Atardeceres Sangrientos
Emilio del
Barco
UCR
13 de Abril de 2009
Las doctrinas, unas en el pasado y otras en
el presente, han justificado siempre los sacrificios que
pudieran hacerse a la mayor gloria de sus respectivos dioses.
Con ello, no se busca tanto la solución de los problemas, cuanto
la glorificación de los dioses invocados. En las religiones
precolombinas de Sudamérica, quien muriese víctima de un
sacrificio ritual, ocupaba el mismo lugar en el cielo que los
guerreros muertos en la batalla, o sea, preferente. Si se mata
en nombre de Dios, la muerte está justificada. Al partir hacia
la guerra, los sacerdotes bendicen las tropas y armas de su
pueblo. Pero, según la Biblia, ‘quien ofreciere sacrificios a
otros dioses, y no sólo al Señor, será muerto. ‘Añadiendo, para
mayor seguridad: no olvidemos el gran número de santos que,
matando infieles, conquistaron su santidad; al considerar que
los no fieles son enemigos de su religión. ‘Quien no está
conmigo, está contra mí.’ Las reglas bíblicas, respecto a la
valoración de las vidas, son elásticas. Se adaptan al creyente,
según convenga. San Luis de Francia o San Fernando de Castilla,
podrían servir de ejemplo a este tipo de santos matamoros. ¿Qué
otra cosa sino ‘guerras santas’, calificadas como cruzadas,
incluida la Guerra Civil Española de 1936-39, han sido tantas
guerras, donde uno de los bandos dijera batallar en defensa
de la fe? De su fe concreta, por supuesto. Siguiendo tal
doctrina, podríamos afirmar que el camino a la santidad,
podría igualmente ser recorrido, triunfalmente, dentro del
Islamismo, el Siquismo, Sintoísmo, Judaísmo, etc. Diríamos que,
quienes mueren luchando en defensa de su religión, conquistan
la condición de mártir, adquiriendo derecho a un lugar destacado
en el Cielo, en su particular cielo, sin importar su vida, ni,
por supuesto, su religión.
La extensión del Cristianismo en América,
tampoco necesita explicación. Donde llegaron los ingleses,
impusieron su religión, igual que hicieran los españoles en
tierras conquistadas por ellos. Otro tanto aplicaron franceses,
portugueses, holandeses, y cuantos llegaron. No hubo excepción;
la cruz y la espada fueron siempre compañeras. Las doctrinas,
unas en el pasado y otras en el presente, han justificado los
sacrificios, siempre que pudieran hacerse a la mayor gloria de
sus respectivos dioses. Los trajes a la medida, se adaptan mejor
al cliente. Los débiles, los inermes, carecen de derechos, en
cualquier civilización.
En este contexto, la calificación de
mártires es común. Jehová, Iahvé, como Señor de los Ejércitos,
no es muy ajeno al concepto guerrero de los dioses. El Éxodo
repite: ‘No guardes amistad con los habitantes de la tierra que
te daré,...destruye sus altares, rompe sus estatuas, arrasa sus
bosques sagrados...’ ‘... no adores a ningún dios extranjero. El
Señor tiene por nombre Celoso. Quiere ser amado Él solo’.
Los más antiguos libros de la Biblia,
aceptan un Dios guerrero. Abraham recibió, de Dios, la promesa
de que su descendencia poseería las ciudades de sus enemigos.
Podría deducirse que, cultivar enemigos, es una ocupación
rentable.
Si, tales fieles, fuesen los habitantes
del Cielo, se explicaría fácilmente el color sangre de algunos
crepúsculos. Emilio del Barco. 12/04/09.
emiliodelbarco@hotmail.es
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