Ignacio Sotelo
El País
13 de
septiembre de 2008
A
menudo, se ha señalado como una
particularidad específica de Europa separar
el poder espiritual del temporal. En el
Imperio Romano, siguiendo las huellas del
despotismo oriental, ambos poderes se
fusionaron, unión que ha perdurado hasta
nuestros días en el mundo islámico, pese a
que en el monoteísmo tenga otro alcance que
en el politeísmo.
Una
nítida separación del poder político
caracterizó al primer cristianismo,
sufriendo por ello discriminación y
persecuciones. En el llamado edicto de Milán
(313), sin ocultar sus simpatías por el
cristianismo, el emperador Constantino lo
igualó a las otras religiones, garantizando
por vez primera la neutralidad del Estado
ante las distintas confesiones. Los apoyos y
privilegios que recibió la Iglesia los pagó
al alto precio de ver transmutados los
obispos en funcionarios imperiales. En el
último tercio del siglo IV, con la
proclamación del cristianismo como religión
oficial del Imperio, se suprimió de un
plumazo la frágil tolerancia religiosa. El
senado, último baluarte pagano, en el 382
abjuró solemnemente de los dioses
tradicionales, decretando castigos para los
que se mantuvieran fieles a los antiguos
cultos. La religión perseguida, en cuanto se
vinculó al poder del Estado, se transformó
en perseguidora.
Con
la caída del Imperio Romano de Occidente, la
Iglesia queda abandonada a sí misma, con el
objetivo de reconstruir lo antes posible la
antigua alianza con el poder político. En el
afán de un mayor grado de integración
centralizada, el poder temporal y el
eclesiástico se necesitan mutuamente,
configurando así el binomio Imperio-Papado
que singularizó a la cristiandad. Ni qué
decir tiene que el equilibrio entre ambos
poderes fue siempre muy inestable,
predominando el poder temporal, hasta que la
fragilidad del Imperio por la dispersión
feudal del poder, pero sobre todo por el
resurgir de los reinos, robusteció una
Iglesia que pretende librarse de la sumisión
a los poderes temporales, libertas
ecclesiae. Gregorio VII (1073-85) llega
a defender la superioridad del poder
espiritual, así como el alma prevalece sobre
el cuerpo, incluida la posibilidad de
destituir a los poderosos, sean cual fuere
su rango, que a juicio de la Iglesia se
aparten de los dictados divinos.
La
crisis del Imperio y del Papado a partir del
siglo XIV -Francia logra incluso llevar la
corte papal a Aviñón- debilitan el binomio
hasta la insignificancia. La reforma
protestante refuerza la autonomía de las
distintas iglesias, en buena parte sometidas
al poder de los Estados, incluso en los
países en los que se impuso la
Contrarreforma. Después de haberse
desgarrado en las guerras de religión, a
finales del siglo XVII Europa encuentra su
identidad en la tolerancia religiosa, matriz
de todas las demás libertades. Las
libertades civiles, tales como las entienden
los europeos, son inconcebibles sin la
libertad de cada cual de salvarse a su
manera, de creer o no creer lo que les dicte
la conciencia, libertad religiosa que
presupone, tanto la neutralidad del poder,
como la estricta separación de Iglesia y
Estado.El enfrentamiento de la Iglesia
católica con la libertad de conciencia, como
base de la tolerancia religiosa y de la
estricta separación del Estado, ha durado
casi tres siglos, un largo trecho del que no
puede sentirse muy orgullosa. La oposición
visceral a los valores constitutivos de
Europa, tal como se expresa en el
Syllabus, o catálogo de los errores
modernos (1864), muestra hasta qué punto la
jerarquía católica por boca del papa Pío IX
puede desbarrar política y socialmente.
Enclaustrada en prejuicios acumulados en una
tradición moldeada por un solo interés,
salvaguardar poder y privilegios, la Iglesia
ha ido apartándose de aquel primer
cristianismo, "que daba al César lo que es
del César y a Dios lo que es de Dios".
