de “alzamiento de la nación en armas” y califica a ” los comunistas y anarquistas”... de “hijos de Caín, fratricidas de sus hermanos, envidiosos de los que hacen un culto a la virtud y por ello les asesinan y les martirizan”... de que “una España laica ya no es España”. Pero lo más importante estriba en que se ponían unas bases doctrinales a la rebelión, se legitimaba, precisaría yo, el dicho católico de “Qué santas son las armas cuando sirven para fortalecer a la iglesia católica”, con estas palabras: “Reviste, sí, la forma externa de una guerra civil, pero, en realidad, es una cruzada. Fue una sublevación, pero no para perturbar, sino para restablecer el orden”. El 23 de noviembre, nada menos que el cardenal primado, Gomá, publica una pastoral en la que, bajo el título “El caso de España” califica la sublevación de: guerra de sistemas o de civilizaciones; jamás podrá ser llamada guerra de clases. Lo demuestra el sentido de religión y de patria que han levantado a España contra la Anti-España”. Y continúa:

“La guerra que sigue asolando gran parte de España y destruyendo magníficas ciudades no es, en lo que tiene de popular y nacional, una contienda de carácter político en el sentido estricto de la palabra. No se lucha por la República, aunque así lo quieran los partidarios de cierta clase de República. Ni ha sido móvil de la guerra la solución de una cuestión dinástica, porque hoy ha quedado relegada a último plano hasta la cuestión misma de la forma de gobierno. Ni se ventilan con las armas problemas inter-regionales en el seno de la gran patria, bien que en el período de lucha, y complicándola gravemente, se hayan levantado banderas que concretan anhelos de reivindicaciones más o menos provincialistas.

Esta cruentísima guerra es, en el fondo, una guerra de principios, de doctrinas, de un concepto de la vida y del hecho social contra otro, de una civilización contra otra. Es la guerra que sostiene el espíritu cristiano y español contra este otro espíritu, si espíritu puede llamarse, que quisiera fundir todo lo humano, desde las cumbres del pensamiento a la pequeñez del vivir cotidiano, en el molde del materialismo marxista. De una parte, combatientes de toda ideología que represente, parcial o integralmente, la vieja tradición e historia de España; de otra, un informe conglomerado de combatientes cuyo empeño principal es, más que vencer al enemigo, o, si se quiere, por el triunfo sobre el enemigo, destruir todos los valores de nuestra vieja civilización.

Es que la Religión y la Patria –arae et foci– estaban en gravísimo peligro, llevadas al borde del abismo por una política totalmente en pugna con el sentir nacional y con nuestra historia. Por esto la reacción fue más viva donde mejor se conservaba el espíritu de religión y de patria. Y por esto logró este movimiento el matiz religioso que se ha manifestado en los campamentos de nuestras milicias, en las insignias sagradas que ostentan los combatientes y en la explosión del entusiasmo religioso de las multitudes de retaguardia.

Quítese, si no, la fuerza del sentido religioso, y la guerra actual queda enervada. Cierto que el espíritu de patria ha sido el gran resorte que ha movilizado las masas de combatientes; pero nadie ignora que el resorte de la religión, actuando en las regiones donde está más enraizada, ha dado el mayor contingente inicial y la máxima bravura a nuestros soldados. Más; estamos convencidos de que la guerra se hubiese perdido para los insurgentes sin el estímulo divino que ha hecho vibrara el alma del pueblo cristiano que se alistó en la guerra o que sostuvo con su aliento, fuera de los frentes, a los que guerreaban. [10] Prescindimos de toda otra consideración de carácter sobrenatural.”

Un año después, la jerarquía eclesiástica en pleno publicaba una carta colectiva en la que justificaba, bendecía y legitimaba la sublevación militar  calificando la guerra de ideológica en los siguientes términos:

“Este documento no será la demostración de una tesis, sino una simple exposición, a grandes líneas, de los hechos que caracterizan nuestra guerra y la dan su fisonomía histórica. La guerra de España es producto de la pugna de ideologías irreconciliables; en sus mismos orígenes se hallan envueltas gravísimas cuestiones de orden moral y jurídico, religioso e histórico. No sería difícil el desarrollo de puntos fundamentales de doctrina aplicada a nuestro momento actual. Se ha hecho ya copiosamente, hasta por algunos de los Hermanos que suscriben esta Carta. Pero estamos en tiempos de positivismo calculador y frío, y, especialmente, cuando se trata de hechos de tal relieve histórico como se han producido en esta guerra, lo que se quiere -se nos ha requerido cien veces desde el extranjero en este sentido- son hechos vivos y palpitantes que, por afirmación o contraposición, den la verdad simple y justa…

Y si hoy, colectivamente, formulamos nuestro veredicto en la cuestión complejísima de la guerra de España, es, primero, porque, aun cuando la guerra fuese de carácter político o social, ha sido tan grave su repercusión de orden religioso, y ha aparecido tan claro, desde sus comienzos, que una de las partes beligerantes iba a la eliminación de la religión católica en España, que nosotros, Obispos católicos, no podíamos inhibirnos sin dejar abandonados los intereses de nuestro Señor Jesucristo y sin incurrir el tremendo apelativo de «canis mutis»,con que el Profeta censura a quienes, debiendo hablar, callan ante la injusticia; y luego, porque la posición de la Iglesia española ante la lucha, es decir, del Episcopado español, ha sido torcidamente interpretada en el extranjero: mientras un político muy destacado en una revista católica extranjera la achaca poco menos que a la ofuscación mental de los Arzobispos españoles, a los que califica de ancianos que deben cuanto son al régimen monárquico y que han arrastrado por razones de disciplina y obediencia a los demás Obispos en un sentido favorable al movimiento nacional, otros nos acusan de temerarios al exponer a las contingencias de un régimen absorbente y tiránico el orden espiritual de la Iglesia, cuya libertad tenemos obligación de defender.

Afirmamos, ante todo, que esta guerra la ha acarreado la temeridad, los errores, tal vez la malicia o la cobardía de quienes hubiesen podido evitarla gobernando la nación según justicia.

Dejando otras causas de menor eficiencia, fueron los legisladores de 1931 y luego el poder ejecutivo del Estado con sus prácticas de gobierno, los que se empeñaron en torcer bruscamente la ruta de nuestra historia en un sentido totalmente contrario a la naturaleza y exigencias del espíritu nacional, y especialmente opuesto al sentido religioso predominante en el país. La Constitución y las leyes laicas que desarrollaron su espíritu fueron un ataque violento y continuado a la conciencia nacional. Anulados los derechos de Dios y vejada la Iglesia quedaba nuestra sociedad enervada, en el orden legal, en lo que tiene de más sustantivo la vida social, que es la religión. El pueblo español, que en su mayor parte mantenía viva la fe de sus mayores, recibió con paciencia invicta los reiterados agravios hechos a su conciencia por leyes inicuas; pero la temeridad de sus gobernantes había puesto en el alma nacional, junto con el agravio, un factor de repudio y de protesta contra un poder social que había faltado a la justicia más fundamental, que es la que se debe a Dios y a la conciencia de los ciudadanos…

Y porque Dios es el más profundo cimiento de una sociedad bien ordenada -lo era de la nación española-, la revolución comunista, aliada de los ejércitos del Gobierno, fue, sobre todo, antidivina. Se cerraba así el ciclo de la legislación laica de la Constitución de 1931 con la destrucción de cuanto era cosa de Dios. Salvamos toda intervención personal de quienes no han militado conscientemente bajo éste signo; solo trazamos la trayectoria general de los hechos.

Por esto se produjo en el alma nacional una reacción de tipo religioso, correspondiente a la acción nihilista y destructora de los sin-Dios. Y España quedó dividida en dos grandes bandos militantes; cada uno de ellos fue como el aglutinante de cada una de las dos tendencias profundamente populares; y a su derredor, y colaborando con ellos, polarizaron, en forma de milicias voluntarias y de asistencias y servicios de retaguardia, las fuerzas opuestas que tenían dividida la nación.

La guerra es, pues, como un plebiscito armado. La lucha blanca de los comicios de febrero de 1936, en que la falta de conciencia política del Gobierno nacional dio arbitrariamente a las fuerzas revolucionarias un triunfo que no habían logrado en las urnas, se transformó por la contienda cívico-militar, en la lucha cruenta de un pueblo partido en dos tendencias; la espiritual, del lado de los sublevados, que salió a la defensa del orden, la paz social, la civilización tradicional y la patria, y muy ostensiblemente, en un gran sector, para la defensa de la religión; y de la otra parte, la materialista, llámese marxista, comunista o anarquista, que quiso sustituir la vieja civilización de España con todos sus factores, por la novísima «civilización» de los soviets rusos.”

Entre la carta de Pla y Deniel y la colectiva de los obispos, se firmó  el 25/11/1936 el Pacto Antikomintern entre Alemania y Japón, en virtud del cual:

“Conscientes del hecho de que el objeto de la Internacional Comunista (el también llamado Komintern) el la desintegración de, y la comisión de violencia contra, los estados existentes mediante el ejercicios de todos los medios a su alcance,

Creyendo que la tolerancia a la interferencia de la Internacional Comunista en los asuntos internos de las naciones no solo hace peligrar su paz interna y bienestar social, sino que atenta contra la paz general del mundo,

Deseando cooperar con la defensa en contra de la desintegración comunista, hemos acordado lo que sigue.

Artículo I 
Los Altos Estados Contratantes acuerdan que ellos mutuamente mantendrán informado uno al otro, todo lo concerniente a las actividades de la Internacional Comunista, que conversarán sobre las necesarias medidas de defensa, y que llevarán a cabo tales medidas en estrecha cooperación.

Artículo II 
Las Altos Estados Contratantes de manera conjunta invitarán a terceros estados cuya paz interna se vean amenazadas por el trabajo desintegracionista de la Internacional Comunista, para adoptar medidas defensivas de acuerdo al espíritu del presente Acuerdo o a participar en el presente Acuerdo.

Artículo III 
Los textos en alemán y japonés son tan válidos como el texto original de este Acuerdo. El Acuerdo entrará en vigencia el día de su firma y se mantendrá vigente por el término de cinco años. Los Altos Estados Contratantes, llegarán a un acuerdo sobre la futura forma de esa cooperación, en un tiempo razonable antes de su expiración.

Como testigos de lo cual los abajo firmantes, debidamente autorizados por sus respectivos Gobiernos, han estampado aquí sus sellos y sus firmas.

Hecho por duplicado en Berlín, el 25 de Noviembre, 11º año de Showa, correspondiente al 25 de Noviembre de 1936.

Protocolo Suplementario al Acuerdo de Resguardo en Contra de la Internacional Comunista.

En ocasión de firmarse hoy día el Acuerdo de resguardo contra la Internacional Comunista los plenipotenciarios firmantes han acordado lo que sigue:

a) Las autoridades competentes de ambos Altos Estados Contratantes cooperaran muy estrechamente en el intercambio de reportes sobre las actividades de la Internacional Comunista y sobre las medidas de información y defensa en contra de la Internacional Comunista.

b) Las autoridades competentes de ambos Altos Estados Contratantes tomarán, dentro del marco existente de la ley rigurosas medidas en contra de quienes dentro o fuera trabajen directa o indirectamente con la Internacional Comunista o le asistan en sus medidas desintegrantes.

c) Para facilitar la cooperación de las autoridades competentes de los dos Altos Estados Contratantes como se establece en arriba en a), se establecerá un comité permanente. Por medio de ese comité se establecerán y ordenarán las medidas a ser adoptadas al efecto de contrarrestar las actividades desintegrantes de la Internacional Comunista.

Hecho en Berlín, el 25 de Noviembre, 11º año de Showa, correspondiente al 25 de Noviembre de 1936.”

Unos meses después, en marzo de 1937, el papa Pío XI publicaba su encíclica “Divini redemptoris contra el comunismo ateo”.  Debemos recordar que desde la Revolución francesa los papas habían condenado la ideología del liberalismo político, sin excepción, ahora, cuando el comunismo pasa a ser la principal amenaza, este papa, siguiendo el ejemplo de León XIII, dedica su encíclica a condenar la ideología comunista. Es muy interesante tener en cuenta estas dos condenas ideológicas porque, a diferencia del tratamiento que dieron al liberalismo y al comunismo, nunca escribieron, ni han escrito, ninguna encíclica que atacara la ideología totalitaria en cualesquiera de sus versiones: nazi, fascista, franquista, salazarista… Esta posición es un dato más de la naturaleza totalitaria de la ideología de las religiones monoteístas que no sólo se identificaron con el nazismo y el fascismo, no sólo los alimentaron con contenidos ideológicos, sino que los apoyaron firmando con ellos concordatos y animando las sublevaciones e instauración de estados totalitarios y dictaduras como en España y Portugal. En esta misma encíclica el liberalismo vuelve a ser condenado con el argumento de que era la puerta que daba acceso al comunismo. Por lo que, si se quiere evitar el comunismo deberá antes impedirse el liberalismo. De manera que, descartados liberalismo y comunismo, sólo queda como alternativa a estos dos sistemas ideológicos la ideología totalitaria. Tan claro lo tenían los papas como que dos más dos son cuatro.

