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No consiento que se hable mal de Franco en mi

 presencia. Juan  Carlos «El Rey»   


 

 

 


Las redes de la fe. La sociedad en la trampa de la religión
 
Juan Jesús Yllera  

Aula Abierta nº 4                                         

  

0.Introducción

 

La religión es una construcción. O, mejor dicho, lo religioso hace referencia a múltiples y variadas edificaciones de lo sagrado que se empezaron a forjar en un momento concreto de la historia humana y que, dependiendo de su suerte, se han perpetuado a lo largo de ella. Algunas religiones lo han hecho con tal éxito que se han mantenido operativas miles de años, llegando incluso hasta nuestros días gracias a estrategias de mutación y adaptación. Como explica Daniel C. Dennett, “las religiones se transmiten culturalmente, a través del lenguaje y de la simbología, no a través de los genes” (2007: p. 45).


Lo sagrado ha adoptado en su “evolución” cultural formas muy variadas, tanto en la ficción generada como en las manifestaciones humanas de su creencia. También es verdad que las religiones han mostrado una hábil capacidad de copiar, cuando no plagiar, tanto contenidos, como personajes, historias y prácticas rituales. Es quizás por ello que quienes han estudiado el tema coinciden en la imposibilidad de dar una definición satisfactoria que delimite este multiforme objeto de estudio.


En líneas generales, lo religioso presenta una doble estructura de análisis: por un lado, el universo de lo sagrado (el Más Allá) y, por otro, la sociedad que ha proyectado dicha construcción. Dicho al revés, distintas organizaciones sociales han proyectado mundos paralelos con fines legitimadores de lo que socialmente se está haciendo. Aquí no vamos a entrar en debates ni análisis que entendemos estériles, como plantearse si existen realmente dichas ficciones (debate-trampa que acaba siempre por legitimar lo divino con la argumentación circular, y acrítica, de lo sagrado); más bien lo que consideramos de interés es la relación entre los dos ámbitos (ficción-sociedad) y, muy especialmente, las causas y consecuencias de la existencia y perpetuación del pensamiento religioso en la vida humana.


Como la ciencia, la religión pudo haber surgido de la necesidad humana de darse a sí misma una explicación de la existencia, en este chantaje perpetuo que la vida nos hace con la muerte. Todo un sistema de conocimiento con sus reglas, métodos y técnicas en pos de la reproducción social. Richard Dawkins, lo explica del siguiente modo:

Mi hipótesis específica tiene que ver con los niños. Más que cualquier otra especie, sobrevivimos por la experiencia acumulada de generaciones previas, y esa experiencia necesita trasladarse a los niños para su protección y bienestar. Teóricamente, los niños deberían aprender por experiencia personal a no acercarse al borde de un precipicio, a no comer frutas rojas desconocidas, a no nadar en aguas infestadas de cocodrilos. Pero por no decir más, habrá una regla de tres: creer, sin dudar, cualquier cosa que tus mayores te digan. Obedecer a tus padres, obedecer a los ancianos de la tribu, especialmente cuando adoptan un solemne y conminatorio tono de voz. Confiar sin dudar en nuestros mayores” (2007: p. 190).
  
Así, la religión se nos muestra como una prolongación de este sistema de obediencia “natural” de las primeras edades, a las edades adultas. Una generalización artificiosa de la dinámica autoritaria más allá de lo naturalmente necesario para la propia supervivencia. Si bien es comprensible que los más pequeños deban obedecer a los mayores mientras van aprendiendo los peligros y las posibilidades de la supervivencia (en un proceso de adquisición de autonomía tendiente hacia la conquista de la libertad), no lo es tanto que éstos mismos, ya mayores, sigan obedeciendo a otros mayores con igual miopía e infantilismo. Y menos aún que el pretexto de dicha obediencia sean dioses u otros seres mágicos que ni un niño es capaz de imaginar por sí mismo. De hecho, son los mayores los preocupados en inculcar dichas creencias fantásticas a sus hijos.


En todo caso, esto nos informa de la presencia de un grave problema en el proceso de aprendizaje hacia la libertad, pues manifiesta la existencia en la sociedad de voluntades no sólo obedientes, sino ansiosas de ser obedecidas. Esta presión y tensión constantes hacia la obediencia articula las sociedades autoritarias, donde la religión ha tenido un papel fundamental desde sus inicios.

 
1. El Triángulo de la Inseguridad
 

Pero, ¿qué características presentan los humanos que permiten generar y reproducir las religiones? El elemento imprescindible para que se hayan podido crear dioses ha sido el necesario desarrollo del pensamiento abstracto. Sin esta complejidad de la capacidad mental no hubiera sido posible construir todo este mundo de fuerzas operando más allá del mundo físico.


Pero éste por si solo no explica el fenómeno de la religión. De hecho, mucha gente no cree en religión alguna. Así, pues, debemos fijarnos en otros elementos que las religiones explotan para desencadenar todo un sistema de creencias y obediencias.


Nos encontramos, en primer lugar, con la presencia constante, del sentimiento de miedo. Efectivamente, la fuente inagotable de dioses creados es el miedo humano que provocan los golpes de la naturaleza y las adversidades de la vida y, especialmente, el no poder ni explicar, ni entender, y muchas veces ni siquiera afrontar estas fatalidades. Es el miedo que arranca de la toma de conciencia de la inseguridad de la vida, de la impotencia ante situaciones de peligro y, muy especialmente, ante la muerte. De hecho, la religión pudo ser, en sus primeras manifestaciones, un intento de dar una explicación de aquello que ocurría y amenazaba la existencia. Ante adversidades de este tipo, el miedo se instala con fuerza y cualquier explicación y esperanza tienen cabida. Al fin y al cabo, es la conciencia de la propia muerte (la amenaza que está cerca), de la impotencia y debilidad ante la naturaleza. Bertrand Russell escribía en estos términos:

La religión se basa, a mi juicio, primordial y principalmente en el miedo. En parte es terror a lo desconocido y, en parte, como he dicho, el deseo de sentir que se tiene una especie de hermano mayor que estará junto a uno en todas las aflicciones y disputas (1984: p. 544).

