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No consiento que se hable mal de Franco en mi

 presencia. Juan  Carlos «El Rey»   

 

 

Aprender a morir. De Gandhi a Berlusconi

 

Hernán González G.

La Jornada 18 de Febrero de 2009

 

Era bajito, musculoso y largo; de una suavidad de trato que algunos confundían con mansedumbre. Su presencia imponía por la oscuridad de su pelaje pero conquistaba con la dulzura de sus ojos. Recobraba pelotas como si salvara vidas, y la suya, como la de tantos seres, se fue apagando conforme el tiempo transcurrió.

Hace dos semanas aún intentó correr tras una bola, pero sus extremidades antes fuertes ya no respondieron. Luego se negó a caminar y por último dejó de comer. Echado todo el tiempo, con la mirada pedía que se le relevara de una existencia dolorosa, anulada y sin sentido. Se le aplicó una inyección y en pocos minutos Gandhi, perro labrador más noble y cariñoso que muchos racionales, descansó para siempre.

Animales hay de dos patas que metidos a gobernantes mal manejan sus pocas ideas. Una torpe comprensión de sí mismos y del poder les impide ver que la vida es algo más que consignas y amenazas. Incompetentes para contribuir a dignificar la vida, prefieren repetir que es sagrada.

Fachas y farsas, no tienen inconveniente en volverse comparsas de algunas iglesias o de plano convertirse en socios de Dios. Incapaces de pensar por sí mismos y de favorecer el desarrollo de sus gobernados, se alían con instituciones cómplices que avalen la grotesca y perjudicial miopía de sus demagógicas posturas.

 

Bush y Berlusconi, entre otros, son dos listillos que lograron encaramarse al gobierno de sus respectivos países a pesar de su oscura trayectoria y estrecha percepción. No satisfechos con su desempeño, todavía se instalaron en grotescos escuderos de una sacralización condicionada de la vida –puedes morir trabajando, en la guerra o de hambre, no por voluntad propia y menos tras años en estado de coma, como Terry Schiavo, Inmaculada Echevarría y Eluana Englaro.

En su ridículo fundamentalismo, esos fantoches ignoran que desde 1957 el papa Pío XII había advertido que los católicos no están moralmente obligados a someterse a tratamientos extraordinarios para retrasar el desenlace fatal de una enfermedad, refutando desde entonces esa rígida versión del carácter sagrado de la vida.

Transcurrido más de medio siglo de aquella sensata declaración, inexcusablemente ocultada por la jerarquía eclesiástica, a la sociedad en general y a los creyentes en particular les sigue pareciendo más ético someterse al encarnizamiento terapéutico y a los dogmas que respetar la libre voluntad de las personas.

 

 


 

 

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