Desde que el
Gobierno decidió reactivar la reforma de la despenalización
del aborto para transformarla en una ley de plazos, la
Iglesia española ha reaccionado promoviendo otra nueva
cruzada antilaicista tan injusta, furibunda y tremendista
como todas las anteriores. Y, enseguida, el PP se sumó con
armas y bagajes a la nueva cruzada antiabortista, para
excitar así un clima de crispación que prometía devengarle
pingües réditos electorales.
Hasta aquí, todo
lógico y normal, dentro del régimen energúmeno a que nos
tiene acostumbrados nuestra clase política, mediática y
episcopal. Pero en ésas estábamos cuando de pronto se han
añadido algunos nuevos elementos, ciertamente preocupantes.
Primero fue la
publicación en Irlanda del Informe sobre los Abusos a la
Infancia, que certificó la existencia de 25.000 víctimas
de agresiones pederastas por parte de eclesiásticos
católicos. Tan mayúsculo escándalo apenas si mereció
atención mediática en la católica España, y tampoco generó
respuesta oficial de la jerarquía eclesiástica. Pero sí que
hubo una respuesta oficiosa, pues el cardenal Cañizares,
desde la Curia romana, se permitió comparar esos abusos
pederastas condenados en Irlanda con la despenalización del
aborto que se debate en España. Y la comparación se produjo
en el sentido de satanizar el aborto como crimen contra la
vida por comparación a la pederastia, absuelta con tolerante
indulgencia. Una falaz equiparación que en seguida fue hecha
suya por el democristiano Mayor Oreja, candidato del PP a
las elecciones europeas. A lo que vino a añadirse un
comentario editorial en una revista eclesiástica patrocinada
por el episcopado español con el siguiente tenor literal:
"Cuando se banaliza el sexo, se disocia de la procreación y
se desvincula del matrimonio, deja de tener sentido la
consideración de la violación como delito penal". ¿Acaso la
Iglesia católica reclama la despenalización de la pederastia
sacerdotal?
Pues bien,
entremos en el debate analizando tan peregrina comparación.
La pederastia es hoy una de las perversiones que más
indignan a la opinión pública occidental, por lo que todos
los países han incrementado el rigor punitivo con que sus
códigos penales castigan este delito contra la libertad, la
intimidad y la integridad de los menores. A pesar de lo
cual, la hipocresía de nuestra cultura cristiana es tan
grande que toda nuestra imaginería mediática está atravesada
por la morbosidad pedófila.
Muchos anuncios
explotan la erotización de las niñas, el turismo sexual para
acceder a menores inermes es un negocio floreciente que no
conoce la crisis y hasta el propio Berlusconi, primer
ministro italiano, alardeade su harén de menores
mercenarias. A este respecto, el caso de la Iglesia católica
resulta paradigmático, pues a pesar de que oficialmente
condena la pederastia como pecado mortal, sin embargo, en la
práctica la incentiva subrepticiamente. Y esto lo hace con
un doble expediente.
Por una parte,
reprime y condena la práctica normal de la sexualidad libre
entre adultos, al aceptarla sólo dentro del matrimonio
heterosexual con fines reproductores, y aun eso sólo como
mal menor, pues proclama la castidad como ideal de santidad.
Pero al mismo
tiempo, la Iglesia católica (no así las protestantes)
consiente, tolera, encubre y absuelve la práctica de abusos
sexuales contra menores en sus propias instituciones
(colegios, seminarios, residencias), como válvula de escape
a su estéril exigencia de celibato eclesiástico.
Por lo que
respecta al aborto (interrupción voluntaria del embarazo),
todos los países occidentales lo han ido despenalizando en
los últimos lustros, sin más excepciones que ciertos
reductos católicos que se resisten a hacerlo por miedo
electoral a la coacción de sus episcopados. Una
despenalización que está plenamente justificada de acuerdo a
la filosofía del liberalismo político que inspira todas
nuestras Constituciones, amparando el derecho a disponer de
la propia vida que se le reconoce a cada ciudadano con plena
autonomía personal. Y como en el primer tercio del embarazo
el feto no es un ser autónomo, sino que depende
absolutamente del cuerpo de la madre para ser viable, es
ésta quien posee la plena capacidad de decidir si tenerlo o
dejar de tenerlo.
De ahí la
conveniencia de las leyes de plazos, comunes a todo
Occidente, que garantizan el derecho al aborto con plena
seguridad jurídica. Y tanto más cuanto la alternativa a la
ley de plazos, que es la despenalización bajo ciertos
supuestos, como la hoy vigente en España, es un coladero
permisivo que genera toda clase de abusos. Y esto los
juristas del PP lo saben muy bien, aunque se lo callen por
oportunismo electoral.
Entonces, ¿no hay
ningún denominador común entre pederastia y aborto, que
serían prácticas incomparables entre sí? Sí que existe un
punto en común, y es la indefinición de la frontera o umbral
de edades (entre 14 y 18) para consentir la pederastia o
decidir el aborto.
En el caso de la
sexualidad con menores, hace tiempo que los pedófilos
reclaman la rebaja de la edad legal a la que sus parejas
menores pueden consentir tener relaciones sin temor a que
los persigan a ellos por pederastia, pues se da la paradoja
de que en muchos países la edad legal del matrimonio civil
es inferior a la del consentimiento sexual.
Y en el caso del
aborto, también se da esta imprecisa o equívoca definición
en la edad de las embarazadas para decidir por sí mismas,
cuyo ejemplo más cercano lo tenemos aquí y ahora en España,
cuando se debate si las jóvenes entre 16 y 18, con mayoría
de edad para casarse o decidir ser intervenidas
quirúrgicamente, deben ser también libres para decidir entre
abortar o no abortar.
Pues la gran
pregunta que se plantea en ambos casos, el consentimiento a
las relaciones sexuales y la interrupción voluntaria del
embarazo, es ésta: ¿cuándo se accede a la autonomía
personal? Y nótese que hablamos de mujeres de 16 a 18 años,
fisiológicamente maduras desde edad muy anterior a la de sus
coetáneos varones (lo que explica la diferencia media de
edad en el momento de casarse).
Aquí aparece la
gran contradicción que afecta a la opinión pública española,
que si bien parece favorable a la ley de plazos, se muestra
renuente a que las jóvenes menores de 18 tengan libertad
para decidir sin el conocimiento y consentimiento de sus
progenitores. Y es que la reacción católica contra el
proyecto de reforma del aborto ha tenido la habilidad de
presentar sus objeciones no como un ataque contra la
autonomía personal de las jóvenes, sino como una defensa de
la patria potestad de sus progenitores. Y la sociedad
española se ha dejado aparentemente convencer, sin
preguntarse qué pasaría con las menores musulmanas que
quisieran abortar contra la oposición y el seguro castigo de
sus familias.
Pero no hay que ir
tan lejos, pues en materia de autoritarismo integrista, las
familias españolas del Opus Dei, de los Kicos o de
los Legionarios de Cristo no tiene casi nada que envidiar al
fundamentalismo musulmán. Lo cual entra dentro de la
tradición de la cultura católica, históricamente fundada en
el principio autoritario de la patria potestad: sea la
patria potestad del padre espiritual, el sacerdote que se
cree con derecho a disponer de la intimidad de los menores a
su cargo, o sea la patria potestad del latino pater
familias, que se cree con derecho a recortar la
autonomía personal de los hijos a su cargo, manteniéndolos
bajo su dominio sometidos a la dependencia familiar.
Enrique Gil
Calvo es profesor titular de Sociología de la
Universidad Complutense de Madrid.