Bertrand Russell nos introduce el segundo elemento constitutivo de toda creencia religiosa: la ignorancia. Y es que las religiones también se construyen en base a ella. Todos los dioses han resultado ser la proyección de la incapacidad humana de entender y explicarse fenómenos de todo tipo: desde los fenómenos naturales (como las grandes catástrofes) hasta la propia muerte. De hecho, las religiones han pretendido ser fórmulas explicativas de la realidad cuya fuente de conocimiento es el propio “cuento de hadas”. Irrealidades para explicar lo real.


Así podemos entender el principio autoritario fundamental de toda religión: la de negar e impedir a toda costa divagaciones alrededor de sus explicaciones y postulados so pretexto de lo sagrado. Sus argumentaciones, sus constructos intelectuales, hacen mella allí donde impera la actitud irreflexiva que ellas mismas exigen e imponen. Cuánto más mágica, sobrenatural e incomprensible se hace la explicación de la realidad, más comprensible se hace la dificultad, y la pereza, por entenderla. Parece cierto que cuanto más exagerada sea una mentira, más nos la podemos llegar a creer. Como afirma Carl Sagan, “el señuelo de lo maravilloso embota nuestras facultades críticas” (2005: p. 68).


Miedo e ignorancia son, pues, las principales semillas de las religiones. Son las condiciones indispensables para que un pensamiento mágico no sólo aparezca, sino que se perpetúe en el tiempo. Es por ello que cuando algunos avances cognitivos han explicado fenómenos naturales, las causas de determinados efectos, lo primero en debilitarse han sido las explicaciones divinas, ya que se abren nuevas posibilidades para poder afrontar el miedo y la ignorancia.


No obstante, las religiones y los dioses han sobrevivido a las explicaciones basadas en  análisis críticos y el conocimiento acumulado. Han resistido a todas las evidencias (que no han sido pocas) que han atentado contra sus cimientos de barro, contra sus ficciones y sus explicaciones fantásticas de vírgenes preñadas, ángeles diplomáticos, extraterrestres violadores y horóscopos del futuro. Incluso hoy en día, en que la tecnología permite como nunca el acceso a la información (al menos en los países más ricos), el pensamiento religioso sigue en plena expansión. No hay que ver más que el florecimiento de librerías esotéricas y de páginas web dedicadas a estas fantasías. Es decir, debe haber algo más que impulsa a la gente a caer y/o buscar la religión como fuente explicativa.


Esto debe ser el sufrimiento, el otro gran filón de lo sagrado. Efectivamente, el sufrimiento, la desdicha, el infortunio, la desgracia, la desorientación que sufren los individuos y los grupos sociales son aprovechados por los grupos religiosos para conseguir adeptos para sus parroquias.


Y es que miedo, ignorancia y sufrimiento configuran un terrible triángulo de inseguridad individual que permite cercar a la presa para ofrecerle, finalmente, el anzuelo de la captación: la Promesa. Toda ficción religiosa se edifica sobre una promesa como antídoto al dolor y al miedo, a la inseguridad generada.


Es decir, el pensamiento religioso vive de explotar estados de inseguridad generados por un triángulo compuesto de miedo, ignorancia y sufrimiento. Este triángulo funciona como una cárcel invisible, que cuando atrapa a un individuo lo hace vulnerable a la acción de estas castas, cuya estrategia de captación es lanzar una promesa de seguridad. Y, ¿qué puede ser más seguro que una vida eterna, una vida sin muerte? El reverendo Jim Bakker lo expresó en estos términos: “Tenemos un producto que es mejor que el jabón o que los automóviles. Tenemos vida eterna” (Dennett, 2007: p. 229).


En resumen, todas las explicaciones sobrenaturales buscan llenar el posible vacío existencial de los seres humanos. Ofrecen sentido y explicación a realidades como la muerte o la propia existencia, cuya fuente argumentativa es la propia ficción que se construye. Una forma típica de pensamiento circular, cuya dinámica intrínseca es un bucle argumentativo. Como pensamiento cerrado en sí mismo, lo religioso ofrece la comodidad de no tener que pensar y de no tener que desarrollar un criterio propio. Todo ya estaría dicho y escrito. ¿Para qué leer entonces? ¿Para qué investigar en otras direcciones? La ignorancia se retroalimenta en el bucle religioso.


2. La religión como organización parasitaria

Pero una cosa es captar individuos aislados dentro del cuerpo social, cuya vulnerabilidad ante estos depredadores es evidente, y otra muy distinta es encadenar a conjuntos sociales con sus redes. ¿Qué papel juegan las religiones en la sociedad?


Lo primero que vemos al fijarnos en cualquier religión es su innegable capacidad de cristalización de interacciones individuales. Es decir, hemos visto que los elementos necesarios para que se instale la religión en los individuos son el miedo, la ignorancia y el sufrimiento. Pero la existencia natural de estos elementos no resulta, inevitablemente, en religión.


El triángulo de la inseguridad es, de hecho, consustancial a la vida, y la religión es sólo un modo (desafortunado) de gestionarlo. De hecho, toda religión o secta no es más que un conjunto de individuos organizados para la gestión autoritaria del triángulo de la inseguridad de otros individuos (los creyentes), estableciéndose entre ambos una relación simbiótica de signo parasitaria.


Para entender cómo han conseguido parasitarse en la sociedad, hay que ver cómo se han organizado. Y es que todas ellas presentan estructuras organizativas muy similares, aunque varíe el peso o la trascendencia que cada una de ellas puede dar a los distintos elementos que las componen. Es algo similar a lo que podemos ver en el escenario político actual de las sociedades llamadas democráticas: una mayor o menor amalgama de estructuras políticas pugnando por hacerse con la mayor influencia social posible para controlar la gestión de los presupuestos estatales. Pueden diferir en la defensa de unos valores, unos proyectos o, como acostumbra a ser, únicamente en sus estilos de gestión y de gobierno, pero las formas y manifestaciones que adoptan son tremendamente similares. De hecho, no dejan de conformar una nueva casta parasitaria de vocación autoritaria.  


