Ateismo anti-ateista
Julio Herrera
Argenpress Cultural
29 de Junio de
2009
Aunque encuentro bastante
controversial la actual polémica pública entre creacionistas
y
evolucionistas y sobre
el socorrido “diseño inteligente” del Génesis de la Humanidad, siempre
he considerado los debates teológicos o religiosos como la manera más
estéril de perder el tiempo.
Porque yo no logro entender cómo es posible que a éstas alturas de la
vida, en pleno siglo 21, existan aún personas maduras y supuestamente
sensatas que se ocupen en discutir seriamente sobre las absurdas
supercherías teológicas.
Me parece que es deshonrar la polémica el polemiquear sobre esos
absurdos primitivos que hoy sólo subsisten en las mentes de campesinos
alienados, de monjas baturras y de aborígenes selváticos, evangelizados
con alevosía y fría premeditación, abusando de su ingenuidad e
ignorancia.
Y es que, aunque respeto las opiniones ajenas, considero sinceramente
que polemizar sobre la existencia de Dios es un vagabundaje intelectual,
semejante al de ocuparse en discutir sobre las tendencias sexuales de
los caracoles o sobre la veracidad de la existencia del “Papa Noel” o la
autenticidad de Mikey Mouse. Sin embargo, aunque estos personajes, tan
populares como ficticios, son simbólicos o representativos de la
sociedad de consumo, al menos son físicos, palpables. En cambio, la
obstinada creencia en la existencia de ése mito divinizado, en ése ser
etéreo, -tan arraigada que ya hace parte de las entrañas de los
teohólicos,- equivale a obstinarse en darle solidez a un gas intestinal.
Es cierto que muchos creyentes, fanatizados por la fuerza y pujanza de
su fe, lo logran, pero el resultado es bastante repugnante.¡Y sin
embargo lo adoran! Esto confirma aquello de que “Cada creyente hace a
Dios a su imagen y semejanza”.
Por eso considero que, en vez de tratar de obstinarnos en exorcizar con
el laxante del raciocinio a esos acerebrados teomaníacos, -que en vez de
materia gris solo tienen materia fecal,- los ateos racionales debemos
estimularles su estreñimiento intelectual... ignorándolos. Permanecer
marginalizados e indiferentes al estercolero religioso es la mejor
manera de conservarnos impolutos, incontaminados, racionales.
Por otro lado, aparte de que con obstinarse en refutar o combatir la
servil idolatría o idiotía religiosa sólo se consigue exacerbar el
fanatismo de los creyentes, considero que empeñarse en desmentir o
desenmascarar falsas verdades es tener ya fe en una verdad,... y
paradójicamente, la esencia de las religiones no es, precisamente la fe
en un dios, sino la fe en una verdad. De ahí que, irónicamente, el
ateísmo radical es sólo un ideal que hace de “su verdad” una religión. Y
es por eso irónico que el hombre reflexivo, y por ende ateo, que cree
descubrir diariamente nuevas verdades, se da diariamente –y
paradójicamente--, nuevos dioses, pues creyendo libertarse de las viejas
y nuevas religiones no logra sin embargo salir de su religión: la
religión de la verdad. Y eso, porque mientras el hombre crea que existe
una verdad, tendrá fe en ella, y toda fe es una religión. Y de profesar
la religión de la verdad a creer en la verdad de una religión sólo hay
un paso, ¡si acaso lo hay! No hay que olvidar que las verdades eternas,
como los dioses, no existen.
Un ateo auténtico no se ocupa en negar a Dios: simplemente lo ignora,
porque sabe que dedicarse a refutar o perseguir el deísmo o el
cristianismo, es decir el cretinismo religioso, es una manera imprudente
y sutil de cretinizarse, aunque sólo sea con la verborrea teológica o
religiosa. Además, el ateo combativo se convierte inútilmente en un
hereje imperdonable en una sociedad orientada y regida por los atavismos
y convencionalismos parroquiales. Por eso el ateo racional, es decir
rebelde a los convencionalismos sociales y a la promiscuidad ideológica,
debe ser un solitario y ocultar ante la mediocridad ambiente su ateismo
como todas las formas de superioridad personal.
Un ateo racional sabe que el desdén y la indiferencia ante las
religiones, como escudo o antídoto moral, es más fatal a ésas creencias
alienantes que la negación o la oposición total, porque al igual que en
el amor, es más insultante la indiferencia absoluta que el odio
absoluto. Dar la espalda a Dios y a la promiscuidad religiosa es el
blindaje protector contra esa auto-hipnosis idiotizante del sofisma de
la fe. Porque la negación de Dios es un entusiasmo que indica siempre
una fe, pero en sentido contrario; la indiferencia y el desdén no
indican nada, sino lo innecesario, la inanidad. El irreligioso
beligerante es siempre un creyente del lado opuesto, el indiferente no.
Los ateos militantes y radicales son los grandes apóstoles de la
negación. Por eso, de un ateo apasionado, fanatizado, es decir
irreflexivo por el fanatismo ateísta, puede llegar a hacerse un
creyente, pero de un indiferente, ¡jamás!
La idea de Dios no muere en nosotros sino en la medida en que nuestra
conciencia, -despojada o liberada de los dogmas religiosos y de los
paradigmas y convencionalismos sociales,- se hace más honrada y más
sincera y renuncia a continuar engañándose voluntariamente.
No es ya, entonces, nuestro desprecio por la farsa o la falacia
religiosa, sino más bien una especie de respeto propio, -es decir, de
dignidad-, lo que mata a Dios en el corazón del hombre honrado, -y
especialmente honrado consigo mismo,- ajeno y marginalizado de la
promiscuidad intelectual y moral de sus “semejantes”.
Los dioses son el consuelo de los espíritus débiles, infantiles o
mediocres, de aquellos que sufren de complejos de inferioridad o de
carencia afectiva. Aquellos que tienen necesidad de Dios es porque
esperan que Dios calme sus necesidades. Por eso el “amor de Dios” solo
es, para las almas cándidas o creyentes, una necesidad imperiosa y vital
de ser amadas por él.
Pero para los que en nuestra verdad relativa, es decir humana, dotados
de conciencias libres, analíticas, escépticas y reflexivas, ése dios de
baturros no es una necesidad, puesto que podemos prescindir de
él,...aunque en nuestro ateísmo racional admitimos que, en cambio, la
necesidad sí es un dios, un dios ineludible, puesto que ella rige y
dirige todos nuestros actos, toda nuestra vida.