Hace un año, quienes estamos a favor
de la eutanasia y del derecho a morir dignamente podíamos alegrarnos al leer en
el programa electoral del PSOE su voluntad de promover “la creación de una
Comisión en el Congreso de los Diputados” en orden a hacer realidad “el derecho
a la eutanasia y a una muerte digna”. Sin embargo, hace escasos días, el 11 de
marzo pasado, hemos conocido que el Congreso de los Diputados ha rechazado con
los votos del PSOE una propuesta de ley sobre la disponibilidad de la propia
vida. Es decir, que tampoco tendremos en esta legislatura una ley de eutanasia.
Una
vez más, han surtido efecto las presiones de la derechona ideológica sobre el
Gobierno de todos los españoles. Curiosamente, esa derechona se opone a la
eutanasia invocando la defensa de la vida (como si los demás estuviésemos a
favor de la muerte) y la dignidad intrínseca de las personas (como si los demás
quisiéramos su indignidad). Sin embargo, más allá de sus planteamientos
capciosos, no solo no tiene reparos en considerar digno que Eluana Englaro
debiera pasar en estado vegetativo sus últimos 17 años de vida, sino que sus
propios padres asistieran día a día a semejante indignidad,
Esa derechona política, ideológica,
moral y mediática (piénsese, por ejemplo, en esa mole ciclópea que constituye en
Italia el entramado político de Berlusconi y Ratzinger) defiende
que, aunque alguien exprese su voluntad firme y clara de morir, y rechace la
prolongación de su vida en determinadas condiciones, el derecho sobre la vida no
le pertenece a esa persona (implícitamente, se está diciendo que Dios es el
único que tiene el derecho sobre la vida y la muerte de todos y de todas, aunque
muchos de ellos no sean creyentes o practicantes de religión alguna).
Sin embargo, la dignidad de una
persona existe solo si se reconoce y se ejerce, y son los otros quienes hacen
digna o indigna a esa persona. La Organización de las Naciones Unidas reconoció
en diciembre de 1948 que “todos los seres humanos nacen libres e iguales en
dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben
comportarse fraternalmente los unos con los otros” (art. 1). Pero de nada sirve
esta declaración si después se afirma desde determinados poderes que Eluana
Englaro o Ramón Sampedro no pueden elegir vivir y morir con dignidad,
o se guarda silencio ante una guerra preventiva que lleva a cientos de miles de
inocentes a un vivir y un morir indignos.
La dignidad de una persona se ejerce
desde la libertad, desde la razón y desde la conciencia, tal como declara la
ONU, y nadie tiene derecho a usurpar a otro su libertad para vivir y morir como
desee. Nadie tiene la potestad de privar del derecho a morir dignamente en
nombre de una dignidad abstracta de una persona abstracta. Es hipócrita montar
enormes campañas contra la eutanasia en nombre de la defensa de la vida y a la
vez no mover ni el dedo meñique contra la carrera de armamentos, los arsenales
nucleares, la contaminación planetaria o la muerte cada año de decenas de
millones de seres humanos por hambre y por miseria. Pero la derechona es así:
cuando le conviene, arma la mundial contra el derecho a morir dignamente, pero
cuando le ha convenido otra cosa, ha justificado y perpetrado quemar en la
hoguera, encarcelar, fusilar y torturar a seres humanos opuestos a sus dogmas
ideológicos y a sus intereses de poder.
No existe una única moral, común a
todos los seres humanos, que se deba imponer como universalmente obligatoria y
directamente vinculada con la naturaleza humana. De ser así, todos tendríamos la
misma moral, pero, por el contrario, podemos comprobar que muchas normas morales
han ido variando según las épocas, los pueblos y las culturas.
Toda
moral debe fundarse en la voluntad de coherencia con las normas éticas de cada
persona y de cada grupo social. Precisamente en base a esta voluntad de
coherencia, los países del mundo acordaron establecer un código ético básico y
universal, condensado en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Tal
Declaración no tiene un origen o un fundamento divino y tampoco está subordinada
a ningún otro código moral superior. Es más bien la realización concreta e
histórica de una trascendental conquista de la humanidad: el acuerdo de los
derechos fundamentales de todos los seres humanos, que las naciones del mundo
firmantes se proponen reconocer e ir haciendo realidad
Hay
seres humanos, probablemente muy amantes de la vida, que deciden morir, con
plena conciencia, con suma libertad, también con una gran quietud de ánimo.
Consideran que sus días deben acabar y desean un final tranquilo, digno,
apacible. A esas personas que deciden libremente bien morir no les merece la
pena mal vivir. Respetemos su derecho y su libertad. Ningún partido político,
gobierno, grupo, asociación o confesión religiosa deben impedir ese derecho y
esa libertad, en los que entra en juego nuestra propia humanidad
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Antonio
Aramayona es profesor de Filosofía y colaborador
semanal desde hace más de trece años en "El Periódico de
Aragón"