En las religiones que estamos analizando, a nivel organizativo lo primero que nos llama la atención es la existencia de la figura del fundador, o profeta, o iluminado, hacia el que se canaliza la mayor energía adulatoria. Se trata de individuos que se presentaron (si llegaron a existir realmente) ante sus contemporáneos como unos privilegiados en la cadena de conexión entre el más allá y el quehacer humano. Moisés para los judíos; Jesús para los cristianos; Mahoma para los musulmanes; Budha para los budistas; el gurú Nanak para los sijs…. En definitiva, los “iluminados” más exitosos de un innumerable ejército de vendedores de ilusión.


Su éxito reside en la enorme difusión en el espacio y en el tiempo de sus personas e ideas, gracias a una cadena de oradores que han repetido y reproducido la ficción divina hasta nuestros días. Los han revestido de elementos míticos, mágicos e incluso divinos (caso de Jesús en el cristianismo, que para algunos era medio hombre y medio Dios), para realzar sus figuras. En cambio, muchísimos otros han construido ideas y ficciones igualmente extravagantes, pero sus planteamientos visionarios cayeron en el silencio, cuando no fueron directamente perseguidos por las creencias imperantes.


Las triunfadoras en este espectáculo, lo deben al éxito de difusión de sus seguidores (por ejemplo las misiones), pero también por la presencia de los llamados Textos Sagrados. Con el desarrollo de la escritura, sólo al alcance de unos pocos privilegiados, se fue plasmando toda la ficción divina: para los judíos la Torá; para los Cristianos la Biblia; para los musulmanes el Corán y los Hadiz; la literatura védica para los hinduistas; el Tao-te Ching para el taoísmo; el Adi Granth en el sijismo… La fuerza de estos libros residió en el analfabetismo generalizado, por lo que se hacía creíble que esos libros fueran dictados por dioses y seres del más allá. La ignorancia generalizada los revistió del carácter de sagrado. Aunque como explica Michel Onfray, la mayoría de ellos fuesen escritos con mucha posterioridad a sus fundadores, con muchas revisiones, contradicciones y reinterpretaciones:

“Ninguno de esos libros  fue revelado. ¿Por quién, además? Esas páginas no descienden del cielo, como tampoco las fábulas persas o las sagas islandesas.


La Torá no es tan antigua como lo afirma la tradición; la existencia de Moisés es poco probable. Yahvé no dictó nada a nadie, y menos en una escritura desconocida en esos tiempos. Ninguno de los evangelistas conoció al famoso Jesús en persona. El canon testamentario proviene de decisiones políticas tardías, principalmente, de la primera mitad del siglo IV, cuando Eusebio de Cesarea, comisionado por el emperador Constantino, configuró un texto a partir de veintisiete versiones. Los escritos apócrifos son más numerosos que los del Nuevo Testamento. Mahoma no escribió el Corán; por otra parte, ese libro apareció como tal sólo veinticinco años después de su muerte. La segunda fuente de autoridad musulmana, los hadiz, vio la luz en el siglo IX, o sea, dos siglos después de la desaparición del Profeta. Tras la sombra de los tres Dioses podemos detectar la presencia muy activa de los hombres…” (2006: p. 93-94) 

Cuando tienen éxito las religiones se institucionalizan en estructuras de poder que llamaremos, a falta de otro término mejor, iglesias. Éstas están dirigidas por los individuos a los que mencionábamos más arriba como “elegidos” que se reservan el derecho a ser los únicos intérpretes de la verdad revelada. Son los intermediarios entre su dios y su comunidad de fieles cuyo único cometido es seguir las indicaciones de sus líderes espirituales. Esta comunidad representa el primer eslabón en la relación parasitaria: son los “voluntarios” y sustentadores de dichas organizaciones.


Para ello las religiones dotan de elementos de identidad, de todo un marco simbólico cuyo eje vertebrador es el ritual, la manifestación social de la cohesión de grupo. Como los fundadores y sus seguidores se han erigido como un canal de conexión, de comunicación con el más allá, éstos han determinado qué rituales, qué prácticas y qué oraciones son del agrado de Dioses y de espíritus, y qué actitudes y acciones humanas son de su desagrado, lo que nos llevaría al infortunio. Del cómo se puede llegar al Paraíso cristiano y musulmán, o caer en sus respectivos infiernos; de qué hacer para alcanzar el nirvana budista, o el Tao del taoísmo, y qué acciones o situaciones impiden estos estados de gracia. Rituales heredados, en muchos casos, de prácticas sociales que nada tenían que ver con la religión, pero que, con el largo devenir histórico, estas prácticas se han teñido de tradición religiosa: desde el nacimiento hasta la muerte de los individuos, pasando por los rituales de adolescencia y de aparejamiento, así como festividades colectivas, las sociedades humanas reproducen prácticas religiosas, la mayoría de las veces sin ni siquiera pensarlo. Es la tensión creciente hacia un segundo eslabón de parasitarismo social, hacia aquellos cuya voluntad vive secuestrada

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 3. La religión contra la Libertad

Como hemos visto, una de las claves del pensamiento religioso es su capacidad de ofrecer una Promesa creíble, una esperanza, que mitigue los efectos del triángulo de la inseguridad. De hecho, la función que como religiones se atribuyen es la de encauzar en esta vida a los creyentes hacia estos objetivos esperanzadores: algunas hacia el Paraíso (como el judeocristianismo), otras hacia los Jardines de la Delicia (el Islam), otras hacia el Nirvana (budismo), otras hacia el Tao (taoísmo)… Es decir, ofrecen un más allá donde la vida continua; la esperanza de una reencarnación, de un “despertar” tras el abismo e incertidumbre que genera la muerte. En definitiva, todas ellas coinciden en la construcción de espejismos de seguridad. Y de allí su perdurabilidad en el tiempo. Se trata de creer, o de no creer.