La
Iglesia no se ha instalado en la modernidad
europea hasta el Concilio Vaticano II, en el
que por fin reconoce la libertad de
conciencia con todas sus consecuencias.
Empero, lo más significativo de este último
medio siglo es que una buena parte de la
jerarquía ha ido distanciándose de los
postulados básicos del Concilio, como si
renunciar a los privilegios provinientes del
poder político implicase el
resquebrajamiento de su estructura interna.
Más que confiar en la ayuda del Espíritu
Santo, la Iglesia prefiere asegurarse la del
Estado; la española, en particular, no ha
sabido librarse de su pasado
nacionalcatólico y las críticas que
recientemente ha hecho a la neutralidad
laica del Estado rezuman valoraciones y
conceptos de un pasado que creíamos
superado.
La
jerarquía eclesiástica española ha vuelto a
plantear posiciones que en los años setenta
del siglo XIX ya llevó al enfrentamiento con
la Alemania de Bismarck (Kulturkampf).
Al apelar a un "derecho natural", en sí
mismo racional y además, incardinado en la
ley eterna de origen divino, que sólo
a la Iglesia correspondería interpretar,
coloca sobre el derecho positivo uno de
origen divino en manos exclusivas de la
Iglesia. Si el poder político sanciona leyes
que van contra el "derecho natural", como es
el caso del aborto o del matrimonio
homosexual, de hecho rompe con el orden
democrático, ya que únicamente es legítimo
si se sostiene sobre el "derecho natural".
Desde una argumentación que creíamos
superada por el último Concilio, algún
obispo español ha llegado a descalificar al
Gobierno de "antidemocrático".
Habrá que recordar a la jerarquía
eclesiástica que el Estado de derecho, tal
como lo construye la ciencia jurídica
alemana del siglo XIX, y que se recompone en
el XX en "Estado democrático de derecho" se
basa en tres principios: 1.- Sólo el Estado
es fuente de derecho; no hay otro derecho
que el estatal; 2.- A la vez que obliga a
todos, el Estado respeta el derecho que se
ha dado a sí mismo, evitando toda
arbitrariedad; 3.- Ha sido promulgado
siguiendo un procedimiento en el que se haya
expresado la voluntad de la mayoría.
Si
se reconocen la libertad de conciencia de
cada uno, así como las libertades civiles y
los derechos humanos, el resultado es un
pluralismo de ideas y posiciones sobre lo
que es bueno y justo, sin que instancia
alguna pueda definir previamente sus
contenidos. La Iglesia lo puede hacer para
sus fieles, pero en ningún caso para el
conjunto de los ciudadanos, que supondría el
fin de las libertades. Este pluralismo, que
tanto le ha costado reconocer a la Iglesia,
es consustancial con la democracia y obliga
al Estado a mantener una neutralidad
ideológica y confesional, así como a imponer
como único derecho válido el que haya sido
aprobado por la mayoría según los
procedimientos previstos.
Sólo cuando la Iglesia acepta el pluralismo
implícito en el reconocimiento de las
libertades y derechos humanos fundamentales
-Pío VI condenó como "apostasía nacional" la
Declaración de los derechos del hombre y
del ciudadano (1789)- puede decirse que
ha asumido la democracia, dispuesta a
convivir en un mundo en el que muchos no
comparten sus valores y "verdades". En todo
caso, al igual que los demás ciudadanos e
instituciones religiosas y civiles en una
democracia, la Iglesia tiene garantizados
libertades y derechos, sin que pueda sufrir
persecución alguna, a no ser que, como a
menudo ha ocurrido en el pasado, y sigue
sucediendo hoy en España, llame
"persecución" a ver cercenados privilegios
heredados que no encajan en una democracia,
necesariamente, recalco, pluralista y laica.
Ignacio Sotelo
es catedrático excedente de Sociología.