En un ensayo de
juventud, Marx anotaba que lo que necesita la libertad
religiosa, la libertad de los hombres para creer en su dios,
es la total separación del Estado y las iglesias. Para él, el
país más religioso del mundo eran los Estados Unidos, donde el
Estado está por encima de todos las sectas religiosas, aunque
no por entero de la religión. Donde hay un Estado confesional,
que profesa una fe religiosa oficial, ahí sufre la fe
religiosa de los hombres, porque la religión necesita, para
desarrollarse a plenitud, de la libertad más completa.
Hoy la jerarquía
católica clama por una mayor libertad religiosa y eso obliga a
enfrentar una rigurosa definición de lo que esa expresión
tiene que decir, jurídica, política y racionalmente. ¿Qué es
lo que necesita el creyente para practicar con la mayor
libertad su religión? Pues que el Estado no le diga cómo debe
hacerlo, que ningún individuo le imponga el modo de hacerlo y,
desde luego, estar libre de ataduras de parte de su iglesia,
de modo que sea él y no el cura o el sacerdote quien decida
cómo hacerlo.
Nuestra Carta Magna
garantiza plenamente la libertad religiosa y la define,
esencialmente, como libertad de los individuos. Podría decirse
también que de los grupos, lo que es cierto; pero de los
grupos en cuanto forman comunidades religiosas de
individuos, no como tales. Su artículo primero garantiza
que nadie será discriminado por su religión. El 24 establece
que todo individuo es libre de profesar la creencia religiosa
que decida y realizar sus prácticas religiosas, siempre que no
contravengan lo que dictan las leyes y la propia Constitución.
No pueden dictarse leyes estableciendo o prohibiendo religión
alguna. Los actos religiosos son privados y deben realizarse
en los templos (y, fuera de ellos, sujetándose a la ley).
El tercero evoca el
24 y garantiza que la educación estará libre de credos
religiosos, sobre la base de que a una misma escuela pueden
asistir alumnos de diversos credos y de que en ella se educa
en las ciencias y en las artes y no en la fe religiosa. El
artículo 130 sujeta a las iglesias, como comunidades de fieles
a un régimen constitucional y legal, sobre la base de la
separación entre las iglesias y el Estado.
Todo ello define lo
que llamamos laicismo. El laicismo quiere decir, en primer
término, libertad absoluta de profesar la religión que a uno
le venga en gana. En segundo término, la separación de las
iglesias y el Estado. En tercer término, la privacidad de las
creencias religiosas. En cuarto, una educación que sea libre
de creencias religiosas (la educación religiosa la deben
impartir las propias iglesias en privado, en sus recintos, y
jamás en instalaciones públicas, como se hace en Jalisco). En
quinto lugar, que los bienes de las iglesias son, por
definición constitucional, bienes de la nación y ellas sólo
usufructuarias de los mismos.
Eso debería ser todo,
pero ahora la jerarquía católica nos sale con la novedad de
que la libertad religiosa no es sólo libertad de los fieles,
sino libertad de la Iglesia, así, “de la Iglesia” y ni
siquiera “de las iglesias”. ¿Cómo les ha venido en mente
semejante aberración constitucional, jurídica y hasta
cultural? Las iglesias son instituciones reconocidas y
admitidas por el Estado y, por supuesto, gozan de un marco de
autonomía, como es también el caso de cualquier asociación
privada, pero que no es el de los individuos. Ellas están en
el derecho de darse su estatuto interno y las reglas de su
culto, pero aquí la novedad es que ahora los obispos quieren
libertad de su institución como si fuera un individuo.
Sólo quiero reiterar
lo obvio: la libertad religiosa es libertad de adorar a uno o
a varios dioses, según cada caso, y en eso no hay más que
agregar a lo que ya tenemos. Los jerarcas católicos nos hablan
de un concepto de libertad religiosa que es inadmisible en el
marco constitucional y jurídico en el que hoy actuamos. Un
individuo aislado tiene libertad religiosa para adorar a su
dios como le dé la gana. Pero de lo que nos hablan no es un
modo de adorar a Dios, sino de algo más: de la licencia para
poder influir en la vida pública y pronunciarse sobre todos
los asuntos concernientes a la sociedad y a los individuos.
En relación con las
instituciones sociales de todo tipo, incluidas las iglesias,
no cabe hablar de libertad, por lo menos en los términos en
que hablamos de la libertad de los individuos. Más bien se
debe hablar de autonomía y ésta no puede ser definida
más que por la naturaleza de los fines para los que
expresamente están establecidas y permitidas. Equiparar la
libertad de los individuos con esa pretendida libertad de las
instituciones significaría desvirtuar el sentido mismo de la
libertad que es, ante todo y por todo, individual. Y eso está
establecido en las leyes, comenzando por el Código Civil y la
legislación mercantil, que definen de muchas maneras, según
sea el fin expreso, las asociaciones.
Las iglesias son
definidas como asociaciones religiosas para un fin específico,
para desarrollar el cual están dotadas de autonomía, no de
libertad. Incluso los partidos deben ser definidos como
asociaciones establecidas para un fin particular, en cuya
consecución deben contar con una autonomía particular. Los que
gozan de todas las libertades garantizadas por la Constitución
son sus integrantes. Las asociaciones sólo deben cumplir con
sus fines y no pretender que se les autoricen otros para los
cuales no están pensadas ni admitidas en la ley.
Los que sacaron de su
chistera la ocurrencia de que la Iglesia católica necesita
“más libertad” (incluso política y lo han dicho) no conocen la
Carta Magna ni, mucho menos, sus leyes. La Constitución,
definitivamente, no lo admite ni se puede proponer que lo
admita, porque eso sería introducir un elemento de
antijuridicidad en su cuerpo, pues lo que realmente se propone
es que a esa iglesia se le dote de una autonomía que va más
allá de la ley y que resultaría desigual y, por lo tanto,
inequitativa para las demás iglesias. Violar los principios
del derecho para lograr un fin particular: eso es lo que se
propone.