Laicidad abierta
Armando Hurtado
El Plural 15 de Septiembre de 2008
El Papa, muy
valorado en Francia como intelectual, ha dicho,
recién llegado a Paris, que no ve nada malo en la
“laicidad abierta”.
Hasta ahora ha sido
difícil, en España, asumir el alcance del concepto de
laicidad. Quienes profesan una religión monoteísta,
han sólido encontrar difícil imaginar un Dios laico y
quienes antiguamente se oponían al concepto social de
laicidad hablan ahora, más sutilmente, de “laicidad
abierta”.
La laicidad , a secas, no debe pretender sino consumar
la interiorización y el respeto de principios éticos
fundamentales para que la sociedad funcione
armónicamente y quede abierta a una evolución
pacífica. Buena parte de esos principios constituyen
aspiraciones comunes a todas las religiones. Todas
ellas han predicado que los hombres nacen iguales, que
deben ayudarse entre sí, que hacer el bien es
indispensable para el correcto desarrollo humano, que
hay que cumplir con obligaciones y que ello tiene como
contrapartida un beneficio, cuando no un derecho, etc.
Pues bien, la simple predicación de lo que los
religionistas llaman virtudes, no ha evitado ni las
guerras (las ha provocado, a menudo), ni el dolor, ni
el odio en el mundo. Indudablemente las religiones han
contribuído, en cierta medida, a que al menos algunos
hombres mediten sobre la conveniencia de “portarse
bien” o teman “portarse mal”.
La laicidad pretende que ciertos principios éticos
formen parte de una educación generalizada, de una
cultura no comprometida con dogmáticas estáticas,
respetando la libertad de conciencia y no
privilegiando ninguna opción religiosa o filosófica en
particular, sino proponiendo la custodia del bien
común y de la justicia como única vía lógica de
conseguir que la sociedad mejore. El Estado de Derecho
sólo puede existir dentro de esas coordenadas y no es
concebible como confesional.
La aconfesionalidad del Estado es una de las premisas
de la laicidad. Para nada implica desprotección del
derecho ciudadano a profesar una religión, sino el
reconocimiento de esa libertad individual para todos.
¿Es impensable un Dios laico, amante de todos por
igual y respetuoso de la libertad de conciencia y de
la responsabilidad de cada uno?
Creo que el problema de algunos es no ver que se
accede al plano espiritual desde el plano mental y
que, para ello, es preciso educar la mente habituando
la razón a trabajar con un amplio programa de datos.
La amplitud de datos equivale a “amplitud de miras”,
en castellano. Si buscamos el bien común, tenemos que
hacerlo a partir de lo que nos es realmente común como
hombres. Los grandes arquetipos del pensamiento humano
representan la espiritualidad a la que estamos
llamados todos en primera instancia. El Amor, la
Justicia, la Libertad, son algunos de esos símbolos
espirituales que deben y pueden ser interpretados
desde diferentes perspectivas, respetando unas reglas
de juego para provecho de todos.
Si el Estado es aconfesional, pero está obligado a
garantizar la libertad religiosa de sus ciudadanos, se
presume que debe respetar también la libertad de
acción de las organizaciones eclesiales (de todas y
cada una), sin inmiscuirse en los asuntos internos de
las mismas, salvo respecto a temas que pudieran
corresponder al ámbito del derecho penal. Por otra
parte el Estado debería favorecer a las confesiones
religiosas en todo lo posible y es en este sentido en
el que se habla de “laicidad abierta”.
Según este criterio, el Estado debe colaborar (con
recursos públicos) a sufragar la enseñanza privada
religiosa, la construcción de edificios destinados al
culto, debería integrar ceremonias religiosas en
algunos de sus actos oficiales, facilitar exenciones
fiscales y medios para actividades propagadoras de
intereses religiosos concretos, como pueden ser las
visitas papales, etc.
Se niega al Estado toda competencia sobre la actividad
de las iglesias, pero se le exigen subsidios y tratos
de favor. Se admite uno de los aspectos de la
laicidad, como es el de la libertad de cultos, pero
ampliándolo a la acción multiforme de las
organizaciones eclesiales, subvirtiendo la escala de
valores de la laicidad democrática, que preconiza la
libertad de conciencia y la separación de iglesias y
Estado. Podemos preguntarnos si, en caso de conflicto
entre estos dos principios, debería el Estado, por
ejemplo, renunciar a garantizar las libertades
individuales para garantizar la libertad de acción de
las iglesias establecidas en cada país.
Destinar recursos públicos a subsidiar las
organizaciones religiosas representa un agravio
comparativo para los ciudadanos que no desean
pertenecer a ellas y tributan al Estado. La
aconfesionalidad se trasmuta en acción
discriminatoria. Pero, además, la “laicidad abierta”
tan sólo reconoce al Estado una función restrictiva
(de no intervención), desconociendo la función activa
que le corresponde en defensa de los intereses y
libertades de todos los ciudadanos, incluidos los de
los practicantes de religiones positivas, frente a las
propias organizaciones eclesiales en las que se hallen
inscritos, haciendo que primen los derechos humanos
universales sobre cualquier interés particular.
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Amando Hurtado es escritor y licenciado en Derecho