Pero no limitan su acción a los adeptos. Las formaciones religiosas no sólo dictaminan sobre el modus vivendi de sus creyentes, sino que intentan extender sus influencias a toda la sociedad, se crea o no en sus postulados. Esta voluntad de encauzamiento social nos alerta del interés por institucionalizar su organización dentro del cuerpo social, de identificar su organización con la del Estado. De hecho, mucho tiene que ver la religión en la emergencia de esta estructura de dominación hacia el 5.000 a.n.e., la estructura parasitaria por excelencia. Francisco Diez de Velasco delimita este proceso: “La religión ofreció a los gobernantes desde una época remota, por lo menos retrotraíble seis milenios hacia el pasado, un excelente instrumento de dominio, con unos medios muy eficaces y poco costosos de control social…” (2006: p. 95).


Pero, ¿dónde se sitúa la religión dentro del cuerpo social? ¿Dónde intenta incrustarse? Su potencialidad institucional debe partir necesariamente del triángulo de la inseguridad. Es decir, las religiones, a medida que captan adeptos y aumentan en fuerza social, buscan gestionar el miedo, la ignorancia y el sufrimiento que les da poder sobre los individuos. La religión, pues, se asienta en estos tres vértices del triángulo, donde desarrolla los tres niveles de gestión de la inseguridad para el control social. Así convierten la sociedad en un espacio socialmente cerrado. En todo un panóptico de vigilancia, control y sometimiento:        

 

a. Gestión de la Ignorancia. Como actividad principalmente ideológica, las religiones se instalan especialmente como gestoras de la ignorancia. Para ello, buscan mantener el control (e incluso el monopolio) de los aparatos ideológicos de la sociedad (escuelas, medios de comunicación, etc.). Éstos son los que permiten “ver”, los que pueden iluminar tanto los aspectos de interés como el conocimiento social. Pero está también en ellos su potencial manipulador, falsificador e incluso cegador. Es por ello que desde éstos se puede imponer y perpetuar toda ficción que interese al que controla el aparato, así como establecer un control cultural que impida que otras explicaciones que puedan cuestionar sus fundamentos circulen por la sociedad.


Vamos a detenernos en este mecanismo. Las religiones se presentan como formas explicativas absolutas y verdaderas, tanto de lo natural como de lo social, cuya fuente de conocimiento es la propia ficción. Eso implica que toda su construcción ideológica se fundamenta en aspectos para nada contrastables, y por lo tanto no pueden someterse a cuestionamientos, ni reflexiones. Se fundamentan en lo que llamamos dogmas.


Para la noción de dogma es necesaria la conceptualización de una esfera vital considerada como sagrada, es decir, intocable, en contraposición a lo profano, entendido como aquello que acompaña nuestra cotidianeidad. Dogma es todo aquello que hace referencia a lo sagrado y que, en consecuencia, no puede ser examinado, puesto que está más allá del entendimiento. El dogma implica la completa sumisión a la palabra revelada y a aquellos elegidos que, portadores de la revelación y de los requisitos necesarios para la manipulación de lo sagrado, se han arrogado el derecho de guiar al resto. Así, imponen normas de conducta a los demás, penalizando incluso su incumplimiento.


Es por ello que exigen, exaltan y potencian esa actitud ciega con que afrontar la vida, y que llaman fe. Dicen conducir hacia unas “certezas” mediante la aceptación acrítica de unos preceptos que no pueden ser contrastados, lo que implica la amputación de cualquier posibilidad de cuestionamiento. En ningún caso permiten la duda o la crítica, pues sus fundamentos sagrados están hechos de barro, y se deshacen tan pronto como se lanza contra ellos la curiosidad.


Para evitar la emergencia de dudas (todo el montaje se aguanta por lo incuestionable de sus dogmas porque, dirán, son precisamente sagrados) las lleva a instaurar un sistema de circulación de conocimiento extremadamente limitado. Es decir, son arduo enemigas de la expansión del conocimiento en la sociedad, pues sus postulados resisten poco a preguntas curiosas y a argumentaciones críticas. Por ello tienden a defender sus débiles postulados con los diques de la ignorancia. Pues sólo permiten pensar desde sus propios parámetros. Es decir, se presentan como verdades, generalmente inmutables, con lo que con sus sabios, visionarios, iluminados… y la lectura de sus libros no hacen falta otras indagaciones intelectuales. Pues el resultado acostumbra a ser profundamente molesto. Un ejemplo de ello ha sido la religión católica y su obsesión por esconder el conocimiento, por usurparlo de la sociedad, por hacer de él un nuevo privilegio donde los excluidos han sido, necesariamente, las sociedades mismas. Otro ejemplo es el budismo. Su obsesión por el “conocimiento interior” conduce al callejón sin salida del egoísmo, amputando por igual los vínculos sociales y el impulso por conocer el mundo circundante. 


Así, pues, en la gestión de la ignorancia toda religión busca el control de las escuelas y los medios de comunicación, medios donde se desarrolla la inculcación autoritaria de dogmas, mediante un proceso pedagógico de asunción acrítica de “verdades”. Ello conlleva un primer nivel de violencia psicológica: la amputación de las facultades analíticas, reflexivas y críticas que se haya potencialmente en todo individuo. La rebeldía se extirpa de raíz. Y el autoritarismo en los adultos se “naturaliza”, con la aceptación de la necesidad de guías espirituales, pastores, sacerdotes, políticos, “sindica-listos”, etc.


De allí que se entiende que la historia de la religión es una historia de la prohibición: listas de libros prohibidos, de escritores malditos, de la censura de nuevos conocimientos que ponen en evidencia las creencias religiosas y aquellos que las abanderan. Es la obsesión por aislar a los creyentes de otras creencias, pero sobre todo de la no creencia. Por eso el pensamiento religioso no es sino una gestión de la ignorancia para la obediencia. Marcándonos qué y cómo debemos ver y conocer.

b. Gestión del Miedo. Pero esta obediencia no siempre se consigue con la extensión de la ignorancia, con este “encierro ideológico”. Ni mucho menos. De hecho, no se necesita de una mente excepcional para ver que estas castas parasitarias viven a costa de individuos y sociedades, y que sus explicaciones son demasiado extravagantes y fantasiosas para tomárselas en serio. Pero toda autoridad se rige, sobre todo, por esa voluntad de inspirar seriedad y rigidez. Por esa intencionalidad de cubrirse con una aureola de intocabilidad, de altivez, de impedir toda crítica a su persona y, en fin, de inspirar la simple obediencia. Por lo que socialmente buscan su espacio en la gestión del miedo.


