El País
8 de Diciembre de 2009
España necesita una cultura de la
laicidad para mejorar la convivencia
nacional. Nuestra división ideológica,
cultural y moral constituye un reto para
aprender a resolver ciertos problemas de
forma civilizada. Los antagonismos
existentes pueden afrontarse de dos
maneras: mediante el enfrentamiento
cultural con implicaciones políticas que
refuerza el cainismo de las dos Españas
o a través de la deliberación ética y el
diálogo razonable que hagan posible
establecer la amistad cívica entre
ciudadanos con identidades diversas.
Hoy conviene retomar el discurso de
Azaña en el Ayuntamiento de Barcelona en
julio de 1938. En él recomendaba para el
futuro paz, piedad y perdón por "si
alguna vez sienten los españoles que les
hierve la sangre iracunda y otra vez el
genio español vuelve a enfurecerse con
la intolerancia y con el odio y con el
apetito de destrucción". Nuestro país
necesita darle cuerpo a una cultura de
la paz, la piedad y el perdón para
cerrar de una vez por todas la
crispación como medio de afrontar
nuestras discrepancias.
La cultura de la laicidad crea las
virtudes de tolerancia activa, libertad
de conciencia y diálogo intercultural e
interreligioso, y, por eso, debe
extenderse con mayor fuerza entre
nosotros. Pero el aprendizaje de la
laicidad no es fácil en un país que
lleva siglos enfeudado en dogmatismos e
intolerancias de diverso signo. Tenemos
que aprender a ser laicos, lo cual
requiere la predisposición previa a
ponerse en el lugar del otro. En este
sentido, Habermas ha afirmado que "el
reconocimiento recíproco significa que
los ciudadanos religiosos y laicos están
dispuestos a escucharse mutuamente y a
aprender unos de otros en debates
públicos". En esta misma línea, Norberto
Bobbio nos ha dado un gran testimonio de
civismo: "He aprendido a respetar las
ideas ajenas, a detenerme ante el
secreto de cualquier conciencia, a
intentar comprender antes de discutir, a
discutir antes de condenar".
Los antagonismos culturales e
ideológicos tienen entre nosotros varios
orígenes, pero quienes más han activado
en los últimos años el enfrentamiento
cultural y ético con claras
repercusiones políticas han sido la
Conferencia Episcopal y el sector
católico que sigue sus recomendaciones.
Sin embargo, no ha logrado impedir que
millones de católicos sepan distinguir
entre el seguimiento de Jesús de Nazaret
y la obediencia a los obispos en
cuestiones discutidas que no pertenecen
al núcleo de la fe cristiana.
Para intentar superar el enfrentamiento
existente me parece que es útil seguir
las recomendaciones de Habermas para ver
qué aprendizaje podemos realizar para
articular una cultura nacional de la
laicidad. La tolerancia activa es la
piedra angular, pues se basa en el
reconocimiento del límite de cada
identidad y en la apertura a los valores
positivos de otras identidades.
Los ciudadanos religiosos deben respetar
la autonomía del Parlamento y desechar
cualquier intento de eclesiastizar la
política y el ordenamiento jurídico.
Tienen que aprender a distinguir entre
ley y moral, pues las leyes tienen una
finalidad específica que las diferencia
de los imperativos éticos. Sería
conveniente que reconocieran el valor de
la moral autónoma. La libertad religiosa
no puede impedir el desarrollo de la
libertad de conciencia de quienes no son
religiosos.
En una sociedad que busca espiritualidad
y se plantea temas de fondo sobre la
vida y la muerte, resulta paradójico
contemplar cierta incapacidad eclesial
para desempeñar roles espirituales y
responder a preguntas metafísicas,
mientras algunos obispos se convierten
en guardianes de la recta política, la
correcta legislación y la verdadera
moral.
Los ciudadanos no religiosos también
tienen que aprender a ser laicos. La
proclamación de la identidad laica no
vacuna contra la intolerancia. El
fundamentalismo laicista es tan
rechazable como el integrismo religioso.
Por esto, Regis Debray afirma que hemos
de pasar de una laicidad de ignorancia o
desprecio del hecho religioso a una
laicidad de comprensión y reconocimiento
de las aportaciones de las religiones a
las culturas. Desde esta posición, se
entiende su defensa de una enseñanza
laica de la religión en las escuelas
públicas y su afirmación de que la
libertad religiosa es más que libertad
de cultos.
Hay que superar la concepción de la
religión como un asunto privado que no
ha de tener ningún papel en los debates
sociopolíticos y culturales en las
democracias. La religión es una cuestión
pública y las confesiones religiosas
tienen todo el derecho a participar en
estos debates. No debe despreciarse la
demanda de sectores cristianos de
incrementar la precaución moral a la
hora de legislar sobre algunos problemas
sociales. Ese mundo es plural y es de
justicia reconocer el rol positivo de
bastantes comunidades cristianas. Desde
la lógica de la laicidad, cabe apelar a
una apertura a aportaciones éticas de
las religiones, como hizo Aranguren, y
una mayor atención a la racionalidad de
las convicciones religiosas, como hace
Habermas.
El diálogo entre las diversas culturas
cívicas es escaso y este hecho tiene un
reflejo en el clima incivil en el que se
desarrollan las relaciones políticas.
Para revertir esta situación necesitamos
aprender la gramática de la laicidad.
Rafael Díaz-Salazar es
profesor de Sociología en la
Universidad Complutense y autor de
España laica.