Sobre
todo si el paradigma político del Estado donde suceden estos
fenómenos “paranormales” prima al bando de Rouco y sus
hermanos frente al despuntar del magro colectivo de
sedicentes laicistas y antimonárquicos. Porque para ser
normal, como corresponde a una democracia experimentada,
nadie debería ser privado de su libertad por proclamar en
negativo su ideología en la vía pública, y ningún alto
representante de un partido de izquierdas necesitaría
celebrar a un dirigente de la Cruzada que provocó una guerra
civil con cerca de un millón de muertos y una cruenta
dictadura de casi 40 años.
Foucault hubiera entendido enseguida esta escena como una
manifestación más del panóptico del poder, esa patente de
corso para “vigilar y castigar” que no sólo permite la
dominación sino que disciplina al cuerpo social entre
cuerdos y errados, según sea la dimensión y el calibre de su
disidencia. Al alcalde Juan Alberto Belloch, hijo de un
gobernador civil de Franco, ex juez y por tanto hombre
puesto en normas y quebrantos, se le supone trigo limpio, un
tipo cabal, en le devocionario oficial. Su actuación está
acorde con la conducta establecida y comparte esa senda
andrógina del pensamiento único tan ventajosa para acumular
sexenios en el cargo. Sin embargo, la persona que exigió
fecha de caducidad para la monarquía no es más que un pobre
sujeto, alguien digno de la reprobación popular, por
desviado, atrabiliario y aguafiestas. Y de hecho así se le
ha sentenciado, a decir de la nota policial que se facilitó
a los medios de comunicación. Sólo un pirado podía haber
perpetrado semejante desatino. Era un loco, dijeron, víctima
de una descompensación farmacológica. Aunque bien mirado y
por la lógica del último descarte, ante un blindaje
constitucional que convierte al monarca en jurídicamente
irresponsable e inmune frente al resto de los mortales, a un
refractario comprometido apenas le dejan más opción que
bramar por la real abdicación vital.
Como
en los relatos más personales de Julio Cortazar, ambos
sucesos, distintos y distantes, aúnan identidades que sus
propios protagonistas jamás habrían imaginado. Elementos
compensatorios que, como el ideal del equilibrio general en
la economía de mercado, se presuponen en toda sociedad
jerarquizada que se precie. El gesto del regidor venía en la
práctica a redimir el agravio de un cestón de premios Goya
de cine concedido a la película Camino, filme donde se
fabula sobre los aquelarres con que la “santa mafia”
entroniza su misión por la “gracia de Dios”. Y el veredicto
del altercado, por su parte, servía para confirmar que sólo
un auténtico trastornado podía poner en duda la saga azul
sobrevenida del dedazo de aquel otro caudillo por la “gracia
de Dios”. Dos por el precio de uno y trino en persona: Rouco
y sus hermanos políticos, los chicos de la cruz y el
crucifijo en los juramentos de cargos públicos. Un auténtico
choque de civilizaciones metabolizado como una lavativa.
Porque, como la clásica obra de Marc Bloch, Los reyes
taumatúrgicos, de lo que se trata al final es que los buenos
ciudadanos que votan, pagan sus impuestos y obedecen, no se
defrauden y tengan la completa seguridad de que siempre
tendrán a sus representantes para lo que (ellos) gusten
mandar. Reyes y autoridades taumatúrgicos, curanderos
sociales, como en el feudalismo ahora redivivo por la
“gracias de Dios” y del PSOE.
Al fin
de cuentas querer es poder y los socialistas en el gobierno
quieren, pueden y actúan en consecuencia. Han tardado, pero
al final se han dado cuenta de que el verdadero poder en la
derecha estriba en la Iglesia y no el Partido Popular. Es la
tropa de las sotanas y los hisopos la que puede movilizar a
su santo y seña un millón de personas sobre Madrid y no los
aseados pilaristas y gentes de buen vivir de Génova 13. Por
eso el think tank socialista ha rediseñado su hoja de ruta,
a fin de poder vadear la crisis haciendo guiños a los
obispos y dejando a Garzón la responsabilidad de dinamitar
la cueva de Alí Babá de los dirigentes conservadores, aunque
a medio plazo su deflagración pueda erosionar los pilares de
todo el sistema. A cambio, el Altar, con el visto bueno del
Trono, recibe el nihil obstat para una nueva Torreciudad
junto a viaducto madrileño y coloca al pio Carlos Divar en
la cúpula del Consejo del Poder Judicial. Ya dijo el rey
Juan Carlos que Zapatero era un hombre recto, y luego doña
Sofía confesó a la periodista Pilar Urbano que no tragaba el
matrimonio entre homosexuales. Derecho en renglones
torcidos.
Ese
pragmatismo a corto plazo (rojos por fuera y verdes por
dentro) es lo que permite al gobierno una extraña y rentable
recluta que se traduce en un efecto placebo en las filas
enemigas sin demasiado coste político entre su cantera. Se
combinan progresos en el campo normativo, poniendo los
códigos a la hora de la realidad social, tipo medidas como
educación para la ciudadanía y legalización en materia de
igualdad de género, al mismo tiempo que capitulan ante la
feligresía en derechos fundamentales y pastelean con los
poderes carismáticos y celestiales. Con Felipe González el
PSOE descubrió a la guardia civil y ahora la bicefalia de
Zapatero & Botín ha descubierto el capital simbólico de
Rouco y Cía. La involución está servida. Se detiene a un
ciudadano aplicando abusivamente el artículo 485 y ss. del
llamado código “Belloch” (fue el ex ministro de justicia
quien en 1995 pilotó la reforma penal para blindar
jurídicamente a la corona) y se hace publicidad
institucional al más alto nivel de la catolicidad del Estado
en contra de lo que dispone el artículo 16,3 de la
Constitución vigente. Al mismo tiempo en que el PSOE ganaba
el norte en las recientes elecciones vascas, en un escenario
electoral jibarizado por la Audiencia Nacional al anular la
participación política de la izquierda abertzale, Ferraz
descubría su Camino y perdía el rumbo. Una realpolitik que
se pone toda su carne en el asador cuando el partido en el
gobierno monitoriza con retórica populista la primera gran
crisis del capitalismo del siglo XXI mientras la aborda
desde las posiciones y los intereses de los reyes, ricos,
líderes y poderosos. Moncloa bien vale una misa.