Esta encíclica, como todas, es de tal riqueza en contenidos ideológicos que legitimaron tanto el Pacto Antikomintern como el Tripartito que merece la pena disfrutar con su lectura. Hela aquí:

Encíclica “Divini Redemptoris” sobre el comunismo ateo,  de Pío XI, publicada el 19 de marzo de 1937

“1. La promesa de un Redentor divino ilumina la primera página de la historia de la humanidad; por esto la confiada esperanza de un futuro mejor suavizó el dolor del paraíso perdido (Cf. Gén 3,23) y acompañó al género humano en su atribulado camino hasta que, en la plenitud de los tiempos (Gál 4,4), el Salvador del mundo, apareciendo en la tierra, colmó la expectación e inauguró una nueva civilización universal, la civilización cristiana, inmensamente superior a la que el hombre había hasta entonces alcanzado trabajosamente en algunas naciones privilegiadas.

2. Pero la lucha entre el bien y el mal quedó en el mundo como triste herencia del pecado original. y el antiguo tentador no ha cesado jamás de engañar a la humanidad con falaces promesas. Por esto, en el curso de los siglos, las perturbaciones se han ido sucediendo unas tras otras hasta llegar a la revolución de nuestros días, la cual por todo el mundo es ya o una realidad cruel o una seria amenaza, que supera en amplitud y violencia a todas las persecuciones que anteriormente ha padecido la Iglesia. Pueblos enteros están en peligro de caer de nuevo en una barbarie peor que aquella en que yacía la mayor parte del mundo al aparecer el Redentor.

3. Este peligro tan amenazador, como habréis comprendido, venerables hermanos, es el comunismo bolchevique y ateo, que pretende derrumbar radicalmente el orden social y socavar los fundamentos mismos de la civilización cristiana.

I. POSICIÓN DE LA IGLESIA FRENTE AL COMUNISMO

Condenaciones anteriores

4. Frente a esta amenaza, la Iglesia católica no podía callar, y no calló. No calló esta Sede Apostólica, que sabe que es misión propia suya la defensa de la verdad, de la justicia y de todos aquellos bienes eternos que el comunismo rechaza y combate. Desde que algunos grupos de intelectuales pretendieron liberar la civilización humana de todo vínculo moral y religioso, nuestros predecesores llamaron abierta y explícitamente la atención del mundo sobre las consecuencias de esta descristianización de la sociedad humana. Y por lo que toca a los errores del comunismo, ya en el año 1846 nuestro venerado predecesor Pío IX, de santa memoria, pronunció una solemne condenación contra ellos, confirmada después en el Syllabus. Dice textualmente en la encíclica Qui pluribus: «[A esto tiende] la doctrina, totalmente contraria al derecho natural, del llamado comunismo; doctrina que, si se admitiera, llevaría a la radical subversión de los derechos, bienes y propiedades de todos y aun de la misma sociedad humana»[1]. Más tarde, uno predecesor nuestro, de inmortal memoria, León XIII, en la encíclica Quod Apostolici numeris, definió el comunismo como «mortal enfermedad que se infiltra por las articulaciones más íntimas de la sociedad humana, poniéndola en peligro de muerte»[2], y con clara visión indicaba que los movimientos ateos entre las masas populares, en plena época del tecnicismo, tenían su origen en aquella filosofía que desde hacía ya varios siglos trataba ele separar la ciencia y la vida de la fe y de la Iglesia.

Documentos del presente pontificado

5. También Nos, durante nuestro pontificado, hemos denunciado frecuentemente, y con apremiante insistencia, el crecimiento amenazador de las corrientes ateas. Cuando en 1924 nuestra misión de socorro volvió de la Unión Soviética, Nos condenamos el comunismo en una alocución especial dirigida al mundo entero[3]. En nuestras encíclicas Miserentissimus Redemptor [4], Quadragesimo anno[5], Caritate Christi [6], Acerba animi [7], Dilectissima Nobis [8] Nos hemos levantado una solemne protesta contra las persecuciones desencadenadas en Rusia, México y España; y no se ha extinguido todavía el eco universal de las alocuciones que Nos pronunciamos el año pasado con motivo de la inauguración de la Exposición Mundial de la Prensa Católica [9], de la audiencia a las prófugos españoles[10] y del radiomensaje navideño[11]. Los mismos enemigos más encarnizados de la Iglesia, que desde Moscú dirigen esta hucha contra la civilización cristiana, atestiguan con sus ininterrumpidos ataques de palabra y de obra que el Papado, también en nuestros días, ha continuado tutelando fielmente el santuario de la religión cristiana y ha llamado la atención sobre el peligro comunista con más frecuencia y de un modo más persuasivo que cualquier otra autoridad pública terrena.

Necesidad de otro documento solemne

6, Pero, a pesar de estas repetidas advertencias paternales, que vosotros, venerables hermanos, con gran satisfacción nuestra, habéis transmitido y comentado con tanta fidelidad a los fieles por medio de frecuentes y recientes pastorales, algunas de ellas colectivas, el peligro está agravándose cada día más por la acción de hábiles agitadores. Por este motivo, nos creemos en el deber de elevar de nuevo nuestra voz con un documento aún más solemne, como es costumbre de esta Sede Apostólica, maestra de verdad, y como lo exige el hecho de que todo el mundo católico desea ya un documento de esta clase. Confiamos que el eco de nuestra voz será bien recibido por todos aquellos que, libres de prejuicios, desean sinceramente el bien de la humanidad. Confianza que se ve robustecida por el hecho de que nuestros avisos están hoy día confirmados por los frutos amargos cuya aparición habíamos previsto y anunciado, y que de hecho van multiplicándose espantosamente en los países dominados ya por el mal y amenazan caer sobre los restantes países del mundo.

7. Queremos, por tanto, exponer de nuevo en breve síntesis los principios y los métodos de acción del comunismo ateo tal como aparecen principalmente en el bolchevismo, contraponiendo a estos falaces principios y métodos la luminosa doctrina de la Iglesia y exhortando de nuevo a todos al uso de los medios con los que la civilización cristiana, única civitas verdaderamente humana, puede librarse de este satánico azote y desarrollarse mejor para el verdadero bienestar ele la sociedad humana.

II. DOCTRINA Y FRUTOS DEL COMUNISMO

Doctrina

Falso ideal

8. El comunismo de hoy, de un modo más acentuado que otros movimientos similares del pasado, encierra en sí mismo una idea de aparente redención. Un seudo ideal de justicia, de igualdad y de fraternidad en el trabajo satura toda su doctrina y toda su actividad con un cierto misticismo falso, que a las masas halagadas por falaces promesas comunica un ímpetu y tu entusiasmo contagiosos, especialmente en un tiempo come el nuestro, en el que por la defectuosa distribución de los bienes de este mundo se ha producido una miseria general hasta ahora desconocida. Más aún: se hace alarde de este seudo ideal, como si hubiera sido el iniciador de un progreso económico, progreso que, si en algunas regiones es real, se explica por otras causas muy distintas, como son la intensificación de la productividad industrial en países que hasta ahora carecían de ella; el cultivo de ingentes riquezas naturales, sin consideración alguna a los valores humanos, y el uso de métodos inhumanos para realizar grandes trabajos con un salario indigno del hombre.

Materialismo evolucionista de Marx

9. La doctrina que el comunismo oculta bajo apariencias a veces tan seductoras se funda hoy sustancialmente sobre los principios, ya proclamados anteriormente por Marx, del materialismo dialéctico y del materialismo histórico, cuya única genuina interpretación pretenden poseer los teóricos del bolchevismo. Esta doctrina enseña que sólo existe una realidad, la materia, con sus fuerzas ciegas, la cual, por evolución, llega a ser planta, animal, hombre. La sociedad humana, por su parte , no es más que una apariencia y una forma de la materia, que evoluciona del modo dicho y que por ineluctable necesidad tiende, en un perpetuo conflicto de fuerzas, hacia la síntesis final: una sociedad sin ciases. En esta doctrina, como es evidente, no queda lugar ninguno para la idea de Dios, no existe diferencia entre el espíritu y la materia ni entre el cuerpo y el alma: no existe una vida del alma posterior a la muerte, ni hay, por consiguiente, esperanza alguna en una vida futura. Insistiendo en el aspecto dialéctico de su materialismo, los comunistas afirman que el conflicto que impulsa al mundo hacia su síntesis final puede ser acelerado por el hombre. Por esto procuran exacerbar las diferencias existentes entre las diversas clases sociales y se esfuerzan para que la lucha de clases, con sus odios y destrucciones, adquiera el aspecto de una cruzada para el progreso de la humanidad. Por consiguiente, todas las fuerzas que resistan a esas conscientes violencias sistemáticas deben ser, sin distinción alguna, aniquiladas como enemigas del género humano.

A qué quedan reducidos el hombre y la familia

10. El comunismo, además, despoja al hombre de su libertad, principio normativo de su conducta moral, y suprime en la persona humana toda dignidad y todo freno moral eficaz contra el asalto de los estímulos ciegos. Al ser la persona humana, en el comunismo, una simple ruedecilla del engranaje total, niegan al individuo, para atribuirlos a la colectividad, todos los derechos naturales propios de la personalidad humana. En las relaciones sociales de los hombres afirman el principio de la absoluta igualdad, rechazando toda autoridad jerárquica establecida por Dios, incluso la de los padres; porque, según ellos, todo lo que los hombres llaman autoridad y subordinación deriva exclusivamente de la colectividad como de su primera y única fuente. Los individuos no tienen derecho alguno de propiedad sobre los bienes naturales y sobre los medios de producción, porque. siendo éstos fuente de otros bienes, su posesión conduciría al predominio de un hombre sobre otro. Por esto precisamente, por ser la fuente principal de toda esclavitud económica, debe ser destruida radicalmente, según los comunistas, toda especie de propiedad privada.

11. Al negar a la vida humana todo carácter sagrado y espiritual, esta doctrina convierte naturalmente el matrimonio y la familia en una institución meramente civil y convencional, nacida de un determinado sistema económico; niega la existencia de un vínculo matrimonial de naturaleza jurídico-moral que esté por encima de la voluntad de los individuos y de la colectividad, y, consiguientemente, niega también su perpetua indisolubilidad. En particular, para el comunismo no existe vínculo alguno que ligue a la mujer con su familia y con su casa. Al proclamar el principio de la total emancipación de la mujer, la separa de la vida doméstica y del cuidado de los hijos para arrastrarla a la vida pública y a la producción colectiva en las mismas condiciones que el hombre, poniendo en manos de la colectividad el cuidado del hogar y de la prole[12]. Niegan, finalmente, a los padres el derecho a la educación de los hijos, porque este derecho es considerado como un derecho exclusivo de la comunidad, y sólo en su nombre y por mandato suyo lo pueden ejercer los padres.

Lo que sería la sociedad

¿Qué sería, pues, la sociedad humana basada sobre estos fundamentos materialistas? Sería, es cierto, una colectividad, pero sin otra jerarquía unitiva que la derivada del sistema económico. Tendría como única misión la producción de bienes por medio del trabajo colectivo, y como fin el disfrute de los bienes de la tierra en un paraíso en el que cada cual «contribuiría según sus fuerzas y recibiría según sus necesidades».

12. Hay que advertir, además, que el comunismo reconoce a la colectividad el derecho o más bien un ilimitado poder arbitrario para obligar a los individuos al trabajo colectivo, sin atender a su bienestar particular, aun contra su voluntad e incluso con la violencia. En esta sociedad comunista, tanto la moral como el orden jurídico serían una simple emanación exclusiva del sistema económico contemporáneo, es decir, de origen terreno, mudable y caduco. En una palabra: se pretende introducir una nueva época y una nueva civilización, fruto exclusivo de una evolución ciega: «una humanidad sin Dios».

13. Cuando todos hayan adquirido, finalmente, las cualidades personales requeridas para llevar a cabo esta clase de humanidad en aquella situación utópica de una sociedad sin diferencia alguna de clases, el Estado político, que ahora se concibe exclusivamente come instrumento de dominación capitalista sobre el proletariado, perderá necesariamente su razón de ser y se «disolverá»; sin embargo, mientras no se logre esta bienaventurada situación, el Estado y el poder estatal son para el comunismo el medio más eficaz y más universal para conseguir su fin.

14. ¡He aquí, venerables hermanos, el pretendido evangelio nuevo que el comunismo bolchevique y ateo anuncia a la humanidad como mensaje de salud y redención! Un sistema lleno de errores y sofismas, contrario a la razón y a la revelación divina; un sistema subversivo del orden social, porque destruye las bases fundamentales de éste; un sistema desconocedor del verdadera origen, de la verdadera naturaleza y del verdadero fin del Estado; un sistema, finalmente, que niega los derechos, la dignidad y la libertad de la persona humana.

Difusión

Deslumbradoras promesas

15. Pero ¿a qué se debe que un sistema semejante, científicamente superado desde hace mucho tiempo y refutado por la realidad práctica, se difunda tan rápidamente por todas las partes del mundo? La explicación reside en el hecho de que son muy pocos los que han podido penetrar la verdadera naturaleza y los fines reales del comunismo; y son mayoría, en cambio, los que ceden fácilmente a una tentación hábilmente presentada bajo el velo de promesas deslumbradoras. Con el pretexto de querer solamente mejorar la situación de las clases trabajadoras, suprimir los abusos reales producidos por la economía liberal y obtener una más justa distribución de los bienes terrenos (fines, sin duda, totalmente legítimos), y aprovechando principalmente la actual crisis económica mundial, se consigue atraer a la zona de influencia del comunismo aun a aquellos grupos sociales que por principio rechazan todo materialismo y todo terrorismo. Y como todo error contiene siempre una parte de verdad, esta parte de verdad que hemos indicado, expuesta arteramente en condiciones de tiempo y lugar, aptas para disimular, cuando conviene la crudeza repugnante e inhumana de los principios y métodos del comunismo bolchevique, seduce incluso a espíritus no vulgares, que llegan a convertirse en apóstoles de jóvenes inteligentes poco preparados todavía para advertir los errores intrínsecos del comunismo. Los pregoneros del comunismo saben aprovecharse también de los antagonismos de raza, de las divisiones y oposiciones de los diversos sistemas políticos y hasta de la desorientación en el campo de la ciencia sin Dios para infiltrarse en las universidades y corroborar con argumentos seudocientíficos los principios de su doctrina.

