Olalla Castro
La Opinión de Granada 4 de
Diciembre de 2008
Por
suerte, en el año 85, cuando yo ingresé en el
Colegio Público Sierra Nevada, existía la ética
como alternativa a las clases de religión. Nunca
me sentí excluida por no creer en su Dios. Nunca
estuve sola. No éramos, evidentemente, una
mayoría, pero sí los suficientes como para
ocupar un aula y saber que nuestra opción no era
un estigma, sino sólo eso: una opción. Dos años
antes, en el Colegio Caja de Ahorros, mi hermano
tuvo que abandonar cada semana el aula en la que
sus compañeros impartían religión para vagar
solo por el patio de la escuela. Era la
represalia que la directora del centro tomó
cuando mi madre le advirtió que no quería una
educación religiosa para mi hermano: señalar al
hereje, apartarlo del resto, aislarlo, dejarle
claro que su opción le hacía diferente y que su
diferencia era una aberración.
Durante décadas, el debate sobre laicismo y
escuela se redujo al hecho de contemplar una
alternativa a la educación religiosa que no
consistiera en amontonar a los alumnos
proscritos en una sala de estudio y obligarles a
matar el tiempo en silencio. Hoy, movimientos
asociativos como ‘Granada Laica’ intentan dar un
paso más. No se trata, como demagógicamente
pretenden los escandalizados colectivos
cristianos, de estigmatizar a los alumnos que
profesen una fe, sea cual sea; no, eso ya lo
hicieron ellos durante décadas con los
agnósticos y es indeseable.
Se trata, por el contrario, de defender, desde
una clara separación entre Iglesia y Estado, la
libertad de conciencia, de convertir la
profesión de una fe o la ausencia de ella en una
cuestión individual y no en una imposición
social. Para ello, resulta indispensable que la
escuela, en tanto institución pública, se
desnude de cualquier símbolo religioso. Esto
incluye las cruces que presiden las aulas de los
colegios. Nada tiene que ver con la persecución
y prohibición del velo de las niñas musulmanas o
la cruz al cuello de los niños católicos.
La libertad de conciencia pasa por defender el
uso personal y libre de cualquier símbolo
ideológico, cultural o religioso, por no
favorecer ninguna confesión en detrimento de las
demás y garantizar una escuela laica, llevando
la enseñanza religiosa, sea del credo que sea,
al ámbito privado y a los lugares expresamente
concebidos para ello. No se trata de perseguir y
acosar a los creyentes: eso ya lo hicieron ellos
durante siglos, quemándonos en hogueras o
mandándonos al patio de nuestras escuelas en
horas de clase. Se trata de que la Iglesia deje,
de una vez por todas, de ser una presencia
impuesta en la vida de quienes no la sentimos
como propia; de poseer, al fin, la custodia
absoluta de nuestra conciencia.