El Perriódico 9 de Febrero de 2009
En Italia
se ha desatado un enfrentamiento
institucional a raíz de la
sentencia del Tribunal Supremo
que, a petición de la familia,
permite dejar de alimentar a
Eluana Englaro, en coma desde
hace 15 años y mantenida
artificialmente con vida. El
Gobierno de Silvio Berlusconi,
con el apoyo y la presión del
Vaticano, pretende cambiar las
normas para impedir que se
cumpla la sentencia. Y el Jefe
del Estado, Giorgio Napolitano,
lo veta, probablemente, porque
la pretensión del Gobierno es
una intolerable intromisión en
las funciones del poder
judicial, con la que se pretende
cambiar las reglas del juego
mientras se va perdiendo el
partido, para ganarlo.
La cuestión podría parecer una
salida antidemocrática más de
Berlusconi, pero el apoyo
explícito del Vaticano la
inscribe en la oposición de la
jerarquía católica a humanizar
el proceso de la muerte, que
también pretende imponer en
otros países, incluida España.
LOS
AVANCES de la medicina permiten
intervenir en el proceso natural
de la muerte, incluso
deteniéndolo, por ejemplo,
durante el tiempo necesario para
la extracción de órganos
destinados a un trasplante. Esta
concepción del paso de la vida a
la muerte como un proceso en el
que la medicina puede intervenir
cada vez más, es la que hace que
ya no se utilice el término
eutanasia para situaciones que
antes recibían esta
denominación. Así, hoy se
consideran más correctamente
como eutanasia solo aquellas
situaciones en las que
directamente se pone en marcha
el proceso que lleva a la
muerte, cuando esta todavía no
es naturalmente inmediata, ni
siquiera próxima. Son los casos
que, como el de Ramón Sampedro,
suscitan un mayor debate social
y jurídico en el que no voy a
entrar ahora.
En cambio, retirar medios
extraordinarios de mantenimiento
artificial de una vida que no
existiría por sí misma de forma
independiente, –históricamente
denominado eutanasia pasiva–, no
equivale a causar la muerte
directamente, sino meramente a
dejar que el proceso natural de
la misma, ya iniciado, siga su
curso. De la misma forma que
aliviar el sufrimiento de ese
mismo proceso mediante
tratamientos del dolor –lo que
aún se conoce como eutanasia
indirecta– tampoco causa una
muerte que ya es próxima, aunque
pueda, eventualmente,
adelantarla. En el primer caso,
se retira un tratamiento inútil;
en el segundo, se tratan el
dolor y el sufrimiento.
A propósito del caso de Eluana,
un representante del Vaticano
decía hace pocos días en
televisión que los hombres no
pueden interferir en la voluntad
divina sobre la duración de la
vida humana, y que, por ello,
hay que seguir manteniendo
artificialmente la vida de esta
mujer. Hay algo que no cuadra en
esta voluntad de no interferir
en lo natural cuando, al mismo
tiempo, se exigen medios
artificiales para controlar o
evitar lo natural. Si es
condenable alterar el designio
superior sobre la vida, todos
podemos caer en ese error. Por
lo tanto, en el caso de Eluana,
tanto pueden interferir quienes
pretenden retirarle la
asistencia mecá- nica, como
quienes pretenden mantenérsela.
Eluana no goza ya de vida
independiente. No vive por el
funcionamiento de sus órganos,
sino porque estos son inducidos
artificialmente a funcionar.
Obviamente, los tratamientos
médicos actuales han prolongado
la esperanza de vida de todos
nosotros evitando la enfermedad
o eliminándola, sin que ningun
principio religioso se oponga a
ello. Pero aquí la medicina no
puede hacer nada para que la
vida siga de manera natural,
solo puede alargar el proceso de
la muerte que la propia
naturaleza ya ha comenzado. En
esta situación, ¿quién se opone
más al proceso natural de la
muerte que, para la fe católica,
está en manos de Dios?
Personalmente, no tengo duda de
que quien lo hace es esa
intervención extraordinaria de
la medicina apoyada y exigida
por la jerarquía católica.
Curiosamente, quienes más se
oponen a la interferencia humana
en la muerte son quienes más se
esfuerzan en exigir una
intervención médica
extraordinaria que la impida.
Tampoco dudo que existirán
complejos argumentos teológicos
para rebatir lo que digo. Pero,
al final, siempre presuponen o
reconducen a la fe: se cree o no
se cree, porque, al fin y al
cabo, en eso consisten las
religiones.
POR TANTO,
como tantas veces se ha dicho,
no se trata de rebatir las
creencias, sino de rechazar que
se impongan a quien no las
tiene. Cuando, para imponerlas,
la Iglesia católica apela a “la
verdad”, absoluta y natural que
solo a ella le ha sido revelada,
no hay forma humana de que
admita que puede haber otras
verdades o incluso, que no
existe ninguna verdad absoluta,
porque, si lo hiciera, dejaría
de ser una organización
religiosa.
Nadie exige que lo haga, ni
siquiera que renuncie a
manifestar su opinión en el
proceso de elaboración de las
leyes. Incluso puede admitirse
que, como organización social,
aspire a incidir en sus
contenidos, por mucho que sus
presiones resulten extenuantes,
desproporcionadas y opuestas del
modelo laico de Estado que
consagra la Constitución. Pero
una cosa es incidir en la
elaboración de las leyes, y
otra, impedir que se apliquen
una vez aprobadas o, incluso,
poner en crisis el sistema
democrático de división de
poderes como acaba de ocurrir en
Italia.