Cuando en 1890 Octave
Mirbeau (Trévierès, 1848; París, 1917) publicó su
novela
“Sebastián
Roch”
-la más acusadora denuncia literaria contra los
internados de curas y frailes que hasta ahora se ha
escrito-, la Iglesia se defendió
declarando al escritor, por todos los medios a su
alcance, la guerra del silencio. Ni una palabra sobre
el libro en toda la prensa que, de una manera más o
menos descarada controlaba
la Iglesia -lo que papas y obispos
llamaban entonces la
“buena
prensa“.
Que
la Iglesia
optase por el silencio en lugar de arremeter contra el
libro, se explica si tenemos en cuenta el rotundo
éxito de otra novela anterior de Mirbeau,
“Le
Calvaire”,
en la que, ante la escandalera -en ella el autor toma
solfa el concepto de patria-, toda la prensa
conservadora desenvainó plumas y espadas para insultar
al autor y el resultado fue que en menos de una semana
se agotó la primera edición. Escarmentados de tan
desalentadora experiencia, esta vez optaron por la
estrategia contraria: la conspiración del silencio.
Así consiguieron que la novela
“Sebastián
Roch”
pasara sin pena ni gloria. Ahora, algo más de un siglo
después, es el propio papa Benedicto XVI, el que, al
pedir perdón en Sidney por los abusos sexuales
cometidos por curas y frailes en colegios católicos,
sin quererlo ni buscarlo, trae a la actualidad el
lejano y acusador libro de Mirbeau, cuyo tema
principal es, precisamente, ése: la doble violación
-de mente y de cuerpo- de un niño, Sebastián Roch, en
un colegio de jesuitas de Vannes (Bretaña francesa),
que el escritor nos define
“como
una gran prisión de piedra gris”.
La crítica actual, de manera unánime,
califica este libro como novela autobiográfica. No le
faltan razones: el niño Sebastián Roch estudia en el
mismo colegio que Octavio Mirbeau había estudiado;
entra, interno como él a los once años, y, después de
cuatro cursos de auténtico infierno, ambos terminan
expulsados en muy extrañas circunstancias. En todos
estos aspectos las coincidencias no pueden ser más
exactas, pero hay un punto al que hasta ahora no ha
podido responder la crítica: el relativo a la
violación. ¿Fue violado por uno de los curas del
internado de Vannes el niño Octave Mirbeau, al igual
que lo fue su alter ego Sebastián Roch? Todo apunta a
la respuesta afirmativa -incluso se ha dicho que el
cura Le Kern de la novela es la reencarnación
literaria del jesuita Stanislas du Lac-, pero, a pesar
de tanto esfuerzo investigador, siempre quedará la
sombra de una duda: también puede ser que Mirbeau haya
mezclado las experiencias vividas por él con otras
presenciadas o referidas. Para el caso es igual, el
libro no pierde un ápice de su acerba crítica y su
implacable aire denunciador.
La
agria crítica que Mirbeau lanza contra el clericalismo
-”Le
clericalisme, voilá l´ennemi”,
solía él repetir- se apoya en tres puntos o ángulos de
ataque. Helos aquí: 1) La sangre derramada, a través
de los siglos, por la Iglesia católica: cruzadas, exterminación de los
albigenses, guerras papales, hogueras inquisitoriales,
etc. 2) Religión, igual a opio del pueblo y muy
especialmente de la infancia. 3) Los grandes crímenes,
que se cometen en los centros docentes o de caridad
controlados por la Iglesia. Entre estos
crímenes destaca uno, hasta entonces impune, del que
él puede dar fe: los abusos sexuales de los curas
hacia sus educandos, que en muchos casos llegan a la
violación.
Merece
la pena detenerse en cada uno de estos puntos. El
primero de ellos, aunque no es nuevo en la literatura
francesa -recordemos los nombres de Montaigne,
Voltaire, Diderot, los filósofos ilustrados, etc.-, ni
termina con Mirbeau, -recordemos a Anatole France,
Sartre, Camus, Onfray, etc.-, adquiere en Mirbeau un
énfasis especial. El segundo tampoco es nuevo, pero
nuestro autor tiene el enorme mérito de mostrarnos los
diferentes métodos de administración de ese cotidiano
opio en los colegios: la confesión, -ese gran invento
de la Iglesia para dominar los
pueblos por los que ha pasado-, la enseñanza -toda
arcaizante y plagada de conocimientos inútiles y
ausencia de los necesarios-, los recreos y paseos más
o menos guiados, las romerías a lugares sagrados -tal
la de santa Ana d´Auray con todo detalle narrada en el
libro-, la profusión de leyendas piadoso-idiotizantes
que día tras día iban vertiendo los curas en sus
alumnos. Sólo una como ejemplo: la del turco que llegó
a Francia sin saber una palabra de francés. Bastó con
que alguien le pusiera en la lengua una medallita de
santa Ana para que comenzara hablar la lengua de
Molière mejor que muchos franceses y se convirtiera al
catolicismo inmediatamente. Todo esto, nos dice
Mirbeau, ayuda a la indigestión de la mente y,
consecuencia, a la imbecilidad programada. Es lo que
nuestro autor califica de
“educastración“.
