Sobre laicismo y tolerancia
Teresa Maldonado Barahona.
UCR 19 de
Febrero de 2009
Aunque a primera vista pueda parecer lo
contrario, es una buena noticia para la convivencia democrática
que algunos jerarcas de la Iglesia católica conocidos por su
extremismo consideren el laicismo como una doctrina intolerante.
Con anterioridad a las últimas bravatas callejeras “Laicismo
intolerante” fue ya el título de un sermón en forma de artículo
del arzobispo Agustín García-Gasco (Las Provincias,
14-04-07). Como cualquier persona mínimamente informada sabe de
sobra, evidentemente están equivocados al afirmar que el
laicismo es intolerante, y lo están sea de forma interesada o
no: dejemos ahora de lado si sencillamente es falso lo que
afirman, o además mienten a sabiendas como bellacos
-indicios de sobra hay,
en todo caso, que apuntan claramente en una dirección.
La Iglesia (aunque no sólo ella) gusta de
proclamar una clara diferencia entre laicidad y
laicismo para afirmar después que la laicidad es algo
medianamente deseable, juicioso y moderado, mientras que el
laicismo sería algo indeseable, imprudente y extremista,
equiparable incluso a una suerte de “fundamentalismo laico” [sic]
y con un contenido explícitamente anti-religioso. Si entrar de
lleno en un debate que ya resulta tedioso, parece más sensato
concebir el laicismo como el movimiento ideológico partidario de
la laicidad, tal y como lo han defendido una buena cantidad de
autores. Las personas son laicistas en la medida que propugnan o
defienden la laicidad del Estado. Así, el laicismo
-y la laicidad que
procura- es la única
alternativa capaz de de posibilitar la convivencia dentro del
pluralismo moral y religioso. Es la garantía de la libertad de
conciencia, de creencia religiosa y de concepciones morales que
conviven en una sociedad plural. Defiende que todos los
ciudadanos son iguales ante la ley y que nadie puede ser
discriminado por motivos religiosos, igual que exige la
obediencia de todos a unas mismas leyes. Y es además una
conquista histórica -frente
a lo que suelen afirmar los prelados-
contra los monoteísmos: supone poner a las religiones en su
sitio. El laicismo, separando la Iglesia del Estado, la religión
de la política, distinguiendo el pecado del delito, surge en
Europa como respuesta a las guerras de religión, para proteger
la libertad de conciencia y el derecho a discrepar. Es decir, el
laicismo, producto del desarrollo de la idea de tolerancia,
es la posición que defiende la laicidad.
Locke, que contra lo que a veces se
piensa, no es una figura reivindicada de forma unánime por los
laicistas en la medida que no contempló en absoluto la
tolerancia para con los no creyentes y propugnó la libertad
religiosa pero no tanto la libertad de conciencia (que incluye a
aquella), se dio cuenta sin embargo de que la convivencia en una
sociedad con concepciones morales y religiosas plurales exige la
completa separación entre la Iglesia y el Estado. Hobbes, por su
parte, defendió la subordinación del poder religioso al civil y
reivindicó la prioridad de la política pura frente a aquella
religiosamente fundada. Hasta el siglo XVII se había considerado
indiscutible que la diversidad de criterio y la pluralidad moral
eran causa de discordia y desórdenes. A partir de ese momento, y
para poner fin a la sangría de las guerras de religión que
asolaban Europa, se fue construyendo la esfera pública a partir
de los rasgos comunes compartidos por toda la ciudadanía,
enviando a la esfera privada las diversas concepciones morales
(religiosamente fundadas o no: quienes no somos creyentes no
estamos desprovistos de convicciones) que nos diferencian y que
habían sido motivo de enfrentamiento. Ello supuso también el
reconocimiento, por parte de todos, de que nadie dispone de
criterios definitivos e indiscutibles a la hora de dilucidar lo
que está bien y lo que está mal desde el punto de vista moral.
Lo cual es diferente por cierto de defender el relativismo moral
del todo vale, como hacen algunos posmodernos o
multiculturalistas. La posibilidad y deseabilidad de una vida
común no basada en creencias comunes es el resultado histórico
de la implantación de la idea y la práctica de la tolerancia a
partir de los s. XVI y XVII en Europa, que costó no sólo sudor y
lágrimas, sino a menudo la vida, a sus defensores. Ni que decir
tiene que la oposición a la idea de tolerancia, causante de
persecución y muerte, vino de las religiones, incluida la
católica de forma señalada.
No hace falta retrotraerse hasta el s. XIX
y el beatificado papa Pío IX, autor del Syllabus,
increíble alegato contra las libertades de pensamiento, de
conciencia, de religión (libertades que llevarían, según él, al
caos ideológico, político, religioso y moral). Tampoco a aquella
otra encíclica de su antecesor León XII, Libertas
Praestantissimum, sobre la libertad y el liberalismo, en la
que el pontífice condenaba la libertad de expresión, defendía
que el Estado “debe profesar la única religión verdadera”,
rechazaba la libertad de conciencia, la libertad de cultos y “la
tesis de que cada uno puede, a su arbitrio, profesar la religión
que prefiera o no profesar ninguna”. Y no hace falta ir tan
atrás porque los últimos ocupantes de la cátedra de Pedro (¡ya
en los s. XX y XXI!) nos han deleitado con textos tan
extraordinarios como las encíclicas Fides et Ratio o
Evangelium Vitae, si bien publicadas en el pontificado de
Juan Pablo II, elaboradas ambas bajo la influencia del entonces
cardenal Ratzinger, hoy Benedicto XVI. Leyéndolas se llega a la
conclusión de que la defensa formal de la tolerancia y los
derechos humanos por parte de la Iglesia se dan sólo in
extremis y cuando a ella le conviene. La Iglesia
enarbola sin sonrojo ninguno, y con un desparpajo que desarma,
la defensa de las libertades si (y sólo si) le interesa para
mantener privilegios inmemoriales. Esgrime si rubor principios
que fueron -¡y son!-
ferozmente combatidos por la milenaria institución cuando se
trata de aplicarlos a ciudadanos que no comparten el credo ni el
magisterio católico.
¿Se ve entonces por qué es una buena
noticia que la Iglesia considere el laicismo como intolerante,
por muy equivocada que esté al hacerlo? Porque pretende
descalificarlo, desautorizarlo, invalidarlo… y para ello no
puede sino considerar que la tolerancia es un valor, algo bueno
que conviene promover y proteger. ¡Bienvenidos! ¡Más vale tarde
que nunca! Se trata de una poco publicitada pero gran victoria
del laicismo sobre la intransigencia religiosa y su inveterada
voluntad de dirigir tanto la vida pública y privada de toda la
ciudadanía como el mismo ordenamiento que ha de regular la
convivencia. Si concediendo el beneficio de la duda, lo cual no
es poco conceder en este caso, admitimos que la consideración
del laicismo como intolerante, por errada que sea, encierra una
valoración positiva de la tolerancia, parece que puede haber una
mínima esperanza de sensatez en medio de tanto despropósito. Tal
vez estemos en el comienzo de la comprensión y aceptación
eclesiástica de que su lugar de magisterio son los púlpitos, su
audiencia los creyentes y de que nadie pretende que los
católicos no vivan conforme a sus creencias. Que sean tolerantes
y acepten que los demás vivamos según las nuestras. Y que lo
hagan, a ser posible, antes de que pasen cuatrocientos años.
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Teresa Maldonado Barahona es
profesora de Filosofía y pertenece a la Asamblea de Mujeres de
Bizkaia.
Este
artículo fue publicado en euskera en
Berria,
17/01/2008