El liberalismo ha preparado el camino del comunismo

16. Para explicar mejor cómo el comunismo ha conseguido de las masas obreras la aceptación, sin examen, de sus errores, conviene recordar que estas masas obreras estaban ya preparadas para ello por el miserable abandono religioso y moral a que las había reducirlo en la teoría y en la práctica la economía liberal. Con los turnos de trabajo, incluso dominicales, no se dejaba tiempo al obrero para cumplir sus más elementales deberes religiosos en los días festivos; no se tuvo preocupación alguna para construir iglesias junto a las fábricas ni para facilitar la misión del sacerdote; todo lo contrario, se continuaba promoviendo positivamente el laicismo. Se recogen, por tanto, ahora los frutos amargos de errores denunciados tantas veces por nuestras predecesores y por Nos mismo. Por esto, ¿puede resultar extraño que en un mundo tan hondamente descristianizado se desborde el oleaje del error comunista?

Amplia y astuta propaganda

17. Existe, además, otra causa de esta tan rápida difusión de las ideas comunistas, infiltradas secretamente en todos los países, grandes y pequeños, cultos e incivilizados, y en los puntos más extremos de la tierra; una propaganda realmente diabólica, cual el mundo tal vez nunca ha conocido; propaganda dirigida desde un solo centro y adaptada hábilmente a las condiciones peculiares de cada pueblo; propaganda que dispone de grandes medios económicos, de numerosas organizaciones, de congresos internacionales, de innumerables fuerzas excelentemente preparadas; propaganda que se hace a través de la prensa, de hojas sueltas, en el cinematógrafo y en el teatro, por la radio, en las escuelas y hasta en las universidades, y que penetra poco a poco en todos los medios sociales, incluso en los más sanos, sin que éstos adviertan el veneno que está intoxicando a diario las mentes y los corazones.

Conspiración del silencio en la prensa

18. La tercera causa, causa poderosa, de esta rápida difusión del comunismo es, sin duda alguna, la conspiración del silencio que en esta materia está realizando una gran parte de la prensa mundial no católica. Decimos conspiración porque no se puede explicar de otra manera el hecho de que un periodismo tan ávido de publicar y subrayar aun los más menudos incidentes cotidianos haya podido pasar en silencio durante tanto tiempo los horrores que se cometen en Rusia, en México y también en gran parte de España, y, en cambio, hable relativa.,mente tan poco de una organización mundial tan vasta como es el comunismo moscovita. Este silencio, como tos dos saben, se debe en parte a ciertas razones políticas, poco previsoras, que lo exigen —así se afirma—, y está mandado y apoyado por varias fuerzas ocultas que desde hace mucho tiempo tratan de destruir el orden social y político cristiano.

Efectos dolorosos

Rusia y México

19. Mientras tanto, los dolorosos efectos de esta propaganda están a la vista de todos. En las regiones en que el comunismo ha podido consolidarse y dominar —Nos pensamos ahora con singular afecto paterno en los pueblos de Rusia y de México—,se ha esforzado con toda clase de medios por destruir (lo proclama abiertamente) desde sus cimientos la civilización y la religión cristiana y borrar totalmente su recuerdo en el corazón de los hombres, especialmente de la juventud. Obispos y sacerdotes han sido desterrados, condenados a trabajos forzados, fusilados y asesinados de modo inhumano; simples seglares, por haber defendido la religión, han sido considerados como sospechosos, han sido vejados, perseguidos, detenidos y llevados a los tribunales.

Horrores del comunismo en España

20. También en las regiones en que, como en nuestra queridísima España, el azote comunista no ha tenido tiempo todavía para hacer sentir todos los efectos de sus teorías, se ha desencadenado, sin embargo, como para desquitarse, con una violencia más furibunda. No se ha limitado a derribar alguna que otra iglesia, algún que otro convento, sino que, cuando le ha sido posible, ha destruido todas las iglesias, todos los conventos e incluso todo vestigio de la religión cristiana, sin reparar en el valor artístico y científico de los monumentos religiosos. El furor comunista no se ha limitado a matar a obispos y millares de sacerdotes, de religiosos y religiosas, buscando de un modo particular a aquellos y a aquellas que precisamente trabajan con mayor celo con los pobres y los obreros, sino que, además, ha matado a un gran número de seglares de toda clase y condición, asesinados aún hoy día en masa, por el mero hecho de ser cristianos o al menos contrarios al ateísmo comunista. Y esta destrucción tan espantosa es realizada con un odio, una barbarie y una ferocidad que jamás se hubieran creído posibles en nuestro siglo. Ningún individuo que tenga buen juicio, ningún hombre de Estado consciente de su responsabilidad pública, puede dejar de temblar si piensa que lo que hoy sucede en España tal vez podrá repetirse mañana en otras naciones civilizadas.

Frutos naturales del sistema

21. No se puede afirmar que estas atrocidades sean un fenómeno transitorio que suele acompañar a todas las grandes revoluciones o excesos aislados de exasperación comunes a toda guerra; no, son los frutos naturales de un sistema cuya estructura carece de todo freno interno. El hombre, como individuo y como miembro de la sociedad, necesita un freno. Los mismos pueblos bárbaros tuvieron este freno en la ley natural, grabada por Dios en el alma de cada hombre. Y cuando esta ley natural fue observada por todos con un sagrado respeto, la historia presenció el engrandecimiento de antiguas naciones, engrandecimiento tan esplendoroso que deslumbraría más de lo conveniente a ciertos hombres de estudios que considerasen superficialmente la historia humana. Pero, cuando se arranca del corazón de los hombres la idea misma de Dios, los hombres se ven impulsados necesariamente a la moral feroz de una salvaje barbarie.

Lucha contra todo lo divino

22. Y esto es lo que con sumo dolor estamos presenciando: por primera vez en la historia asistimos a una lucha fríamente calculada y cuidadosamente preparada contra todo lo que es divino (cf. 2Tes 2,4). Porque el comunismo es por su misma naturaleza totalmente antirreligioso y considera la religión como el «opio del pueblo», ya que los principios religiosos, que hablan de la vida ultraterrena, desvían al proletariado del esfuerzo por realizar aquel paraíso comunista que debe alcanzarse en la tierra.

El terrorismo

23. Pero la ley natural y el Autor de la ley natural no pueden ser conculcados impunemente; el comunismo no ha podido ni podrá lograr su intento ni siquiera en el campo puramente económico. Es cierto que en Rusia ha contribuido no poco a sacudir a los hombres y a las instituciones de una larga y secular inercia y que ha logrado con el uso de toda clase de medios, frecuentemente inmorales, algunos éxitos materiales; pero no es menos cierto, tenemos de ello testimonios cualifica-dos y recentísimos, que de hecho ni siquiera en el campo económico ha logrado los fines que había prometido, sin contar, por supuesto, la esclavitud que el terrorismo ha impuesto a millones de hombres. Hay que repetirlo: también en el campo económico es necesaria una moral, un sentimiento moral de la responsabilidad, los cuales, ciertamente, no tienen cabida en un sistema cerradamente materialista como el comunismo. Para sustituir este sentimiento moral no queda otro sustitutivo que el terrorismo que presenciamos en Rusia, donde los antiguos camaradas de conjuración y de lucha se eliminan mutuamente; terrorismo que, por otra parte, no consigue contener, no ya la corrupción de la moral, pero ni siquiera la disolución del organismo social.

Recuerdo paterno de los pueblos oprimidos en Rusia

24. Sin embargo, no queremos en modo alguno condenar globalmente a los pueblos de la Unión Soviética, por los que sentimos el más vivo afecto paterno. Sabemos que no pocos pueblos de Rusia gimen bajo el duro yugo impuesto a la fuerza por hombres, en su mayoría, extraños a los verdaderos intereses del país, y reconocemos que otros muchos han sido engañados con falaces esperanzas. Nos condenamos el sistema, a sus autores y defensores, quienes han considerado a Rusia como el terreno más apto para realizar un sistema elaborado hace mucho tiempo y desde Rusia extenderlo por todo el mundo.

III. OPUESTA Y LUMINOSA DOCTRINA DE LA IGLESIA

25. Expuestos los errores y los métodos violentos y engañosos del comunismo bolchevique y ateo, es hora ya, venerables hermanos, de situar brevemente frente a éste la verdadera noción de la civitas humana, de la sociedad humana; esta noción no es otra, como bien sabéis, que la enseñada por la razón y por la revelación por medio de la Iglesia, Magistra gentium.

Suprema realidad: ¡Dios!

26. La afirmación fundamental es ésta: por encima de toda otra realidad está el sumo, único y supremo ser, Dios, Creador omnipotente de todas las cosas, juez sapientísimo de todos los hombres. Esta suprema realidad, Dios, es la condenación más absoluta de las insolentes mentiras del comunismo. Porque la verdad es que no porque los hombres crean en Dios, existe Dios, sino que, porque Dios existe, creen en El y elevan a El sus súplicas todos los hombres que no cierran voluntariamente los ojos a la verdad.

El hombre y la familia según la razón y la fe

27. En cuanto a lo que la razón y la fe católica dicen del hombre, Nos hemos expuesto los puntos fundamentales sobre esta materia en la encíclica sobre la educación cristiana [13]. El hombre tiene un alma espiritual e inmortal; es una persona, dotada admirablemente por el Creador con dones de cuerpo y de espíritu; es, en realidad, un verdadero μιχρός χόσμος, como decían los antiguos, un «pequeño mundo» que supera extraordinariamente en valor a todo el inmenso mundo inanimado. Dios es el último fin exclusivo del hombre en la vida presente y en la vida eterna; la gracia santificante, elevando al hombre al grado de hijo de Dios, lo incorpora al reino de Dios en el Cuerpo místico de Cristo. Por consiguiente, Dios ha enriquecido al hombre con múltiples y variadas prerrogativas: el derecho a la vida y a la integridad corporal; el derecho a los medios necesarios para su existencia; el derecho de tender a su último fin por el camino que Dios le ha señalado; el derecho, finalmente, de asociación, de propiedad y del uso de la propiedad.

28. Además, tanto el matrimonio como su uso natural son de origen divino; de la misma manera, la constitución y las prerrogativas fundamentales de la familia han sido determinadas y fijadas por el Creador mismo, no por la voluntad humana ni por los factores económicos. De estos puntos hemos hablado ampliamente en la encíclica sobre el matrimonio cristiano [14] y en la encíclica, ya antes citada, de la educación cristiana de la juventud.

Lo que es la sociedad

Derechos y deberes mutuos entre el hombre y la sociedad

29. Pero Dios ha ordenado igualmente que el hombre tienda espontáneamente a la sociedad civil, exigida por la propia naturaleza humana. En el plan del Creador, esta sociedad civil es un medio natural del que cada ciudadano puede y debe servirse para alcanzar su fin, ya que el Estado es para el hombre y no el hombre para el Estado. Afirmación que, sin embargo, no debe ser entendida en el sentido del llamado liberalismo individualista, que subordina la sociedad a las utilidades egoístas del individuo, sino sólo en el sentido de que, mediante la ordenada unión orgánica con la sociedad, sea posible para todos, por la mutua colaboración, la realización de la verdadera felicidad terrena, y, además, en el sentido de que en la sociedad hallen su desenvolvimiento todas las cualidades individuales y sociales insertas en la naturaleza humana, las cuales superan el interés particular del momento y reflejan en la sociedad civil la perfección divina; cosa que no puede realizarse en el hombre separado de toda sociedad. Pero también estos fines están, en último análisis, referidos al hombre, para que, reconociendo éste el reflejo de la perfección divina, sepa convertirlo en alabanza y adoración del Creador. Sólo el hombre, la persona humana y no las sociedades, sean las que sean, está dotado de razón y de voluntad moralmente libre,

30. Ahora bien: de la misma manera que el hombre no puede rechazar los deberes que le vinculan con el Estado y han sido impuestos por Dios, y por esto las autoridades del Estado tienen el derecho de obligar al ciudadano al cumplimiento coactivo de esos deberes cuando se niega ilegítimamente a ello, así también la sociedad no puede despojar al hombre de los derechos personales que le han sido concedidos por el Creador —hemos aludido más arriba a los fundamentales— ni imposibilitar arbitrariamente el uso de esos derechos. Es, por tanto, conforme a la razón y exigencia imperativa de ésta, que, en último término, todas las cosas de la tierra estén subordinadas corno medios a la persona humana, para que por medio del hombre encuentren todas las cosas su referencia esencial al Creador. Al hombre, a la persona humana, se aplica lo que el Apóstol de las Gentes escribe a los corintios sobre el plan divino de la salvación cristiana: Todo es vuestro, y vosotros de Cristo, y Cristo de Dios (1Cor 3,23). Mientras el comunismo empobrece a la persona humana, invirtiendo los términos de la relación entre el hombre y la sociedad, la razón y la revelación, por el contrario, la elevan a una sublime altura.