Pero es en el tercer punto, el de los grandes abusos
sexuales en los colegios controlados por
la Iglesia, donde Mirbeau pone todo
su empeño y consigue su mayor efecto denunciador.
Además de romper un tabú -él es el primero que se
atreve a hablar de este tema-, acierta crear un nuevo
género o subgénero literario -el de la novela de niños
en colegios de curas-, que incluso logra exportar al
extranjero y, pocos años más tarde, tendrá en España,
en las plumas de Pérez de Ayala, Azaña y Gabriel Miró,
sus mejores seguidores.
A estos tres frentes de ataque, ya
estudiados por la crítica -muy especialmente por
Pierre Michel, especialista en Mirbeau-, yo añadiría
otro más: la puesta en evidencia de la redomada
hipocresía clerical. En este aspecto el capítulo
relativo a la expulsión de Sebastián del colegio
jesuítico de Vannes es el más acabado ejemplo de hasta
qué extremos de fineza y perfección puede llegar dicha
hipocresía. Baste señalar que, antes de que el niño
ponga los pies en la calle, el cura que hasta entonces
parecía más humano y digno de confianza, no cesa en su
trabajo de persuasión hasta hacerle jurar a Sebastián
que jamás dirá a nadie una sola palabra de cuanto allí
le ha ocurrido. Huelga añadir que, si tal episodio es
autobiográfico, como parece, a los curas les salió el
tiro por la culata: nada menos que un libro de
trescientas páginas informa a todo el que quiera
leerlo de cuanto le ocurrió al protagonista en aquel
antro de perversión e hipocresía.
Tras la
expulsión, el libro nos relata, ahora en primera
persona, -Mirbeau es un maestro en la seducción del
estilo-, las terribles secuelas de la violación. El
joven Roch ha quedado, al menos temporalmente,
invalidado para el amor y una inevitable repugnancia
hacia todo lo relacionado con el mundo del sexo, hace
que todas las caricias de su antigua novia de
infancia, la bella y ardiente Margarita, caigan en
campo baldío. ¿Quedará Sebastián Roch para siempre
privado de los goces de la carne? La entrega de
Margarita en una noche de amor y plenilunio parece
salvar la situación. Poco importa. Al día siguiente
comienza la guerra franco prusiana y Sebastián, en
edad militar, tiene que entrar en el cuartel. Morirá
luchando contra los prusianos,
“absurdamente
sacrificado al Dios de la guerra“,
nos dirá nuestro autor.
Las
últimas páginas del libro las dedica Mirbeau a
fustigar a otro de sus grandes enemigos: el
militarismo, el tema escándalo de
“Le
Calvaire”,
sin que tampoco falten, salpicando toda la novela, los
certeros y repetidos dardos contra la nobleza y la
emergente burguesía. Y mientras va arrojando denuestos
contra curas y militares, en los remansos de su
demoledor discurso, Mirebeau hace un alto para
ofrecernos el ideal de sociedad que él desea. Valgan
como ejemplo estas líneas que traduzco sobre la
marcha:
¿Hay en
alguna parte una juventud ardiente y reflexiva, una
juventud que piensa y que trabaja, que se libera y nos
libera de la pesada, criminal y homicida mano del
cura, tan fatal para la mente humana? Una juventud
que, frente a la moral establecida por el cura y las
leyes que aplica el gendarme, ese complemento del
cura, diga valientemente:
“Yo
seré inmoral y yo seré rebelde”.
Fueron estos gritos de acusación, -toda la novela es
una constante acusación-, lanzados a la cara de una
sociedad hipócrita e inicua los que hicieron que más
de un crítico calificara esta obra de tea subversiva.
La conspiración del silencio fue la respuesta de
aquella sociedad a la descarada osadía de Mirbeau.
Ahora, en el transcurso del presente mes
de septiembre, Benedicto XVI va a visitar la Francia de San Luís, que
-no lo olvidemos- también es
la Francia de Voltaire y de Mirbeau.
¿Tendrá el papa, como ya lo hizo en Sidney, unas
palabras de recuerdo y perdón para todos los niños que
en el país vecino han sufrido y siguen sufriendo los
abusos que en su día sufrió Sebastián Roch?