Antonio Álvarez de la Rosa
La Opinión de Tenerife 26 de
Enero de 2009
Podía
haber sido un mal sueño, pero estaba muy
despierto, expectante ante el televisor, como
cientos de millones de seres humanos,
contemplando la ceremonia del juramento de
Barack Obama como presidente de los EE UU. Sabía
que lo haría con una mano apoyada sobre la
Biblia, pero no que un sacerdote cristiano
ocuparía un espacio relevante para servirle de
puente con un dios protector de su acción civil.
Imaginé, en ese momento, qué hubieran pensado
los ciudadanos de mi país si, delante de los
leones del Congreso de los Diputados, el
presidente de la Conferencia Episcopal o el
representante de los pastores evangelistas o el
mandamás de la religión musulmana hubiesen
invocado a Dios o a Alá para que amparase al
nuevo presidente del Gobierno de España. En ese
mismo sentido, ¿cómo reaccionarían los
franceses, ingleses, alemanes, etcétera, si
cualquier credo religioso sirviera de pórtico a
la toma de posesión de sus representantes ante
todos los ciudadanos, los creyentes, los no
creyentes y los mediopensionistas en cuestiones
fe? Como casi todos, no soy inmune a los
mensajes de esperanza, a los anhelos de cambio
que viene inoculando Obama -el mundo los
necesita, desde luego- desde que tuvo acceso a
los medios de comunicación. Sin embargo,
mantengo el ojo crítico, porque no observo en
sus declaraciones y tampoco en su discurso de
toma de posesión un programa político concreto.
Acabar, por ejemplo, con el horror judicial y
humano de Guantánamo y con el ejercicio de las
torturas es, sencillamente, acatar la
legislación, la nacional y la internacional.
Cumplir con los compromisos ecológicos y ponerle
freno a la barbarie financiera es, también, lo
menos que se puede pedir. Echo en falta, no
obstante, una defensa del Estado como garante de
los desmanes del mercado. En ese sentido, lo
único que cabe esperar es el trecho que irá de
sus deseos -seguramente, reales- a la práctica.
La primera decepción -espero que la última
dentro de sus posibilidades- ha sido una
muestra, a escala mundial, de su antilaicismo.
La laicidad de la res pública es una de las
conquistas más señeras de nuestra modernidad.
Ser laico practicante significa respetar las
creencias religiosas de cada uno siempre y
cuando no interfieran en la vida de quienes
creen otra cosa o en nada creen. Sin laicidad no
puede existir una democracia pluralista, es
decir, apoyada en la tolerancia. En Francia
costó más de un siglo conseguir la Ley que
ampara la separación entre la Iglesia -cualquier
iglesia- y el Estado. La Ley de 1905 fue
producto de la Revolución francesa de 1789,
porque consagró al individuo -no a las
comunidades, sectas o grupos- como la pieza
esencial de la República. Algunos países como
España no han llegado aún a esa modernidad,
porque siguen sonando oscuros clarines
clericales que tratan de confundir a la
ciudadanía, asimilando el laicismo con el
anticlericalismo o con una guerra contra las
religiones. En EE UU el peso de la fe es
determinante, como se demuestra cada vez que hay
una elección democrática. Hay que recordar que
el propio presidente Obama, durante la campaña
de las primarias, se vio obligado a abandonar la
iglesia a la que pertenecía, pues su pastor
pronunciaba sermones incendiarios que podían
quemarle muchos votos posibles. En Los sueños de
mi padre (ed. Almed, 2008), una especie de
autobiografía, Obama cuenta cómo su identidad
siempre estuvo umbilicada con la religión y
cómo, tras ser agnóstico, se convirtió tras
escuchar un sermón. Desde el punto de vista
individual me parece muy bien que una persona
encuentre en la fe el camino de su felicidad,
que sus sentimientos religiosos sean una de las
claves de su vida. Sin embargo, cuando se
representa a todos, la creencia personal debe
quedarse en la intimidad y no estamparla en la
cara del planeta televisivo.