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¿Eutanasia? Muerte y vida dignas
 

Alfonso Ramírez

 

 

 

bottup.com 3 de Febrero de 2009
 

 

 

Cualquier reflexión sobre “una muerte digna” -salvo que hagamos trampas- implica una reflexión sobre la propia vida, sobre la propia muerte y sobre nuestra concepción de la dignidad. También sobre las de nuestros seres más queridos, ya que podemos vernos obligados a tomar determinadas decisiones que les atañen. Por hacer trampas entendemos no comprometernos personalmente con las preguntas, bien mediante el uso puramente formal de argumentos racionales o bien mediante la adscripción incondicional a sistemas de pensamiento (ideologías o religiones) que resuelvan el problema por nosotros.

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Si queremos una vida digna debemos evitar que se nos imponga una muerte indigna

 

Cuando no se sabe qué hacer en una situación que es nueva, dolorosa y en la que nunca se ha querido pensar es posible sentirse indefenso y tender a delegar las decisiones; o sea, se puede ser muy manipulable.

 

Hablar sobre la muerte nunca resulta fácil y mucho menos decidir. Su concepto está envuelto en una malla de tabúes y prejuicios que entorpecen el diálogo. Sabemos qué hacer con nuestros muertos y con sus deudos, pero no cómo hablar sobre la muerte. A veces, sólo pensar en ella ya produce un temor irracional. Un ejemplo de ello es lo que en Andalucía llamamos “repeluco”, esa combinación de miedo y aversión que nos defiende de pensar o hablar sobre el tema que lo provoca.
 

Si tenemos la suerte de que la muerte no se presente prematuramente en nuestras vidas, “el repeluco” puede mantener su idea lejos de nosotros durante un tiempo. No pensamos, no nos preocupamos, no decidimos, no nos formamos una opinión, pero a cambio nos hacemos muy vulnerables. Cuando no se sabe qué hacer en una situación que es nueva, dolorosa y en la que nunca se ha querido pensar es posible sentirse indefenso y tender a delegar las decisiones; o sea, se puede ser muy manipulable.
 

En otra época éramos candidatos a ser manipulados por la administración religiosa (el alma pertenecía a Dios), aunque hoy es más probable que lo seamos por la administración sanitaria (¿a quién pertenece el cuerpo cuando ingresamos en un hospital?). Probablemente morir hoy no sea igual en Navarra que en Andalucía, en un hospital público que en uno privado. Por ello hay que insistir en nuestra responsabilidad individual, sólo sin la cual podemos ser manipulados.
 

Otra cosa es cumplir la ley. Que nos veamos obligados a acatar leyes y costumbres que no compartimos no significa que nos manipulen, más bien que estamos en minoría. Pero las costumbres pueden cambiar y las leyes, en las sociedades democráticas, también por deseo expreso de la mayoría.

 

Aunque no pensemos en la muerte, un día, como otro cualquiera, nos visita y luego ya no deja de rondarnos. La afirmación puede parecer tétrica, pero vida y muerte forman un binomio indisoluble por más que lo queramos separar y olvidar. En esas visitas siempre se lleva a alguien querido proporcionándonos la experiencia concreta de la muerte próxima y del duelo. Cada cual vive ese proceso a su manera, pero casi todos hemos sufrido el dolor de la separación definitiva como una amputación, hemos experimentado ese punto en que la vida todavía se resiste a la pérdida, en el que llora aferrándose a ella como si sufriendo pudiera retenerla, el periodo posterior en que la pena se remansa depositándose en fibras más íntimas del corazón -o del alma, diría, si no fuese agnóstico- y aquel en el que la ausencia se filtra a nuestro interior dándonos la sensación de que comenzamos a dejar de ser de dentro a fuera. El duelo nos transforma y suele enseñarnos algunas cosas sobre la vida, quizá nos prepara para la propia muerte, aunque sobre ella es difícil saber nada de antemano.

 

Concluido el proceso, podemos o podríamos hablar de la muerte sin tantos prejuicios, si nos quedaran ganas.

 

Por último hay que enmarcar estas reflexiones en el contexto de la dignidad, ya que, en su ausencia, la vida y la muerte humanas carecen de sentido. La dignidad es lo más básico que tiene el ser humano, es el derecho más elemental de la humanidad. No deberíamos olvidar que implica la inviolabilidad del cuerpo, lo que excluye intervenir sobre él sin consentimiento, y de la mente, que excluye la manipulación. Para tocar a un señor había que pedirle permiso, no así a un siervo o a un esclavo. ¿Qué clase de democracia deseamos: de siervos o de señores?

 

No deberíamos olvidar que la dignidad  implica la inviolabilidad del cuerpo, lo que excluye intervenir sobre él sin consentimiento, y de la mente, que excluye la manipulación.

 

La dignidad se adquiere por el hecho mismo de nacer humano, pero además podemos cultivarla y acrecentarla, también luchar por ella sin intentan arrebatárnosla, algo que desgraciadamente también puede ocurrir en el último tramo de nuestra vida o de la de nuestros seres queridos. ¿Cómo? Educando a los niños y a las niñas en el respeto por ellos mismos, que implica cumplir con lo que uno cree, con lo que uno dice -“la palabra dada”- y con lo que uno hace -“asumir las consecuencias de los propios actos”-, eso los hace más fuertes y más dignos. Pero no se trata sólo de enseñarles a ser buenos chicos y buenas chicas, cumplidores y obedientes, también hay que educarlos en la rebelión y en la resistencia justas, en impedir activamente que nadie atente contra su dignidad. Esas cosas son las que ayudan a vivir una vida digna y a afrontar la muerte con dignidad.

 

Si queremos una vida digna debemos evitar que se nos imponga una muerte indigna. ¿Quién puede decidir sobre un asunto así si no es uno mismo? ¿Acaso pertenece la vida al estado, a la religión, a los políticos o la administración sanitaria? La ley tiene que limitarse a garantizar que cada uno -cuando hay voluntad expresa- y su familia -cuando no la haya- decida la forma más adecuada, más digna, de irse de este mundo y de acompañar esa partida, con todo el asesoramiento médico, psicológico, religioso que se quiera, pero sin sustituir a los protagonistas. Para unos consistirá en arrepentirse de sus culpas en la intimidad o ante un sacerdote soportando estoicamente el dolor, mientras que para otros será intentar despedirse plácidamente ahorrando sufrimientos a uno mismo y a los demás. Ante esas decisiones sólo cabe guardar silencio y respeto.

 

 

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