El orden económico -social

Ha la sido nuestro predecesor, de feliz memoria, León XIII quien ha dado, por medio de su encíclica social [15], los principios reguladores de la cuestión obrera y de los problemas económicos y sociales; principios que Nos personalmente, por medio de la encíclica sobre la restauración cristiana del orden social, henos adaptado a las exigencias del tiempo presente[16]. En esta encíclica nuestra, prosiguiendo la trayectoria de la doctrina secular de la Iglesia sobre el carácter individual y social de la propiedad privada, Nos hemos definido claramente el derecho y la dignidad del trabajo, las relaciones de apoyo mutuo y de mutua ayuda que deben existir entre el capital y el trabajo y el salario debido en estricta justicia al obrero para sí y para su familia,

31. Hemos demostrado, además, en la mencionada encíclica que los medios para salvar al Estado actual de la triste decadencia en que lo ha hundido el liberalismo amoral no consiste en la lucha de clases y en el terrorismo ni en el abuso autocrático del poder del Estado, sino en la configuración y penetración del orden económico y social por los principios de la justicia social y de la caridad cristiana. Hemos advertido también que hay que lograr la verdadera prosperidad de los pueblos por medio de un sano corporativismo que respete la debida jerarquía social; que es igualmente necesaria la unidad armónica y coherente de todas las asociaciones para que puedan tender todas ellas al bien común del Estado, y que, por consiguiente, la misión genuina y peculiar del poder político consiste en promover eficazmente esta armoniosa coordinación de todas las fuerzas sociales.

Jerarquía social y prerrogativas del Estado

32. Para lograr precisamente este orden tranquilo por medio de la colaboración de todos, la doctrina católica reivindica para el Estarlo toda la dignidad y toda la autoridad necesarias para defender con vigilante solicitud, como frecuentemente enseñan la Sagrada Escritura y los Santos Padres, todos los derechos divinos y humanos. Y aquí se hace necesaria una advertencia: es errónea la afirmación de que todos los ciudadanos tienen derechos iguales en la sociedad civil y no existe en el Estado jerarquía legítima alguna. Bástenos recordara este propósito las encíclicas de León XIII antes citadas, especialmente las referentes a la autoridad política [17] y a la constitución cristiana del Estado[18]. En estas encíclicas encuentran los católicos luminosamente expuestos los principios de la razón y de la fe, que los capacitarán para defenderse contra los peligrosos errores de la concepción comunista del Estado. La expoliación de los derechos personales y la consiguiente esclavitud del hombre; la negación del origen trascendente supremo del Estado y del poder político; el criminal abuso del poder público para ponerle al servicio del terrorismo colectivo, son hechos radical y absolutamente contrarios a las exigencias de la ética natural y a la voluntad divina del Creador. El hombre, lo mismo que el Estado, tiene su origen en el Creador, y el hombre y el Estado están por Dios mutuamente ordenados entre sí; por consiguiente, ni el ciudadano ni el Estado pueden negar los deberes correlativos que pesan sobre cada uno de ellos, ni pueden negar o disminuir los derechos del otro. Ha sido el Creador en persona quien ha regulado en sus líneas fundamentales esta mutua relación entre el ciudadano y la sociedad, y es, por tanto, una usurpación totalmente injusta la que se arroga el comunismo al sustituir la ley divina, basada sobre los inmutables principios de la verdad y de la caridad, por un programa político de partido, derivado del mero capricho humano y saturado de odio.

Belleza de esta doctrina de la Iglesia

33. La Iglesia católica, al enseñar los capítulos fundamentales de esta luminosa doctrina, no tiene otro fin que el de realizar el feliz anuncio cantado por los ángeles sobre la gruta de Belén al nacer el Redentor: Gloria a Dios... y paz a los hombres (Lc 2,14), y procurar a los hombres, aun en esta vida presente, toda la suma de paz verdadera y auténtica felicidad que son aquí posibles como preparación para la bienaventuranza eterna; pero solamente para los hombres de buena voluntad. Esta doctrina está igualmente alejada de los pésimos efectos de los errores comunistas y de todas las exageraciones y pretensiones de los partidos o sistemas políticos que aceptan esos errores, porque respeta siempre el debido equilibrio entre la verdad y la justicia, lo defiende en la teoría y lo aplica y promueve en la práctica. Cosa que consigue la Iglesia conciliando armónicamente los derechos y los deberes de unos y otros, como, por ejemplo, la autoridad con la libertad, la dignidad del individuo con la dignidad del Estado, la personalidad humana en el súbdito, y, por consiguiente, la obediencia debida al gobernante con la dignidad de quienes son representantes de la autoridad divina; igualmente, el amor ordenado de sí mismo, de la familia y de la patria con el amor de las demás familias y de los demás pueblos, fundado en el amor de Dios, Padre de todos, primer principio y último fin de todas las cosas. Esta doctrina católica no separa la justa preocupación por los bienes temporales de la solicitud activa por los bienes eternos. Si subordina el bien temporal al eterno, según la palabra de su divino Fundador: Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura (Mt 6,33) está, sin embargo, bien lejos de desinteresarse de las cosas humanas y de perjudicar el progreso de la sociedad y sus ventajas temporales; porque, todo lo contrario, esta doctrina sostiene y promueve esta actividad del modo más racional y más eficaz posible. La Iglesia, en efecto, aunque nunca ha presentado como suyo un determinado sistema técnico en el campo de la acción económica y social, por no ser ésta su misión, ha fijado, sin embargo, claramente las principales líneas fundamentales, que si bien son susceptibles de diversas aplicaciones concretas, según las diferentes condiciones de tiempos, lugares y pueblos, indican, sin embargo, el camino seguro para obtener un feliz desarrollo progresivo del Estado.

34. La gran sabiduría y extraordinaria utilidad de esta doctrina está  admitida por todos los que verdaderamente la conocen. Con razón han podido afirmar insignes estadistas que, después de haber estudiado los diversos sistemas económicos, no habían hallado nada más razonable que los principios económicos expuestos en las encíclicas Rerum novarum y Quadragesimo anno. También en las naciones cristianas no católicas, más aún, en naciones no cristianas, se reconoce la extraordinaria utilidad que para la sociedad humana representa la doctrina social de la Iglesia; así, hace ahora apenas un mes, un eminente hombre político no cristiano del Extremo Oriente ha opinado sin vacilación que la Iglesia, con su doctrina de paz y de fraternidad cristiana, aporta una contribución valiosísima al establecimiento y mantenimiento de una paz constructiva entre las naciones. E incluso los mismos comunistas —cosa que sabemos por relaciones fidedignas que afluyen de todas partes a este centro de la cristiandad—, si no están totalmente corrompidos, cuando oyen la exposición de la doctrina social de la Iglesia reconocen la radical superioridad de ésta sobre las doctrinas de sus jerarcas y maestros. Solamente los espíritus cegados por la pasión y por el odio cierran sus ojos a la luz de la verdad y la combaten obstinadamente.

La Iglesia ha obrado conforme a esta doctrina

35. Pero los enemigos de la Iglesia, aunque obligados a reconocer la superior sabiduría de la doctrina católica, acusan, sin embargo, a la Iglesia de no haber sabido obrar de acuerdo con sus principios, y por esto afirman que hay que buscar otros caminos. Toda la historia del cristianismo demuestra la falsedad y la injusticia de esta acusación. Porque, limitando nuestra breve exposición a algún hecho histórico característico, ha sido el cristianismo el primero en proclamar, en una forma y con una amplitud y firmeza hasta entonces desconocidas, la verdadera y universal fraternidad de todos los hombres, de cualquier condición y estirpe, contribuyendo así poderosamente a la abolición eficaz de la esclavitud, no con revoluciones sangrientas, sino por la fuerza intrínseca de su doctrina, que a la soberbia patricia romana hacía ver en su esclava una hermana en Cristo.

36. Ha sido también el cristianismo, este cristianismo que enseña a adorar al Hijo de Dios hecho hombre por amor de los hombres yconvertido en hijo del artesano, más aún, hecho artesano El mismo (Mt 13,55; Mc 6,3), el que elevó el trabajo del hombre a su verdadera dignidad; ese trabajo que era entonces tan despreciado, que el mismo M. T. Cicerón, hombre prudente y justo por otra parte, calificó, resumiendo la opinión general de su tiempo, con unas palabras de las que hoy día se avergonzaría cualquier sociólogo: «Todos los trabajadores se ocupan en oficios despreciables, porque en un taller no puede haber nada noble» [19].

37. Basándose en estos principios, la Iglesia regeneró la sociedad humana; con la eficacia de su influjo surgieron obras admirables de caridad y poderosas corporaciones de artesanos y trabajadores de toda categoría, corporaciones despreciadas como residuo medieval por el liberalismo del siglo pasado, pero que son hoy día la admiración de nuestros contemporáneos, que en muchos países tratan de hacer revivir de algún modo su idea fundamental. Y cuando ciertas corrientes obstaculizaban la obra de la Iglesia y se oponían a la eficacia bienhechora de ésta, la Iglesia no cesó nunca, hasta nuestros días, de avisar a los equivocados. Baste recordar la firme constancia con que nuestro predecesor, de feliz memoria, León XIII reivindicó para las clases trabajadoras el derecho de asociación, que el liberalismo dominante en los Estados más poderosos se empeñaba en negarles. Y este influjo de la doctrina de la Iglesia es también actualmente mayor de lo que algunos piensan, porque el influjo directivo de las ideas sobre los hechos es muy grande, aunque resulte difícil la medida exacta de su valoración.

38. Se puede afirmar, por tanto, con toda certeza, que la Iglesia, como Cristo, su fundador, pasa a través de los siglos haciendo el bien a todos. No habría ni socialismo ni comunismo si los gobernantes de los pueblos no hubieran despreciado las enseñanzas y las maternales advertencias de la Iglesia; pero los gobiernos prefirieron construir sobre las bases del liberalismo y del laicismo otras estructuras sociales, que, aunque a primera vista parecían presentar un aspecto firme y grandioso, han demostrado bien pronto, sin embargo, su carencia de sólidos fundamentos, por lo que una tras otra han ido derrumbándose miserablemente, como tiene que derrumbarse necesariamente todo lo que no se apoya sobre la única piedra angular, que es Jesucristo.

Necesidad de recurrir a medios de defensa

39. Esta es, venerables hermanos, la doctrina de la Iglesia, la única doctrina que, como en todos los demás campos, también en el terreno social puede traer la verdadera luz y ser la salvación frente a la ideología comunista. Pero es absolutamente necesario que esta doctrina se proyecte cada vez más en la vida práctica, conforme al aviso del apóstol Santiago: Poned en práctica la palabra y no os contentéis sólo con oírla, engañándoos a vosotros mismos (St 1,22); por esto, lo más urgente en la actualidad es aplicar con energía los oportunos remedios para oponerse eficazmente a la amenazadora catástrofe que se está preparando, Nos albergamos la firme confianza de que la pasión con que los hijos de las tinieblas trabajan día y noche en su propaganda materialista y atea servirá para estimular santamente a los hijos de la luz a un celo no desemejante, sino mayor, por el honor de la Majestad divina.

40. ¿Qué es, pues, lo que hay que hacer? ¿De qué remedios es necesario servirse para defender a Cristo y la civilización cristiana contra este pernicioso enemigo? Como un padre con sus hijos en el seno del hogar, Nos queremos conversar con todos vosotros en la intimidad acerca de los deberes que la gran lucha de nuestros días impone a todos los hijos de la Iglesia; avisos que deseamos dirigir también a todos aquellos hijos que han abandonado la casa paterna.

Renovación de la vida cristiana

Remedio fundamental

41. Como en todos los períodos más borrascosos de la historia de la Iglesia, así también hoy el remedio fundamental, base de todos los demás remedios, es una sincera renovación de la vida privada y de la vida pública según los principios del Evangelio en todos aquellos que se glorían de pertenecer al redil de Cristo, para que sean realmente de esta manera la sal de la tierra que preserve a la sociedad humana de la total corrupción moral.

42. Con ánimo profundamente agradecido al Padre de las luces, de quien desciende todo buen don y toda dádiva perfecta (St 1,17) vemos por todas partes síntomas consoladores de esta renovación espiritual, no sólo en tantas almas singularmente elegidas que en estos últimos años han subido a la alta cumbre de la más sublime santidad, y en tantas otras, cada día más numerosas, que generosamente caminan hacia esta misma luminosa meta, sino también en el reconocimiento de una piedad sentida y vivida prácticamente en todas las clases de la sociedad, incluso en las más cultas, como hemos hecho notar en nuestro reciente «motu proprio» In multis solaciis, del 28 de octubre pasado, con ocasión de la reorganización de la Academia Pontificia de las Ciencias [20].

43. No portemos, sin embargo, negar que queda todavía mucho por hacer en este camino de la renovación espiritual. Porque incluso en los mismos países católicos son demasiados los católicos que lo son casi de solo nombre; demasiados los que, si bien cumplen con mayor o menor fidelidad las prácticas más esenciales de la religión que se glorían de profesar, no se preocupan sin embargo, de conocerla mejor ni de adquirir una convicción más íntima y profunda, y menos aún de hacer que a la apariencia exterior de la religión corresponda el interno esplendor de una conciencia recta y pura, que siente y cumple todos sus deberes bajo la mirada de Dios. Sabemos muy bien el gran aborrecimiento que el divino Salvador siente frente a esta vana y falaz exterioridad, El que quería que todos adorasen al Padre en espíritu y en verdad (Jn 4,23). Quien no ajusta sinceramente su vida práctica a la fe que profesa, no podrá mantenerse a salvo durante mucho tiempo hoy, cuando sopla tan fuerte el viento de la lucha y de la persecución, sino que se verá arrastrado miserablemente por este nuevo diluvio que amenaza al mundo; y así, mientras prepara su propia ruina, expondrá también al ludibrio el honor del cristianismo.