Como hemos dicho, alcanzar las Promesas, estos mundos imaginados tras la muerte, es el objetivo principal de los creyentes. Y para ello, las religiones marcan el camino a seguir mediante todo un conjunto de pautas de comportamiento con que agradar los Dioses y ganarse sus favores; con que llegar a nirvanas, Tao u otros estados de gracia, una vez ya hayamos perecido. Pautas de comportamiento inmediato presuntamente dictadas por los Dioses o sus iluminados, y que afectan aspectos tan reales y poco divinos como la sexualidad y la emotividad, la alimentación y la sociabilidad. Continuos mandamientos que dicen qué se debe hacer, y qué no se debe hacer: cómo actuar, y qué reprimir.


Es por todo ello que otra de las características de las religiones es que no sólo ofrecen una esperanza, una promesa de salvación, sino todo lo contrario. Uno de los elementos que más articula la religión es una amenaza latente y persistente, reiteradamente manifestada y recordada. Pues la desobediencia se paga muy cara: en el cristianismo el pecado lleva al Infierno; en el Islam, al Fuego Eterno; en el budismo, al Mâra. Ficciones tenebrosas, mundos de pesadilla eterna. Terribles amenazas para que los creyentes se sometan a las directrices de sus pastores. Michel Onfray explica esta lógica: “La política y la ciudad pueden funcionar con mayor facilidad cuando recurren al poder vengativo de los dioses, representados en la tierra, al parecer, por los dominantes que, de modo muy oportuno, llevan las riendas” (2006: p. 41).


No hace falta ir muy lejos. El actual jerarca católico Benedicto XVI ha afirmado que “el Infierno, del que se habla poco en este tiempo, existe y es eterno” ¡como lugar físico!, asegurando además que la salvación (la Promesa cristiana) no es ni inmediata ni llegará para todos: “No todos nos presentaremos iguales al banquete del Paraíso”, con lo que muchos tendrán que purificarse “para afrontar el Juicio Final” (en EL PAIS.com, 8 de febrero de 2008). Si se creen en estas cosas, es para tener miedo.


Así, la obediencia y la disciplina se elevan al rango de alabanza, no tan sólo para alcanzar el favor divino, sino para la propia supervivencia en el seno de la comunidad. No es extraño que la jerarquía terrestre tenga su propio reflejo en las distintas cosmologías religiosas usadas por los poderosos para legitimar sus privilegios. 

 
Para conocer la situación social y poder encauzar los rebaños hacia el orden y la subordinación, las religiones encuentran en el sentimiento de culpabilidad una vía para penetrar en las comunidades y en los individuos. Ejemplo de ello es el propio catolicismo: las desgracias y catástrofes, tanto individuales y colectivas como sociales y naturales, son presentadas como consecuencia del pecado humano. Si no se actúa según lo que predican estos sacerdotes, se corre el peligro de pecar y caer en el infierno. Miedo sobre miedo.


Michel Onfray así lo expresa:
“Las religiones monoteístas no viven sino de prescripciones y de exhortaciones: hacer y no hacer, decir y no decir, pensar y no pensar, actuar y no actuar… Prohibido y autorizado, lícito e ilícito, aprobado y desaprobado, los textos sagrados abundan en codificaciones existenciales, alimentarias, de comportamiento, rituales, y otras…


Pues la obediencia no se puede evaluar de modo adecuado sino a través de las prohibiciones. Cuanto más se multiplican, más numerosas son las posibilidades de fallar; cuanto más se reducen las probabilidades de perfección, más aumenta la culpabilidad. Y a Dios le viene bien, -al menos al clero que se vale de él- poder manejar ese poderoso recurso psicológico. Todos deben saber, todo el tiempo, que tienen que obedecer siempre, conformarse a las reglas y actuar como es debido, tal como la religión manda” (2006: p. 85-86).


Así, incluso hoy en día muchos quieren ver tras desastres y catástrofes la mano de dioses caprichosos que castigan o que ponen a prueba a individuos, colectivos o a la humanidad entera. Por ejemplo, leíamos en el periódico El Mundo que “el gobernador del estado norteamericano de Georgia [Sonny Perdue] pide que llueva mediante una plegaria colectiva” con la finalidad de acabar con la mayor sequía del último siglo. Este gobernador, abonado a la iglesia baptista, no se quedó ni mucho menos solo. El rabino Yehuda Levin llevó el espectáculo un poco más lejos: según éste visionario las plegarias por si solas son insuficientes. Es necesario además ayuno, introspección y condena de todos los actos inmorales, desde la homosexualidad a la pornografía. Desconocemos profundamente la existencia de relación alguna entre tendencias sexuales y escasez de agua, pero el ejemplo es relevante en cuanto a que si en pleno siglo XXI asistimos a espectáculos de este tipo, qué no sería cientos de años atrás.


En todo caso, los sacerdotes se han atribuido la potestad de exculpar a los que confiesan sus pecados. Y así consiguen entrar en las intimidades de los individuos y de los grupos que quieren controlar. Todo un servicio de espionaje que, a través de la confesión y de la consulta el “ojo de Dios” entra en la esfera privada, y aumenta su efectividad controladora. Lo que es de vital importancia para que no se llegue al mayor de los pecados: la insubordinación social. Y es que la religión invoca siempre a la disciplina como praxis individual. Se prefiere la obediencia disciplinada al líder religioso, a la autoridad política y al explotador laboral, que no una moral reflexiva que parta de criterios de responsabilidad individual y social.


En este sentido escribe Richard Dawkins:
“La mayoría de las personas reflexivas estarían de acuerdo en que la moralidad en ausencia de vigilancia es de algún modo una moral más verdadera que el tipo de falsa moralidad que se desvanece tan pronto como la policía se pone en huelga o se apaga la cámara espía, tanto si esa cámara es una cámara real en una comisaría de policía como si es una cámara imaginaria en el cielo.” (2007: p. 248-249)


Estos peligros y amenazas, esta elaboración del miedo al error, al pecado, al fracaso, es clave en el dominio de la sociedad. Por un lado, proporciona la excusa perfecta para que la autoridad se adjudique la vigilancia sobre los creyentes, a lo que éstos se exponen encantados (la Promesa bien lo vale). Pero por otro, esta gestión del miedo conlleva, inevitablemente, a la gestión de la violencia.  