Despego de los bienes terrenos

44. Y aquí queremos, venerable hermanos, insistir específicamente sobre dos enseñanzas del Señor, que responde modo particular a la actual situación del género humano: el desprendimiento de los bienes terrenos y el precepto de la caridad. Bienaventurados los pobres de espíritu;éstas fueron la primeras palabras pronunciadas por el divino Maestro en su Sermón de h Montaña (Mt 5,3). Esta lección fundamenta es más necesaria que nunca en estos tiempos de materialismo, sediento di bienes y placeres terrenales. Todos los cristianos, ricos y pobres, deben tener siempre fija su mirada era el cielo, recordando que no tenemos aquí ciudad permanente, sino que buscamos la futura (Heb 13,14). Los ricos no deben poner su felicidad en las riquezas de la tierra ni enderezar sus mejores esfuerzos a conseguirlas, sino que, considerándose como simples administradores de las riquezas, que han de dar estrecha cuenta de ellas al supremo dueño, deben usar de ellas cono de preciosos medios que Dios les otorgó para ejercer la virtud, y no dejar de distribuir a los pobres los bienes superfluos, según el precepto evangélico (cf. Lc 11,41). De lo contrario, se cumplirá con ellos y en sus riquezas la severa sentencia del apóstol Santiago: Vosotros, ricos, llorad a gritos sobre las miserias que os amenazan. Vuestra riqueza está podrida; vuestros vestidos, consumidos por la polilla; vuestro oro y vuestra plata, comidos del orín, y el orín será testigo contra vosotros y roerá vuestras carnes como fuego. Habéis atesorado [ira] para los últimos días (St 5, 1-3)

45. Los pobres, por su parte, en medio de sus esfuerzos, guiados por las leyes de la caridad y de la justicia, para proveerse de lo necesario y para mejorar su condición social, deben también ellos permanecer siempre pobres de espíritu (Mt 5,3), estimando más los bienes espirituales que los goces terrenos. Tengan además siempre presente que nunca se conseguirá hacer desaparecer del mundo las miserias, los dolores y las tribulaciones, a los que están sujetos también los que exteriormente aparecen como más afortunados. La paciencia es, pues, necesaria para todos; esa paciencia que mantiene firme el espíritu, confiado en las divinas promesas de una eterna felicidad. Tened, pues, paciencia, hermanos —os decimos también con el apóstol Santiago—, hasta la venida del Señor. Ved cómo el labrador, con la esperanza de los frutos preciosos de la tierra, aguarda con paciencia las lluvias tempranas y las tardías. Aguardad también vosotros con paciencia, fortaleced vuestros corazones, porque la venida del Señor está cercana (St 5,7-8).Sólo así se cumplirá la consoladora promesa del Señor:Bienaventurados los pobres. Y no es éste un consuelo vano, corno las promesas de los comunistas, sino que son palabras de vida eterna, que encierran la suprema realidad de la vida y que se realizan plenamente aquí en la tierra y después en la eternidad. ¡Cuántos pobres, confiados en estas palabras y en la esperanza del reino de los cielos proclamado ya como propiedad suya en el Evangelio, porque vuestro es el reino de los cielos (Lc 6.20)—, hallan en su pobreza una felicidad que tantos ricos no pueden encontrar en sus riquezas, por estar siempre inquietos y siempre agitados por la codicia de mayores aumentos.

Caridad cristiana

46. Más importante aún para remediar el mal de que tratamos es el precepto de la caridad, que tiende por su misma naturaleza a realizar este propósito. Nos nos referimos a esa caridad cristiana, paciente y benigna (1Cor 13,4), que evita toda ostentación y todo aire de envilecedor proteccionismo del prójimo; esa caridad que desde los mismos comienzos del cristianismo ganó para Cristo a los más pobres entre los pobres, los esclavos. Y en este campa damos las mayores gracias a todos aquellos que, consagrados a las obras de beneficencia, tanto en las Conferencias de San Vicente de Paúl como en las grandes y recientes organizaciones de asistencia social, han ejercitado y ejercitan las obras de misericordia corporal y espiritual. Cuanto más experimenten en sí mismos los obreros y los pobres lo que el espíritu de caridad, animado por la virtud de Cristo, hace por ellos, tanto más se despojarán del prejuicio de que la Iglesia ha perdido su eficacia y de que está de parte de quienes explotan el trabajo del obrero.

47. Pero cuando vemos, por una parte, a una innumerable muchedumbre de necesitados que, por diversas causas, ajenas totalmente a su voluntad, se hallan oprimidos realmente por una extremada miseria, y vemos, por otra, a tantos hombres que, sin moderación alguna, gastan enormes sumas en diversiones y cosas totalmente inútiles, no podemos menos de reconocer, con un inmenso dolor, que no sólo no se respeta como es debido la justicia, sino que, además, no se ha profundizado suficientemente en las exigencias que el precepto de la caridad cristiana impone al cristiano en su vida diaria.

48. Queremos, por tanto, venerables hermanos, que se exponga sin descanso, de palabra y por escrito, este divino precepto, precioso distintivo dejado por Cristo a sus verdaderos discípulos; este precepto, que nos enseña a ver en los que sufren al mismo Jesús en persona y que nos manda amar a todos los hombres como a nuestros hermanos con el mismo amor con que el divino Salvador nos ha amado; es decir, hasta el sacrificio de nuestros bienes y, si es necesario, aun de la propia vida. Mediten todos con frecuencia aquellas palabras, consoladoras por una parte, pero terribles por otra, de la sentencia final que pronunciará el juez supremo en el día del juicio final: Venid, benditos de mi Padre..., porque luce hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber... En verdad os digo que cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis (Mt 25,34-40). Y, por el contrario: Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno..., porque tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber... En verdad os digo que, cuando dejasteis de hacer eso con uno de estos pequeñuelos, conmigo no lo hicisteis (Mt 25, 41-45).

49. Para asegurar, por tanto, la vida eterna y para socorrer eficazmente a los necesitados, es absolutamente necesario volver a un tenor de vida más modesto; es necesario renunciar a los placeres, muchas veces pecaminosos, que el mundo ofrece hoy día con tanta abundancia; es necesario, finalmente, olvidarse de sí mismo por amor al prójimo. Este precepto nuevo (Jn 13,34)de la caridad cristiana posee una virtud divina para regenerar a los hombres, y su fiel observancia infundirá en los corazones una paz interna desconocida para la vida de sentidos de este mundo y remediará eficazmente los males que afligen hoy a la humanidad.

Deberes de estricta justicia

50. Pero la caridad no puede atribuirse este nombre si no respeta las exigencias de la justicia, porque, como enseña el Apóstol, quien ama al prójimo ha cumplido la ley. El mismo Apóstol explica a continuación la razón ele este hecho: pues «no adulterarás, no matarás, no robarás...», y cualquier otro precepto en esta sentencia se resume: «Amarás al prójimo como a ti mismo» (Rom 13,8-9) . Si, pues, según el Apóstol, todos los deberes, incluso los más estrictamente obligatorios, como el no matar y el no robar, se reducen a este único precepto supremo de la verdadera caridad, una caridad que prive al obrero del salario al que tiene estricto derecho no es caridad, sino nombre vano y mero simulacro de caridad. No es justo tampoco que el obrero reciba como limosna lo que se le debe por estricta obligación de justicia; y es totalmente ilícita la pretensión de eludir con pequeñas dádivas de misericordia las grandes obligaciones impuestas por la justicia. La caridad y la justicia imponen sus deberes específicos, los cuales, si bien con frecuencia coinciden en la identidad del objeto, son, sin embargo, distintos por su esencia; y los obreros, por razón de su propia dignidad, exigen enérgicamente, con todo derecho y razón, el reconocimiento por todos de estos deberes a que están obligados con respecto a ellos los demás ciudadanos.

51. Por esta razón, Nos nos dirigimos de un modo muy particular a vosotros, patronos e industriales cristianos, cuya tarea es a menudo tan difícil, porque habéis recibido la herencia de los errores de un régimen económico injusto que ha ejercitado su ruinoso influjo sobre tantas generaciones; tened clara conciencia de vuestra responsabilidad. Es un hecho lamentable, pero cierto: la conducta práctica de ciertos católicos ha contribuido no poco a la pérdida de confianza de los trabajadores en la religión de Jesucristo. No quisieron estos católicos comprender que la caridad cristiana exige el reconocimiento de ciertos derechos debidos al obrero, derechos que la Iglesia ha reconocido y declarado explícitamente como obligatorios. ¿Cómo calificar la conducta de ciertos católicos, que en algunas partes consiguieron impedir la lectura de nuestra encíclica Quadragesimo anno en sus iglesias patronales? ¿Cómo juzgar la actitud de ciertos industriales católicos, que se han mostrado hasta hoy enemigos declarados de un movimiento obrero recomendado por Nos mismo? ¿No es acaso lamentable que el derecho de propiedad, reconocido por la Iglesia, haya sido usurpado para defraudar al obrero de su justo salario y de sus derechos sociales?

Justicia social

52. Porque es un hecho cierto que, al lado de la justicia conmutativa, hay que afirmar la existencia de la justicia social, que impone deberes específicos a los que ni los patronos ni los obreros pueden sustraerse. Y es precisamente propio de la justicia social exigir de los individuos todo lo que es necesario para el bien común. Ahora bien: así como un organismo viviente no se atiende suficientemente a la totalidad del organismo si no se da a cada parte y a cada miembro lo que éstos necesitan para ejercer sus funciones propias, de la misma manera no se puede atender suficientemente a la constitución equilibrada del organismo social y al bien de toda la sociedad si no se da a cada parte y a cada miembro, es decir, a los hombres, dotados de la dignidad de persona, todos los medios que necesitan para cumplir su función social particular. El cumplimiento, por tanto, de los deberes propios de la justicia social tendrá como efecto una intensa actividad que, nacida en el seno de la vida económica, madurará en la tranquilidad del orden y demostrará la entera salud del Estado, de la misma manera que la salud del cuerpo humano se reconoce externamente en la actividad inalterada y, al mismo tiempo, plena y fructuosa de todo el organismo.

53. Pero no se cumplirán suficientemente las exigencias de la justicia social si los obreros no tienen asegurado su propio sustento y el de sus familias con un salario proporcionado a esta doble condición; si no se les facilita la ocasión ele adquirir un modesto patrimonio que evite así la plaga del actual pauperismo universal; si no se toman, finalmente, precauciones acertadas en su favor, por medio de los seguros públicos o privados, para el tiempo de la vejez, de la enfermedad o del paro forzoso. En esta materia conviene repetir lo que hemos dicho en nuestra encíclica Quadragesimo anno: «La economía social estará sólidamente constituida y alcanzará sus fines sólo cuando a todos y a cada uno se provea de todos los bienes que las riquezas y subsidios naturales, la técnica y la constitución social de la economía pueden producir. Esos bienes deben ser suficientemente abundantes para satisfacer las necesidades y honestas comodidades y elevar a los hombres a aquella condición de vida más feliz que, administrada prudentemente, no sólo no impide la virtud, sino que la favorece en gran número» [21].

54. Y si, como sucede cada día con mayor frecuencia, en el régimen de salario los particulares no pueden satisfacer las obligaciones de la justicia, si no es con la exclusiva condición previa de que todos ellos convengan en practicarla conjuntamente mediante instituciones que unan entre sí a los patronos —para evitar entre éstos una concurrencia de precios incompatible con los derechos de los trabajadores—, es deber de los empresarios y patronos en estas situaciones sostener y promover las instituciones necesarias que constituyan el medio normal para poder cumplir los deberes de la justicia. Pero también los trabajadores deben tener siempre presente sus obligaciones de caridad y de justicia para con los patronos, y deben convencerse de que de esta manera pondrán a salvo con mayor eficacia sus propios intereses.

55. Quien considere, por tanto, la estructura total de la vida económica —como ya advertimos en nuestra encíclica Quadragesimo anno— , comprenderá que la conjunta colaboración de la justicia y de la caridad no podrá influir en las relaciones económicas y sociales si no es por medio de un cuerpo de instituciones profesionales e interprofesionales basadas sobre el sólido fundamento de la doctrina cristiana, unidas entre sí y que constituyan, bajo formas diversas adaptadas a las condiciones de tiempo y lugar, lo que antiguamente recibía el nombre de corporaciones.

Estudio y difusión de la doctrina social

56. Para dar a esta acción social mayor eficacia es absolutamente necesario promover todo lo posible el estudio de los problemas sociales a la luz de la doctrina de la Iglesia y difundir por todas partes las enseñanzas de esa doctrina bajo la égida de la autoridad constituida por Dios en la misma Iglesia. Porque, si el modo de proceder de algunos católicos ha dejado que desear en el campo económico y social, la causa de este defecto ha sido con frecuencia la insuficiente consideración de las enseñanzas dadas por los Sumos Pontífices en esta materia. Por esto es sumamente necesario que en todas las clases sociales se promueva una más intensa formación en las ciencias sociales, adaptada en su medida personal al diverso grado de cultura intelectual; y es sumamente necesario también que se procure con toda solicitud e industria la difusión más amplia posible de las enseñanzas de la Iglesia aun entre a clase obrera. Que las enseñanzas sociales de la Iglesia católica iluminen con la plenitud de su luz a todos los espíritus y muevan las voluntades de todos a seguirlas y aplicarlas como norma segura de vida que impulse al cumplimiento concienzudo de los múltiples deberes sociales. Así se evitará esa inconsecuencia y esa inconstancia en la vida cristiana que Nos hemos lamentado más de una vez y que hacen que algunos católicos, aparentemente fieles en el cumplimiento de sus estrictos deberes religiosos, luego en el campo del trabajo, de la industria y de la profesión, o en el comercio, o en el ejercicio de sus funciones públicas, por un deplorable desdoblamiento de la conciencia, lleven una vida demasiado contraria a las claras normas de la justicia y de la caridad cristiana, dando así grave escándalo a los espíritus débiles y ofreciendo a los malos un fácil pretexto para desacreditar a la propia Iglesia.