            
Efectivamente, en aquellas ocasiones en las que la religión ha conseguido institucionalizarse implicándose con el poder político, el destino del infortunado curioso es más cruel. Hogueras, empalamientos, crucifixiones son un eficaz correctivo para la duda. Y es que las religiones procuran la gestión del miedo mediante el desarrollo de estructuras de violencia. Cruzados, yihadistas, samuráis… Guerra interior y guerra exterior. Matar infieles y extirpar herejes. En la gestión del miedo, en el ejercicio de la violencia, la vida pierde toda significación, todo valor. Lo único que adquiere relevancia es el fanatismo servil. Ese individuo apoderado por el miedo y la ignorancia. Ese descontrolado necesario para el control.
Sobre todos los enemigos de la fe se centra la acción religiosa: exclusiones, persecuciones. Cruzadas y guerras santas. Por la palabra y, cuando se hace necesario, por las armas. Con leyes divinas o terrestres, con pistolas de aquí o amenazas del más allá. Si no aceptan las creencias por fe ciega, lo harán por la coacción violenta, por la amenaza constante, o con la muerte. 


Así la gestión del miedo implica vigilancia, amenaza y represión. Y aquí vemos con claridad cómo la ficción religiosa consigue su influencia en la sociedad; cómo han conseguido desde sus inicios incidir y hasta dominar individuos y sociedades enteras. Es por ello que se puede afirmar que la religión no es más que una tecnología simbólica de dominación.

 

c. Gestión del Sufrimiento. A nivel social, sufrimiento es sinónimo de pobreza, exclusión y marginalidad. Es por ello que la religión consigue asentarse y expandirse con más virulencia en las zonas con más pobreza económica y social. Por ejemplo el cristianismo, que con sus misiones evangelizadoras o con sus modernas ONGs llegan a las zonas más castigadas por el mundo rico ofreciendo un caramelo envenenado: “¿Quieres pan? Piensa en mi Dios”.


Todas las religiones desarrollan estrategias similares de captación, hurgando en aquellas zonas donde impera la inseguridad económica y social. Apelando a la mística y a la  espiritualidad, erosionan cualquier tentativa social encaminada a la transformación de las condiciones de injusticia y subyugación. Incluso en aquellos casos en los que se puede prever un llamamiento a la transformación social (como en el caso de la llamada teología de la liberación), la religión sigue caracterizándose por usar la revelación divina como explicación última del análisis social.


Este puntual acercamiento hacia posturas rebeldes, responde más bien a un posicionamiento estratégico con doble objetivo: en primer lugar, conseguir situar su iglesia en todos los estratos sociales, y poder parasitarse a todo modelo social que pueda emerger; y, en segundo lugar, afianzar con ello el poder de la iglesia, su esfera de influencia y de control.


Pero no solamente encuentra su público entre los más pobres: los más ricos también ven en la religión un buen instrumento, en este caso, tanto para limpiar sus conciencias como para servir a sus privilegios sociales. A algunos les pesa más los remordimientos de sus privilegios, y de cómo se han apoderado de ellos, que la convicción en la ficción misma.


Y es que ni los Dioses ni los Paraísos, ni los mundos del más allá, alimentan y dan de beber a los representantes religiosos. Y como organizaciones parasitarias con poder ideológico, es difícil encontrarlos separados de los otros individuos que han conseguido privilegios económicos y sociales. Más bien al contrario: buscan reproducirse unos al lado de los otros, pues si unos proporcionan las riquezas expropiadas a la sociedad, las religiones ofrecen el control ideológico sobre ella. De este modo, las castas religiosas transforman sus discursos de bondad humana y ayuda al prójimo, en instituciones de caridad donde aparcar y controlar tanto la miseria como los individuos considerados improductivos, tales como personas con discapacidades, ancianos, etc. Mientras tanto, a cambio de esta función de contención de la miseria y equilibrio del desorden, buscan reproducirse como iglesias al lado de la dominación política y la explotación económica. Han legitimado la autoridad y la riqueza, y la miseria, explotación y esclavitud que se derivan.
Gastón Leval aún explicita más este perverso mecanismo: “La religión configura a los hombres, hace nacer o cultiva en ellos el sentido de la jerarquía o de la obediencia, los somete mental y espiritualmente, y después de haber procedido a domesticarlos, entrega a los pueblos a su hermano gemelo, el Estado” (1978: p. 295).


Es por ello que las religiones han servido casi siempre para mantener y respetar los órdenes sociales que les dan cabida. La idea es bien sencilla: Dios es omnipotente y poderoso, y si las sociedades padecen de desigualdad, injusticia y opresión es porque así lo quiere. Contra la voluntad y la palabra de Dios no caben ni discusiones ni divagaciones. Otros credos dicen que si te ha tocado sufrir, hay que sufrir, y si te ha tocado padecer desgracias, pues hay que sufrirlas con resignación y fe. El sistema de castas para el hinduismo, la desigualdad social y la esclavitud para el Cristianismo e Islam… son aplaudidos y defendidos por estas religiones. El mismo Napoleón Bonaparte no tuvo ninguna duda sobre la función social de la religión cuando afirmó que “la religión es lo que impide a los pobres asesinar a los ricos” (Konner, 2008: p. 20). Fórmula que deja implícita la función de la religión en la gestión del sufrimiento. Casas de caridad, centros de pobres… no son sino instituciones de gestión del sufrimiento: la devolución en migajas de lo que la organización parasitaria ha expropiado (o ha colaborado en usurpar) a la sociedad. Pero no por una convicción ideológica, sino por una necesidad de orden social. La acción parasitaria requiere que el cuerpo social permanezca en calma. 


Sólo han protagonizado cierta agitación social cuando se han visto excluidas de los círculos del poder, cuando han sido apartadas de los privilegios y muy especialmente cuando se han visto perseguidas. Pero al entrar en los círculos del poder, su orientación se manifiesta profundamente conservadora, y entonces el orden social que las encumbra (aunque sea dictatorial, totalitario, esclavista, genocida) se manifiesta profundamente divino. A ojos de los dioses, la rebeldía contra el poder está muy mal vista.


Así pues, las religiones se instalan con más fuerza donde la sociedad se ha organizado con injusticia y desigualdad. Tranquilizando conciencias a los de arriba de la sociedad, a cambio del poder ideológico; ofreciendo esperanza a los más perjudicados, a cambio de obediencia y docilidad a sus mandatos. Un auténtico mercadeo donde se “venden” promesas a cambio del sacrificio de libertad. En la gestión del sufrimiento, su función es la de articular, y aprovechar, los efectos de la desigualdad, cuando no son su plena causa.

 

4. El escepticismo como camino hacia el conocimiento crítico

Hemos visto que a partir de toda una casta de individuos tales como profetas, enviados, Mesías, curas y pastores (cristianismo), Imanes (Islam), bhikkhus (monjes budistas)…  se ha reproducido a lo largo de la historia una forma mágica de pensamiento llamada religión. Múltiples y variadas creencias han intentado explicar la organización social en relación a mundos imaginados tras la muerte, cuando no tras lo humanamente imperceptible. En todos los casos, miedo, sufrimiento e ignorancia se han establecido como un potente surtidor de imaginación fantástica. De hecho, podríamos afirmar que el Más Allá no es más que una proyección humana de los instintos y temores más primarios, a partir de los cuales se ha “naturalizado”, legitimado, la organización social autoritaria. Por decirlo en otros términos: la historia de la religión es la historia de una perversión. Fernando de Orbaneja nos ofrece un interesante resumen de ello:


“El sacerdote se dedica, en exclusiva, a las funciones “sagradas” adquiriendo, por ello, una cierta categoría ya que asegura las “relaciones” con los seres superiores. Los primeros magos, brujos, hechiceros, chamanes o sacerdotes se percataron enseguida de que estaban en posesión de una mina inagotable y, para evitar intromisiones y molestos competidores, complicaron cada vez más los cultos y la “comunicación” con las divinidades, formando un grupo cerrado, separado del pueblo organizado que, con frecuencia, poseía además el monopolio cultural. Para afianzar sus prerrogativas utilizaron toda clase de recursos: fomentar la ignorancia y el fanatismo, imponer la magia y el culto, atemorizar sobre “la otra vida” y sus posibles castigos, conferirse la exclusiva en la interpretación de los “Textos Sagrados” y en los sacrificios y ritos, etc.” (2003: p. 53-54).


No podemos evitar recalcar nuevamente las obvias semejanzas con las prácticas políticas y sindicales de los regímenes autoritarios actuales, ya sean de las democracias occidentales (las castas sindicales asentadas en los comités de empresa en España, por ejemplo), ya sean de los regímenes populistas y/o dictatoriales restantes. De hecho, no dejan de ser organizaciones parasitarias que compiten con las religiones mismas para hacerse con la gestión del triángulo de la inseguridad, pues éste es el que garantiza las condiciones sociales necesarias para darse autoridad y jerarquía.


En todo caso, las castas religiosas han procurado legitimar tanto la esclavitud como la desigualdad social, apropiándose de los valores propios de la cooperación social (e incompatibles con la dinámica meritocrática), y vaciándoles de contenido: la solidaridad, el apoyo mutuo, la justicia social...  se han podrido en sus manos. En su nombre, no han hecho sino imponer la autoridad y alentar a la sumisión; aplaudir el privilegio y defender la explotación.


Y es que la religión nos muestra una de las estrategias de los proyectos autoritarios: la construcción del enemigo, del otro. Efectivamente, para vertebrar el orden social lo religioso ha perfilado su propia identidad en base, no tanto a sus difusas construcciones metafísicas, sino más bien en la señalización constante de enemigos.


En este sentido Richard Dawkins nos habla del daño constante que provoca la religión a la humanidad: desde el etiquetado de los niños y la separación en escuelas, con la inculcación de tabúes, dogmas estúpidos y frustraciones de adultos, las religiones ponen la semilla de mundos extraños, divididos y articulados por enemigos múltiples. “Incluso aunque la religión no hiciera otro daño en sí misma, su cruel y cuidadosamente alimentado carácter divisorio –su deliberado y cultivado fomento de la tendencia natural humana a favorecer a los del propio grupo y a rechazar a los de grupos ajenos- sería suficiente para convertirla en una fuerza del mal en el mundo” (2006: p. 281).


La guerra al “otro” ha sido siempre el motor organizador de las sociedades autoritarias, y tanto religiones como los nacionalismos han servido a la perfección a los objetivos de dominio. Dios ha sido una herramienta de subordinación excelente (además de un lucrativo negocio), que ha permitido lanzar a los “individuos sobrantes” a degollarse en su nombre. La religión, como el nacionalismo, ha sido capaz de desatar los instintos más primarios y más salvajes que nos conforman. Eso llamado civilización es sólo un eufemismo de “salvajismo gestionado”. 


Aún toda esta evidencia de error y horror, los visionarios siguen apareciendo día tras día por todas partes, hurgando por igual en el triángulo de la inseguridad. Intentando atraer hacia sus filas gentes que nece en la vida. Y es que a pesar de la supuesta secularización de las sociedades occidentales el pensamiento mágico sigue extendiéndose, ofreciendo un aparentemente cómodo refugio a la incertidumbre y soledad de la sociedad modetan creer lo increíble, explotando la necesidad humana de un sentido y un caminorna. 

Afloran gurús por todas partes: cuando no son los magos de los horóscopos, aparecen visionarias de las cartas del destino. Cuando no se visita un confesionario, se escucha a cualquier telepredicador. Surgen sectas que proclaman el suicidio colectivo; que auguran catástrofes cósmicas; que prometen seguridad y comunidad. Multitud de iluminados al acecho de la ingenuidad, de la desesperanza, del sufrimiento y la necesidad. De lo que se trata en todos los casos es de subordinar a las personas a unos sistemas de creencias irracionales que evitan una reflexión crítica sobre su entorno y circunstancias.