57. A esta renovación de la moral cristiana puede contribuir extraordinariamente la propagación de la prensa católica. La prensa católica debe, en primar lugar, fomentar el conocimiento más amplio cada día de la doctrina socia de la Iglesia de un modo variado y atrayente; debe, en segundo lugar, denunciar con exactitud, pero también con la debida extensión, la actividad de los enemigos y señalar los medios de lucha que han demostrado ser más eficaces por la experiencia repetida en muchas naciones; debe, por último, proponer útiles sugerencias para poner en guardia a los lectores contra los astutos engaños con que los comunistas han intentado y sabido atraerse incluso a hombres de buena fe.

Precaverse contra las insidias que usa el comunismo

58. Aunque ya hemos insistido sobre estos puntos en nuestra alocución de 12 de mayo del año pasado, juzgamos, sin embargo, necesario, venerados hermanos, volver a llamar vuestra atención sobre ellos de modo particular. Al principio, el comunismo se manifestó tal cual era en toda su criminal perversidad; pero pronto advirtió que de esta manera alejaba de sí a los pueblos, y por esto ha cambiado de táctica y procura ahora atraerse las muchedumbres con diversos engaños, ocultando sus verdaderos intentos bajo el rótulo de ideas que son en sí mismas buenas y atrayentes.

59. Por ejemplo, viendo el deseo de paz que tienen todos los hombres, los jefes del comunismo aparentan ser los más celosos defensores y propagandistas del movimiento por la paz mundial; pero, al mismo tiempo, por una parte, excitan a los pueblos a la lucha civil para suprimir las clases sociales, lucha que hace correr ríos de sangre, y, por otra parte, sintiendo que su paz interna carece de garantías sólidas, recurren a un acopio ilimitado de armamentos. De la misma manera, con diversos nombres que carecen de todo significado comunista, fundan asociaciones y publican periódicos cuya única finalidad es la de hacer posible la penetración de sus ideas en medios sociales que de otro modo no les serian fácilmente accesibles; más todavía, procuran infiltrarse insensiblemente hasta en las mismas asociaciones abiertamente católicas o religiosas. En otras partes, los comunistas, sin renunciar en nada a sus principios, invitan a los católicos a colaborar amistosamente con ellos en el campo del humanitarismo y de la caridad, proponiendo a veces, con estos fines, proyectos completamente conformes al espíritu cristiano y a la doctrina de la Iglesia. En otras partes acentúan su hipocresía hasta el punto de hacer creer que el comunismo, en los países de mayor civilización y de fe más profunda, adoptará una forma más mitigada, concediendo a todos los ciudadanos la libertad de cultos y la libertad de conciencia. Hay incluso quienes, apoyándose en algunas ligeras modificaciones introducidas recientemente en la legislación soviética, piensan que el comunismo está a punto de abandonar su programa de lucha abierta contra Dios.

60. Procurad, venerables hermanos, con sumo cuidado que los fieles no se dejen engañar. El comunismo es intrínsecamente malo, y no se puede admitir que colaboren con el comunismo, en terreno alguno, los que quieren salvar de la ruina la civilización cristiana. Y si algunos, inducidos al error, cooperasen al establecimiento del comunismo en sus propios países, serán los primeros en pagar el castigo de su error; y cuanto más antigua y luminosa es la civilización creada por el cristianismo en las naciones en que el comunismo logre penetrar, tanto mayor será la devastación que en ellas ejercerá el odio del ateísmo comunista.

Oración y penitencia

61. Pero si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan sus centinelas (Sal 126,1).Por esto os exhortamos con insistencia, venerables hermanos, para que en vuestras diócesis promováis e intensifiquéis del modo más eficaz posible el espíritu de oración y el espíritu de mortificación.

62. Cuando los apóstoles preguntaron al Salvador por qué no habían podido librar del espíritu maligno a un endemoniado, les respondió el Señor: Esta especie [de demonios] no puede ser lanzada sino por la oración el ayuno (Mt 17,20). Tampoco podrá ser vencido el mal que hoy atormenta a la humanidad si no se acude a una santa e insistente cruzada universal de oración y penitencia; por esto recomendamos singularmente a las Ordenes contemplativas, masculinas y femeninas, que redoblen sus súplicas y sus sacrificios para lograr del cielo una poderosa ayuda a la Iglesia en sus luchas presentes, poniendo para ello como intercesora a la inmaculada Madre de Dios, la cual, así como un día aplastó la cabeza de la antigua serpiente, así también es hoy la defensa segura y el invencible Auxilium Christianorum.

V. MINISTROS Y AUXILIARES DE ESTA OBRA SOCIAL DE LA IGLESIA

Los sacerdotes

63. Tanto para la obra mundial de salvación, que hemos descrito hasta aquí, como para la aplicación de los remedios, que hemos indicado brevemente, Jesucristo ha elegido y señalado a sus sacerdotes como los primeros ministros y realizadores. A los sacerdotes les ha sido confiada, por especial voluntad divina, la misión de mantener encendida y esplendorosa en el mundo, bajo la guía de los sagrados pastores y en unión de filial obediencia con el Vicario de Cristo en la tierra, la lumbrera de la fe y de infundir en los fieles aquella confianza sobrenatural con que la Iglesia, en nombre de Cristo, ha combatido y vencido en tantas batallas a lo largo de su historia: Esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe (1Jn 5,4).

64. En esta materia recordarnos de modo particular a los sacerdotes la exhortación, tantas veces repetida por nuestro predecesor, de feliz memoria, León XIII de ir al obrero; exhortación que Nos hacemos nuestra complementándola con esta aclaración: «Id especialmente al obrero pobre; más todavía, id en general a los necesitados», como mandan las enseñanzas de Jesús y de su Iglesia. Los necesitados son, en efecto, los que están más expuestos a las maniobras de los agitadores, que explotan la mísera situación de los necesitados para encender en el alma de éstos la envidia contra los ricos y excitarlos a tomar por la fuerza lo que, según ellos, la fortuna les ha negado injustamente. Pero, si el sacerdote no va al obrero y al necesitado para prevenirlo o para desengañarlo de todo prejuicio y de toda teoría falsa, ese obrero y ese necesitado llegarán a ser fácil presa de los apóstoles del comunismo.

65. No podemos negar que se ha hecho ya mucho en este campo, especialmente después de las encíclicas Rerum novarum y Quadragesimo anno; y saludamos con paterno agrado el industrioso celo pastoral de tantos obispos y sacerdotes que, con el uso prudente de las debidas cautelas, proyectan y experimentan nuevos métodos de apostolado más adecuados a las exigencias modernas. Sin embargo, todo lo hecho en este campo es aún demasiado poco para las presentes necesidades. Así como, cuando la patria se halla en peligro, todo lo que no es estrictamente necesario o no está directamente ordenado a la urgente necesidad de la defensa común pasa a segunda línea, así también, en nuestro caso, toda otra obra, por muy hermosa y buena que sea, debe ceder necesariamente el puesto a la vital necesidad de salvar las bases mismas de la fe y de la civilización cristianas. Por esta razón, los sacerdotes, en sus parroquias, conságrense naturalmente, en primer lugar, al ordinario cuidado y gobierno de los fieles, pero después deben necesariamente reservar la mejor y la mayor parte de sus fuerzas y de su actividad para recuperar para Cristo y para la Iglesia las masas trabajadoras y para lograr que queden de nuevo saturadas del espíritu cristiano las asociaciones y los pueblos que han abandonado a la Iglesia. Si los sacerdotes realizan esta labor, hallarán, como fruto de su trabajo, una cosecha superior a toda esperanza, que será para ellos la recompensa del duro trabajo de la primera roturación. Es éste un hecho que hemos visto comprobado en Roma y en otras grandes ciudades, donde en las nuevas iglesias que van surgiendo en los barrios periféricos se van reuniendo celosas comunidades parroquiales y se operan verdaderos milagros de conversión en poblaciones que antes eran hostiles a la religión por el solo hecho de no conocerla.

66. Pero el medio más eficaz de apostolado entre las muchedumbres de los necesitados y de los humildes es el ejemplo del sacerdote que está adornado de todas las virtudes sacerdotales, que hemos descrito en nuestra encíclica Ad catholici sacerdoti [22]; pero en la materia presente es necesario de modo muy especial que el sacerdote sea un vivo ejemplo eminente de humildad, pobreza y desinterés que lo conviertan a los ojos de los fieles en copia exacta de aquel divino Maestro que pudo afirmar de sí con absoluta certeza: Las raposas tienen cuevas, y las aves del cielo, nidos; pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar su cabeza (Mt 8,20).Una experiencia diaria enseña que el sacerdote pobre y totalmente desinteresado, como enseña el Evangelio, realiza una maravillosa obra benéfica en medio del pueblo; un San Vicente de Paúl, un Cura de Ars, un Cottolengo, un Don Bosco y tantos otros son otras tantas pruebas de esta realidad; en cambio, el sacerdote avaro, egoísta e interesado, como hemos recordado ya en la citada encíclica, aunque no caiga, como Judas, en el abismo de la traición, será por lo menos un vano bronce que resuena y un inútil címbalo que retiñe (1Cor 13,1), y con demasiada frecuencia un estorbo, más que un instrumento positivo de la gracia, entre los fieles. Y si el sacerdote, lo mismo el secular que el regular, tiene que administrar bienes temporales por razón de su oficio, recuerde que no sólo debe observar escrupulosamente todas las obligaciones de la caridad y de la justicia, sino que, además, debe mostrarse de manera especial como verdadero padre de los pobres.

La Acción Católica

67. Después del clero dirigimos nuestra paterna invitación a nuestros queridísimos hijos seglares que militan en las filas de la Acción Católica, para Nos tan querida, y que, como en otra ocasión hemos declarado, constituye «una ayuda particularmente providencial» para la obra de la Iglesia en las difíciles circunstancias del momento presente. En realidad, la Acción Católica realiza un auténtico apostolado social, porque su finalidad última es la difusión del reino de Jesucristo no sólo en los individuos, sino también en las familias y en la sociedad civil. Por consiguiente, su obligación fundamental es atender a la más exquisita formación espiritual de sus miembros y a la acertada preparación de éstos para combatir en las santas batallas de Dios. A esta labor formativa, hoy día más urgente y necesaria que nunca, y que debe preceder siempre como requisito fundamental de toda acción directa y efectiva, contribuirán extraordinariamente los círculos de estudio, las semanas sociales, los cursos orgánicos de conferencias y, finalmente, todas aquellas iniciativas dirigidas a solucionar con sentido cristiano, en el terreno práctico, los problemas económicos.

68. Estos soldados de la Acción Católica, así preparados, serán los primeros e inmediatos apóstoles de sus compañeros de trabajo y los valiosos auxiliares del sacerdote para extender por todas partes la luz de la verdad y para aliviar las innumerables y graves miserias materiales y espirituales en innumerables zonas sociales refractarias hoy día muchas veces a la acción del ministro de Dios por inveterados prejuicios contra el clero o por una lamentable apatía religiosa. De esta manera, los hombres de la Acción Católica, bajo la dirección de sacerdotes experimentados, realizarán una enérgica y valiosa colaboración en la labor de asistencia religiosa a las clases trabajadoras, labor que nos es tan querida, porque consideramos esta asistencia religiosa como el medio más idóneo para defender a los obreros, nuestros queridos hijos, de las insidias comunistas.

69. Además de este apostolado individual, muchas veces oculto, pero utilísimo y eficaz, es también misión propia de la Acción Católica difundir ampliamente, por medio de la propaganda oral y escrita, los principios fundamentales, expuestos en los documentos públicos de los Sumos Pontífices, para la administración de la cosa pública según la concepción cristiana.

Organizaciones auxiliares

70. En torno a la Acción Católica se alinean, como fuerzas combatientes, algunas organizaciones que Nos hemos calificado en otra ocasión como auxiliares de aquélla. Con paterno afecto exhortamos también a estas organizaciones a participar en la gran misión de que tratamos, y que actualmente presenta una trascendencia no superada por cualquier otra necesidad.

Organizaciones de clase

71. Nos pensamos también en las organizaciones integradas por hombres y mujeres de la misma clase social: asociaciones de obreros, de agricultores, de ingenieros, de médicos, de patronos, de hombres de estudio, y otras semejantes, compuestas todas ellas por personas que, teniendo un idéntico grado de cultura, se han unido, impulsadas por la misma naturaleza, en agrupaciones sociales acomodadas a su situación. Juzgamos que estas organizaciones tienen un papel muy importante que realizar, tanto en la labor de introducir en el Estado aquel orden equilibrado que tuvimos presente en nuestra encíclica Quadragesimo anno como en la difusión y en el reconocimiento de la realeza de Cristo en todos los campos de la cultura y del trabajo.