Por lo tanto, las religiones prometen seguridad, pero crean inseguridad; prometen salvación, pero amenazan con la maldición eterna; prometen apaciguar el sufrimiento, cuando en realidad no hacen sino perpetuarlo; dicen tranquilizar, cuando en realidad no hacen sino atemorizar; aseguran explicar la Verdad, cuando no hacen sino imponer, y extender, la ignorancia.


Entonces, ¿cómo romper este Triángulo de Inseguridad que nos conduce hacia la sumisión? Entendemos que para poder replantear la sociedad hacia un modelo no autoritario, el primer punto de lucha (que no el único) es el de hacer frente a la ignorancia, a partir de la cual se perpetúa en círculo vicioso el miedo y el sufrimiento social. Pero, ¿cómo combatir la ignorancia? ¿Cómo iluminar un poco nuestra existencia? ¿Es la ciencia una alternativa?


Bakunin ya afirmaba en el siglo XIX, “la ciencia tiene por misión única esclarecer la vida, no gobernarla” (1997: p.160). Que es justamente, esto último, lo que ha inspirado el modelo científico imperante en la actualidad. Pues todo el aparato científico, la institucionalización de “grandes expertos”, no ha hecho nada diferente de lo que hizo la religión en la gestión de la ignorancia. Es más, la especialización científica no ha servido más que para gestionar con un nuevo estilo la ignorancia social, poniéndose al servicio del poder y desarrollándose para él.


Efectivamente, la ciencia se ha pretendido erigir como autoridad misma, ocupando el espacio de la religión como tecnología simbólica de dominación. Es la tecnología moderna del poder para prolongar la obediencia de los individuos hasta su muerte.


Esta alianza de ciencia con el poder, esta nueva etapa de la ignorancia gracias a la hiperespecialización, nos ha llevado a otra fe ciega tan abominable como la religiosa: la de creer toda explicación que lleve aparejado el término ciencia. Pues la misma ciencia se ha convertido en un difuso cuerpo de conocimiento, construido a partir de nuevos dogmas sagrados, llegando incluso a ser incomprensible para los científicos mismos. Como advierte D. Kennett, “nosotros, la gente corriente, nos encargamos de creer –nos matriculamos en la doxología- ¡y relegamos la comprensión de aquellos dogmas a los expertos!” (2007: p. 260).


Este cientificismo imperante, que alardea de su Verdad Suprema en base a su eficiencia y expansión tecnológica, en base a su presumida “objetividad” y “neutralidad”, no ha servido más que para someter a toda la humanidad. Desde su expansión en el siglo XIX, ciencia ha sido sinónimo de expansión colonial, de violencia política, de agresión social y ecológica, hasta conducirnos a un nuevo callejón sin salida que nos amenaza con la destrucción total. Para ello ha generado unas condiciones sociales que sólo pretenden ser explicadas y sostenidas desde sus propios parámetros bajo el mito de “objetividad”. Un nuevo bucle que perpetúa la situación autoritaria de los que dominan la sociedad.
No obstante, Paul Feyerabend desnuda la ciencia de esta pretendida neutralidad ideológica y verdad objetiva, recordándonos que la historia de la ciencia es, de hecho, una historia de errores continuos, de reformulaciones y de vías muertas. Quizás haya podido servir para el engendro de nuevas tecnologías (¡en plena orgía del despilfarro!), pero que al fin y al cabo han contribuido más en la destrucción del mundo que en su desarrollo. Más en la expansión del panóptico carcelario actual (¡vivimos siempre bajo vigilancia, no ya de Dios, sino de las tecnologías de vigilancia de nuestros amos!) que en la libertad social. En definitiva, han servido más a los intereses del poder que a la sociedad.


“… un racionalista amaestrado será obediente a la imagen mental de su amo, se conformará a los criterios de argumentación que ha aprendido, se adherirá a esos criterios sin importar la confusión en la que se encuentre, y será completamente incapaz de darse cuenta de que aquello que él considera como la ‘voz de la razón’ no es sino un post-efecto casual del entrenamiento que ha recibido. Será muy inhábil para descubrir que la llamada de la razón, a la que sucumbe con tanta facilidad, no es otra cosa que una maniobra política.” (2007: p. 10)


Esta traición de la ciencia a sus propios postulados, esta nueva forma sutil de privilegiar cierto tipo de conocimiento para ponerlo al servicio del poder y no de la sociedad, nos ha llevado a este estado del mundo. Carl Sagan nos advierte de la oscuridad de los tiempos actuales, y el abismo hacia el que peligrosamente nos acercamos:   


“Hemos preparado una civilización global en la que los elementos más cruciales –el transporte, las comunicaciones y todas las demás industrias; la agricultura, la medicina, la educación, el ocio, la protección del medio ambiente, e incluso la institución democrática clave de las elecciones- dependen profundamente de la ciencia y la tecnología. También hemos dispuesto las cosas de modo que nadie entienda de la ciencia y la tecnología. Eso es una garantía de desastre. Podríamos seguir así una temporada pero, antes o después, esta mezcla combustible de ignorancia y poder nos explotará a la cara” (2005: p. 44).


La lucha contra la religión es, pues, también la lucha contra cualquier forma de pensamiento que amparándose en dogmas, sean estos revelados o aparentemente científicos, excluya la libre discusión sobre bases contrastables. Romper con el privilegio de toda casta que acapara el conocimiento como tecnología de dominación, para devolverlo a la maltrecha sociedad como herramienta de liberación. Quizás así podamos construir un mundo menos esclavo de los que se valen de dioses, patrias y ciencias para sus propósitos autoritarios. Una sociedad regida por la mirada crítica que proporciona la prudencia escéptica y los principios de libertad e igualdad social.


“Los humanos tenemos talento para engañarnos a nosotros mismos. El escepticismo debe ser un componente de la caja de herramientas del explorador, en otro caso nos perderemos en el camino” (Carl Sagan, 2005: p. 78).   

 

Bibliografía

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