72. Y si, por las transformaciones que han experimentado la situación económica y la vida social, el Estado ha juzgado como misión suya la regulación y el equilibrio de estas asociaciones por medio de una específica acción legislativa, respetando, como es justo, la libertad y la iniciativa privadas, sin embargo, los hombres de la Acción Católica, aunque deben tener siempre en cuenta las realidades de la situación presente, deben también prestar su prudente contribución intelectual a la cuestión, solucionando los nuevos problemas según las normas de la doctrina católica, y consagrar su actividad participando recta y voluntariamente en las nuevas formas e instituciones con la intención de hacer penetrar en éstas el espíritu cristiano, que es siempre principio de orden en el aspecto político y de mutua y fraterna colaboración en el aspecto social.

Llamamiento a los obreros católicos

73. Una palabra especialmente paterna queremos dirigir aquí a nuestros queridos obreros católicos, jóvenes o adultos, los cuales, como premio de su heroica fidelidad en estos tiempos tan difíciles, han recibido una noble y ardua misión. Bajo la dirección de sus obispos y de sus sacerdotes, deben trabajar para traer de nuevo a la Iglesia y a Dios inmensas multitudes de trabajadores que, exacerbados por una injusta incomprensión o por el olvido de la dignidad a que tenían derecho, se han alejado, desgraciadamente, de Dios. Demuestren los obreros católicos, con su ejemplo y con sus palabras, a estos hermanos de trabajo extraviados que la Iglesia es una tierna madre para todos aquellos que trabajan o sufren y que jamás ha faltado ni faltará a su sagrado deber materno de defender a sus hijos. Y como esta misión que el obrero católico debe cumplir en las minas, en las fábricas, en los talleres y en todos los centros de trabajo, exige a veces grandes sacrificios, recuerden los obreros católicos que el Salvador del mundo ha dado no sólo ejemplo de trabajo, sino también ejemplo de sacrificio.

Necesidad de concordia entre los católicos

74. A todos nuestros hijos de toda clase social, de toda nación, de toda asociación religiosa o seglar en la Iglesia, queremos dirigir un nuevo y más apremiante llamamiento a la concordia. Porque más de una vez nuestro corazón de Padre se ha visto afligido por las divisiones internas entre los católicos, divisiones que, si bien nacen de fútiles causas, son, sin embargo, siempre trágicas en sus consecuencias, pues enfrentan mutuamente a los hijos de una misma madre, la Iglesia. Esta es la causa de que los agentes de la revolución, que no son tan numerosos, aprovechando la ocasión que se les ofrece, agudicen más todavía las discordias y acaben por conseguir su mayor deseo, que es la lucha intestina entre los mismos católicos. Después de los sucesos de estos últimos tiempos, debería parecer superflua nuestra advertencia. Sin embargo, la repetimos de nuevo para aquellos que o no la han comprendido o no la han querido comprender. Los que procuran exacerbar las disensiones internas entre los católicos incurren en una gravísima responsabilidad ante Dios y ante la Iglesia.

Llamamiento a todos los que creen en Dios

75. Pero en esta lucha entablada por el poder de las tinieblas contra la idea misma de la Divinidad, esperamos confiadamente que colaborarán, además de todos los que se glorían del nombre cristiano, todos los que creen en Dios y adoran a Dios, los cuales son todavía la inmensa mayoría de los hombres.

76. Renovamos, por tanto, el llamamiento que hace ya cinco años hicimos en nuestra encíclica Caritate Christi, para que también todos los creyentes colaboren leal y cordialmente para alejar de la humanidad el gravísimo peligro que amenaza a todos.

77. Porque —como entonces decíamos— , «siendo la fe en Dios el fundamento previo de todo orden político y la base insustituible de toda autoridad humana, todos los que no quieren la destrucción del orden ni la supresión de la ley deben trabajar enérgicamente para que los enemigos de la religión no alcancen el fin tan abiertamente proclamado por ellos» [23].

Deberes del Estado cristiano

Ayudar a la Iglesia

78. Hemos expuesto hasta ahora, venerables hermanos, la misión positiva, de orden doctrinal y práctico a la vez, que la Iglesia ha recibido como propia en virtud del mandato a ella confiado por Cristo, su autor y apoyo, de cristianizar la sociedad humana, y, en nuestros tiempos, de combatir y desbaratar los esfuerzos del comunismo, y hemos dirigido, en virtud de esta misión, un llamamiento a todas y a cada una de las clases sociales.

79. Pero con esta misión de la Iglesia es necesario que colabore positivamente el Estado cristiano, prestando a la Iglesia su auxilio en este campo, auxilio que, si bien consiste en los medios externos que son propios del Estado, repercute necesariamente y en primer lugar sobre el bien de las almas.

80. Por esta razón, los gobiernos deben poner sumo cuidado en impedir que la criminal propaganda atea, destructora nata de todos los fundamentos del orden social, penetre en sus pueblos; porque no puede haber autoridad alguna estable sobre la tierra si se niega la autoridad de Dios, ni puede tener firmeza un juramento si se suprime el nombre de Dios vivo. Repetimos a este propósito lo que tantas veces y con tanta insistencia hemos dicho, especialmente en nuestra encíclica Caritate Christi: «¿Cómo puede tener vigor un contrato cualquiera y qué vigencia puede tener un tratado si falta toda garantía de conciencia, si falta la fe en Dios, si falta el temor de Dios? Quitado este cimiento, se derrumba toda la ley moral y no hay remedio que pueda impedir la gradual pero inevitable ruina de los pueblos, de la familia, del Estado y de la misma civilización humana»[24].

Disposiciones exigidas por el bien común

81. Además, los gobiernos deben consagrar su principal preocupación a la creación de aquellos medios materiales de vida necesarios para el ciudadano, sin los cuales todo Estado, por muy perfecta que sea su constitución, se derrumbará necesariamente, y a procurar trabajo especialmente a los padres de familia y a la juventud. Para lograr estos fines, induzcan los gobiernos a las clases ricas a aceptar por razón de bien común aquellas cargas sin cuya aceptación no puede conservarse el Estado ni pueden vivir seguros los mismos ricos. Pero las disposiciones que los gobiernos adopten con este fin deben ser tales que pesen efectivamente sobre los ciudadanos que tienen en sus manos los grandes capitales y los aumentan cada día con grave daño de las demás clases sociales.

Prudente y sobria administración

82. Pero la administración pública del propio Estado, de la cual es responsable el gobernante ante Dios y ante la sociedad, debe necesariamente desenvolverse con una prudencia y una sobriedad tan grandes, que sirva de ejemplo para todos los ciudadanos. Hoy más que nunca, la gravísima crisis económica que azota al mundo entero exige que los que disfrutan de inmensas fortunas, fruto del trabajo y del sudor de tantos ciudadanos, pretendan exclusivamente el bien común y procuren aumentar lo más posible este bien común. También los altos cargos políticos del Estado y todos los funcionarios públicos de la administración deben cumplir sus deberes por obligación de conciencia con fidelidad y desinterés, siguiendo los luminosos ejemplos antiguos y recientes de tantos hombres insignes que con un trabajo infatigable sacrificaron toda su vida por el bien de la patria. Y en las relaciones mutuas de los pueblos entre sí deben suprimirse lo más pronto posible todos esos impedimentos artificiales de la vida económica que brotan principalmente de un sentimiento de desconfianza y de odio, pues todos los pueblos de la tierra forman una única familia nacida de Dios.

Libertad de la Iglesia

83. Pero, al mismo tiempo, el Estado debe dejar a la Iglesia en plena libertad para que ésta realice su divina misión sobre las almas, si quiere colaborar de esta manera en la salvación de los pueblos de la terrible tormenta de la hora presente. En todas partes se hace hoy día un angustioso llamamiento a las fuerzas morales del espíritu, y con razón, porque el mal que hay que combatir es, considerado en su raíz más profunda, un mal de naturaleza espiritual, y de esta corrompida fuente ideológica es de donde brotan con una lógica diabólica todas las monstruosidades del comunismo. Ahora bien: entre las fuerzas morales y religiosas sobresale incontestablemente la Iglesia católica, y por esto el bien mismo de la humanidad exige que no se pongan impedimentos a su actividad. Proceder de distinta manera y querer obtener el fin espiritual indicado con medios puramente económicos o políticos equivale a incurrir necesariamente en un error sumamente peligroso. Porque, cuando se excluye la religión de los centros de enseñanza, de la educación de la juventud, de la moral de la vida pública, y se permite el escarnio de los representantes del cristianismo y de los sagrados ritos de éste, ¿no se fomenta, acaso, el materialismo, del que nacen los principios y las instituciones propias del comunismo? Ni la fuerza humana mejor organizada ni los más altos y nobles ideales terrenos pueden dominar los movimientos desordenados de este carácter, que hunden sus raíces precisamente en la excesiva codicia de los bienes de esta vida.

84. Nos confiamos en que los que actualmente dirigen el destino de las naciones, por poco que adviertan el peligro extremo que amenaza hoy a los pueblos, comprenderán cada vez mejor la grave obligación que sobre ellos pesa de no impedir a la Iglesia el cumplimiento de su misión; obligación robustecida por el hecho de que la Iglesia, al procurar a los hombres la consecución de la felicidad eterna, trabaja también inseparablemente por la verdadera felicidad temporal de los hombres.

Paterno llamamiento a los extraviados

85. Pero Nos no podemos terminar esta encíclica sin dirigir una palabra a aquellos hijos nuestros que están ya contagiados, o por lo menos amenazados de contagio, por la epidemia del comunismo. Les exhortamos vivamente a que oigan la voz del Padre, que los ama, y rogamos al Señor que los ilumine para que abandonen el resbaladizo camino que los lleva a una inmensa y catastrófica ruina, y reconozcan también ellos que el único Salvador es Jesucristo Nuestro Señor, pues ningún otro nombre nos ha sido dado bajo el cielo, entre los hombres, por el cual podamos ser salvos (Hech 4,12).

CONCLUSIÓN

San José, modelo y patrono

86. Finalmente, para acelerar la paz de Cristo en el reino de Cristo [25], por todos tan deseada, ponemos la actividad de la Iglesia católica contra el comunismo ateo bajo la égida del poderoso Patrono de la Iglesia, San José.

87. San ,José perteneció a la clase obrera y experimentó  personalmente el peso de la pobreza en sí mismo y en la Sagrada Familia, de la que era padre solícito y abnegado; a San José  fue confiado el Infante divino cuando Herodes envió a sus sicarios para matarlo. Cumpliendo con toda fidelidad los deberes diarios de su profesión, ha dejado un ejemplo de vida a todos los que tienen que ganarse el pan con el trabajo de sus manos, y, después de merecer el calificativo de justo (2Pe 3,13; cf. Is 65,17; Ap 2,1), ha quedado como ejemplo viviente de la justicia cristiana, que debe regular la vida social de los hombres.

88. Nos, levantando la mirada, vigorizada por la virtud de la fe, creemos ya ver los nuevos cielos y la nueva tierra de que habla nuestro primer antecesor, San Pedro. Y mientras las promesas de los falsos profetas de un paraíso terrestre se disipan entre crímenes sangrientos y dolorosos, resuena desde el ciclo con alegría profunda la gran profecía apocalíptica del Redentor del mundo: He aquí que hago nuevas todas las cosas (Ap 21,5).

No nos queda otra cosa, venerables hermanos, que elevar nuestras manos paternas y hacer descender sobre vosotros, sobre vuestro clero y pueblo, sobre la gran familia católica, la bendición apostólica”.

Para 1941, cuando se inició la invasión de la Unión Soviética, los países miembros del Pacto eran: Alemania, Japón, Italia, Bulgaria, Croacia,Dinamarca, España, Finlandia, Hungría, Manchukuo, Rumania, Eslovaquia, China (gobierno títere de Wang Jingwei). El Estado Vaticano, a pesar de ser el ideólogo y legitimador de la reacción totalitaria contra la democracia y el socialismo no firmó este pacto. Pero esa posición era, como siempre una tradición, una manera de ser de la diplomacia vaticana, que siempre mantiene un prudente distanciamiento con respecto a los Estados que legitima, que apoya y que le benefician para mantener las manos libres en todo momento y poder cambiar de caballo en plena carrera en función de cómo discurra la misma y porque no quiere mezclase con todos como si fuera uno de tantos, pretendiendo dejar sentada su majestad y superioridad sobre los demás Estados. Lo hará siempre, hasta después de muerto Franco. Ya había ocurrido cuando en 1815 se formó la Santa Alianza entre el Altar y el Trono entre los Estados cristianos más reaccionarios de Europa: la católica Austria, la ortodoxa Rusia y la luterana Prusia. “Monarquías por la Gracia de Dios” se autocalificaban así mismas. El papa no lo firmó pero los inspiró ideológicamente porque era una alianza en defensa de la cristiandad. Fue una alianza ideológica contra las ideologías democrática y nacionalista o anti-imperialista.

En cualquier caso, el papa no necesitaba firmar un pacto o alianza entre naciones porque en 1937 ya tenía firmados un concordato con Mussolini, otro con Hitler, con Dollfuss y con Salazar y apoyó a Franco, quien le concedió todo tipo de privilegios hasta llegar al concordato de 1953, precedido de una seria de acuerdos firmados en 1945. En América también llegará a un acuerdo con Perón, pero eso será más tarde. Lo importante es que el papa, el Estado Vaticano, mantuvo una relación bilateral con cada uno de los miembros del pacto Antikomintern, con los que, al mantener relaciones bilaterales, formar parte de la estructura de esos Estados y proporcionales los fundamentos ideológicos, organizativos y morales no podía ser neutral, sino colaboracionista. Como lo será la católica República francesa de Vichy en los comienzos de la IIª Guerra Mundial. De manera que, lo único que le faltó para ser miembro del Pacto Tripartito es que, como Franco, no aportó tropas. Pero sí ensalzó y bendijo la guerra como necesaria para salvar la civilización cristiana y totalitaria frente a la democracia y el comunismo. Ya lo hemos visto en las cartas de los obispos españoles, dictadas bajo la autoridad del papa. Como no podía ser de otra manera.

El 27-9-1940 fue firmado el Pacto Tripartito entre Alemania, Italia y Japón Sus objetivos eran:

“Considerando que la Internacional Comunista continúa de manera permanente, poniendo en peligro al mundo civilizado en Occidente y Oriente, molestando y destruyendo la paz y el orden,

Considerando, que solamente la estrecha colaboración con miras al mantenimiento de la paz y el orden podrán poner coto y remover ese peligro,

Considerando, que Italia —quien con el advenimiento del Régimen Fascista, con inflexible determinación, ha combatido ese peligro y librado su territorio de la Internacional Comunista— ha decidido alinearse en contra del enemigo común con Alemania y Japón, quien por su parte está animado por igual determinación a defenderse en contra de la Internacional Comunista.

Tenemos, de conformidad con el Artículo II del Acuerdo en contra de la Internacional Comunista firmado en Berlín el 25 de Noviembre de 1936, por Alemania y Japón, acordado lo siguiente:

Artículo I 
Italia se convierte en parte del Acuerdo en contra de la Internacional Comunista y del Protocolo Suplementario firmado el 25 de Noviembre de 1936, entre Alemania y Japón, cuyo texto se incluye como anexo al presente Protocolo.

Artículo II 
Las tres potencies signatarias del presente Protocolo acuerdan que Italia será considerada como signataria original del Acuerdo y del Protocolo Suplementario mencionado en el artículo precedente, siendo la firma del presente Protocolo equivalente a la firma del texto original del mencionado Acuerdo y Protocolo Suplementario.

Artículo III 
El presente Protocolo constituirá parte integral del mencionado Acuerdo y Protocolo Suplementario.

Artículo IV 
El presente Protocolo es escrito en Italiano, Japonés y Alemán, considerándose cada texto auténtico. Entrará en efecto en la fecha de la firma.

Sumario del Pacto Tripartito entre Alemania, Italia y Japón, firmado en Berlín el 27 de Setiembre de 1940

Los Gobiernos de Alemania, Italia y Japón. Considerando que es una condición precedente a cualquier paz duradera que todas a las naciones del mundo les sean dadas sus propios lugares, han decidido respaldado y cooperar unas con otras en relación con los esfuerzos el Gran Este Asiático y Europa respectivamente en los cuales es el principal propósito establecer y mantener un Nuevo orden de cosas calculadas para promover la prosperidad mutual y el bienestar de los pueblos concernientes.

Además, es el deseo de los tres gobiernos extender la cooperación a tales naciones, en otras esferas del mundo, donde estaremos dispuestos a realizar esfuerzos para establecer alineamientos similares a los nuestros, con el propósito de que sus aspiraciones de un mundo en paz, puedan así realizarse.

En consecuencia, los gobiernos de Alemania, Italia y Japón han acordado lo siguiente:

Artículo I

Japón reconoce y respeta el liderazgo de Alemania e Italia en el establecimiento de un Nuevo orden en Europa.

Artículo II

Alemania e Italia reconocen y respetan el liderazgo de Japón en el establecimiento de un Nuevo orden en el Gran Este Asiático.

Artículo III

Alemania, Italia y Japón acuerdan cooperar en sus esfuerzos tal como se menciona en las líneas anteriores. Ellos asistirán uno al otro con todos los medios políticos, económicos y militares cuando una de las Potencias Contratantes, sea atacada por potencies actualmente no envueltas en la guerra europea o en el conflicto chino-japonés.

Artículo IV

En vistas a la implementación del presente pacto, se reunirán sin mayor retraso, las comisiones técnicas conjuntas, cuyos miembros serán designados por los respectivos gobiernos de Alemania, Italia y Japón.

Artículo V

Alemania, Italia y Japón afirman que los términos mencionados, no afectarán en manera alguna el status político que existe en el presente entre los tres Altas Potencias Contratantes y la Rusia Soviética.

Artículo VI

El presente pacto se pondrá en efecto inmediatamente después de su firma y se mantendrá vigente por diez años, a partir de la fecha en que se pone en efecto. En el momento oportuno antes de la expiración de dicho término, las Altas Partes Contratantes, a solicitud de cualquiera de ellas, entrarán en conversaciones para su renovación.

En fe de lo cual, los abajo firmantes debidamente autorizados por sus respectivos gobiernos han firmado este pacto y han colocado sus firmas.

Hecho en triplicado en Berlín el 27 de Setiembre de 1940, año 19 de la Era Fascista, correspondiente al día 27 del noveno mes del año 15 de Showa.”

El papa no podía distanciarse de este pacto porque no podía desentenderse del reparto del “nuevo mundo” o “nuevo orden” que iban a crear. Nunca un papa se va de un banquete sin antes llevarse una buena tajada. Y no lo denunció. No dijo ni una sola palabra en contra. ¿Cómo? si de él formaban parte sus hijos predilectos, Mussolini, a quien le debía la creación del Estado Vaticano y el monopolio de la enseñanza en la Italia fascista. Y lo apoyaban Franco y los demás dictadores que le habían entregado los mismos privilegios junto con la protección de la moral cristiana, las buenas costumbres y la represión sexual. Este pacto fue el brazo armado del Antikomintern, cuya constitución ya anunciaba la guerra. Algo que no importó mucho al papa porque se limitó a proclamar la paz y mantener el statu quo. O lo que es lo mismo, mantener el nazismo, el fascismo, el salazarismo y el franquismo, cuando lo correcto hubiera sido declararles la guerra. Como hicieron Francia laica y republicana antes de ser derrotada, Gran Bretaña y los Estados Unidos. Todos los católicos europeos estaban apoyando al Tripartito. Franco, Salazar, Hitler, Mussolini…pero el papa, como siempre, a pesar de cabalgar junto a ellos marcaba sus distancias por si las moscas.

Su prudencia, su saber nadar y guardar la ropa, un arte exclusivo de la diplomacia vaticana, le salvó. Porque en junio de 1944 empezaba la invasión de Francia, un año después de que la católica y fascista Italia hubiera sido invadida y el fascismo proscrito.

Es este el único momento en el que un papa, cuando la derrota del totalitarismo estaba anunciada, por el éxito del  desembarco en Normandía , la liberación de Francia y por  la presión soviética desde el frente oriental sobre Alemania y Austria obligando a los ejércitos nazis a retirarse precipitadamente hacia sus fronteras alemanas, diciembre de 1944, cuando Pío XII se pronuncia a favor de la democracia como forma de Gobierno sin apoyar los principios en que se basa: los derechos y deberes fundamentales de los individuos, porque la Iglesia, como sociedad perfecta que se considera, se reserva, siempre, el derecho a adoctrinar e imponer su doctrina y moral, al margen de lo que digan las Constituciones y legislen los parlamentos. Pío XII apoya la democracia en los países liberados por los países no católicos, Estados Unidos y Gran Bretaña, y como última ratio para contener el comunismo.

No reclama la democracia, al contrario de lo que exigieron los aliados triunfantes en Potsdam,  para la España franquista, tampoco para el Portugal salazarista. Estas dictaduras militares y católicas, las únicas que quedaban en Europa occidental, se bastan para hacer frente al comunismo sin necesidad de tener que recurrir a la democracia. Y Franco hizo del anticomunismo su razón de ser, igual que el papa en esos momentos.

La democracia cristiana, la derecha, resurgía sobre las cenizas del fascismo bajo la inspiración, una vez más, de los valores cristianos y católicos. Por su vinculación con estos valores es por lo que se  autodenomina cristiana. No tienen nada que ocultar en cuanto a sus orígenes religiosos. Se podrían haber titulado democracia liberal, pero su ideología está más allá del liberalismo político, en el clericalismo autoritario. De momento tocaba simular la intromisión religiosa en los asuntos políticos porque el principal enemigo, no el único, pasaba a ser el comunismo. Franco que ya venía diciendo que el comunismo era el enemigo que legitimaba su Dictadura, y que no por ello restauró un régimen democrático, le sacó un buen partido al anticomunismo.

Juan XXIII en el contexto del Concilio Vaticano II volvió a referirse a la democracia como forma de gobierno, pero siguió sin mencionar lo que es fundamental en la democracia y está contenido en las constituciones sobre las que se construye: los derechos fundamentales del individuo y la soberanía nacional. La soberanía nacional nunca podrá ser reconocida por una iglesia totalitaria ni por un dios totalitario porque niega que el poder proceda de dios. Pero con estas maniobras de aproximación a la democracia el Vaticano volvía a poner en el eje de su diplomacia su teoría de la “accidentalidad de las formas de gobierno” e iniciaba un movimiento de integración en los Estados democráticos católicos liberados por los anglosajones. Ya lo había hecho con la IIª República española y con Austria. La cuestión era acomodarse en los nuevos Estados bajo la consigna del anticomunismo sin abandonar su antiliberalismo o ideología totalitaria.

La pregunta volvía a plantearse, ¿qué ocurriría si el comunismo caía? La respuesta coherente con la ideología católica no podía ser otra que, reforzada, en esta ocasión, por la derrota comunista pasarían a la ofensiva contra las libertades. Por qué, porque la lucha sigue planteada en términos ideológicos: democracia contra totalitarismo o teocracia; individuo como sujeto de derechos y por tanto libre o dios y familia autoritaria. Este enfrentamiento es inevitable porque, a pesar de todo, a pesar sobre todo de que el totalitarismo permanece vivo y activo en los valores morales que los individuos y ciudadanos tenemos interiorizados como tradición y cultura de masas, con el triunfo del constitucionalismo democrático la sociedad occidental dejó de ser cristiana o totalitaria. Y como en los tiempos de la Revolución francesa, el enemigo de dios, del clero, vuelve a ser la libertad.

Si entendemos por libertad el poder que cada individuo tiene para gobernarse, darse derechos y defenderlos, buscar su propia felicidad y sus placeres, pensar por sí mismo y tomar sus propias decisiones, estamos hablando de un desafío a dios porque él niega esta libertad. Pues trata de imponernos su voluntad y su moral. Pero, al servicio de quién? Sencillamente al servicio del estamento o corporación clerical, que pretende, como en la Edad Media instaurar un régimen teocrático mediante la imposición de una moral religiosa. ¿Quién colabora en esta tarea? Una vez más la derecha, pero en esta ocasión desde los partidos llamados democristianos o populares.

Y en esa batalla estamos actualmente. La democracia ,si la democracia es libertad laica y si la libertad es como antes la he descrito, poder laico de los ciudadanos, es un traje que vuelve a quedarle mal a la derecha democristiana. Una derecha en la que el autoritarismo, patriarcalismo, antifeminismo y homofobia permanecen vivos y a través de ellos la presencia e influencia del cristianismo en las mentalidades y psicología de la derecha y de las masas. Por triste que nos parezca.

La batalla han empezado a darla lanzando toda su infantería de primera línea con las manifestaciones contra el aborto y los anticonceptivos. Ya lo hicieron contra la IIª República cuando empezaron a movilizar sus ejércitos contra la separación entre Iglesia y estado, la enseñanza no religiosa, el matrimonio civil y el divorcio privándole del poder que su ideología represiva tenía sobre las masas. Pero detrás de estas manifestaciones contra el derecho de los individuos a decidir por sí mismos sobre su propio cuerpo está la batalla en la que reclaman para sí, para una institución corporativa, estamental y supra-individual, un derecho que, como todos los derechos, sólo podemos tener los ciudadanos: el derecho a la libertad religiosa.

Los derechos individuales sólo pueden pertenecer a los individuos porque toda constitución democrática que se preste se construye a partir de los derechos individuales y sería una negación del fundamento de la democracia y de la constitución conceder un derecho que ya tienen los ciudadanos a una organización supra-individual. Presume la derecha, y miente por ignorancia, paletismo y mala fe, de liberal y democrática. Y enmascaran la confusión que ellos mismos están creando proclamando, desde su carácter autoritario, que la cultura occidental tiene bases cristianas. ¿Cómo puede tener bases cristianas la cultura occidental democrática, anti-autoritaria, feminista y gay que exalta el placer por el placer como un derecho de los individuos? Cuando ya sabemos que sus fuentes ideológicas son católicas o cristianas y que éstas niegan las libertades individuales, el derecho al placer por el placer y a la autonomía del individuo frente a los dioses y el clero, porque entran en contradicción con el totalitarismo teocrático clerical o divino.

La civilización democrática occidental, como proclamaron los ilustrados y como ya ha quedado patente en este trabajo y en mi libro “Dios es de derechas”, por ser la afirmación del individuo y estar construida sobre las libertades individuales, es la negación de dios y de toda autoridad antidemocrática. Pero amig@s esta es la batalla. O los movimientos sociales que reivindican sus propios derechos permanecen atentos y en constante movilización o iremos viendo cómo la derecha, empujada y dirigida por el clero, nos va recortando las libertades individuales. Y todo para qué, para que la jerarquía clerical, que sabe que la libertad amenaza constantemente su existencia como corporación y poder, no se desintegre con el triunfo de la libertad y de la felicidad sexual.

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Javier Fisac Seco (Lokke) es Historiador, caricaturista, pintor 
 

 

 

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