Francisco Delgado
Püblico 7 de
Diciembre de 2008
Ayer se cumplieron
tres décadas desde que una gran mayoría de ciudadanos y
ciudadanas del Estado español diera su respaldo a una
Constitución, la de 1978, producto de un consenso difícil y
no tan ejemplar como algunos tratan de mantener. Si tomamos
como base ideológica y política el conjunto del texto
constitucional, a pesar de las contradicciones, muchos de
los que vivimos aquel hecho esperábamos caminar hacia la
separación de la Iglesia del Estado. Sin embargo, la
realidad ha sido bien distinta: más que caminar hacia un
Estado laico, los poderes públicos han mantenido el Estado
confesional (últimamente con una cierta pluralidad
religiosa), con dos soportes principales: Ley de Libertad
Religiosa de 1980 y los Acuerdos del Estado español con la
Santa Sede de 1979.
La Ley de Libertad Religiosa de 1980 hace desaparecer la
libertad ideológica: las creencias y convicciones de
carácter no religioso son privadas del reconocimiento de
cualquier contenido moral o ético, aludiendo a las mismas
como “ausencia de convicciones”, lo que supone que, desde el
punto de vista político y jurídico, no puede haber un mayor
y más brutal atentado al pensamiento humanista y a la
libertad de conciencia. Es urgente derogar esta ley para, en
su caso, crear una ley de Libertad de Conciencia.
La otra gran coartada son los Acuerdos del Estado español
con la Santa Sede de 1979 que mantiene vigente el ideario
del Concordato que Franco firmó en 1953. Dichos acuerdos
configuran un cuerpo jurídico y político opuesto a los
artículos 10.2, 14 y 16 de la Constitución y vulneran la
Declaración Universal de los Derechos Humanos, que proclama
“la libertad de pensamiento de conciencia y de religión (…)
sin que ningún credo o convicción pueda prevalecer o
imponerse al conjunto de ciudadanas y ciudadanos”.
Que vivimos en un Estado neo-confesional se evidencia
porque, incluso, se ha aumentado la financiación estatal del
culto religioso (ampliamente católico); continúa la donación
de bienes y patrimonio público a la Iglesia católica y,
ahora, muy tímidamente a otras confesiones; se permite a la
Iglesia católica que, con dinero público, financie
proselitismo religioso a gran escala; se les exonera de
impuestos tan importantes para los ayuntamientos como el IBI;
y además se le financia la enseñanza del catecismo en la
escuela pública en horario lectivo, así como toda la
enseñanza en los centros educativos de “ideario católico”
que han crecido, cuantitativamente, en los años de
democracia.
Además, se siguen organizando actos religiosos de Estado que
deberían de tener una finalidad exclusivamente civil, como
funerales, apertura de años judiciales y otros eventos. Se
mantienen capellanes-funcionarios católicos en el Ejército,
cárceles y hospitales, así como simbología y actos
religiosos en estos y en algunos lugares públicos, como
centros educativos. Los ministros y otros cargos
representativos siguen prometiendo o jurando su lealtad al
Estado delante de simbología católica. En el código civil y
penal existen conceptos del dogma católico y confiere al
matrimonio canónico católico efectos civiles (ahora también
a otras confesiones en virtud de acuerdos suscritos con el
Estado). Los poderes públicos permiten (y protegen) la
objeción a profesionales de la sanidad, la judicatura o la
educación por cuestiones religiosas, sin tener alternativas
que garantice la libertad de conciencia individual de cada
persona. Se le permite a la Iglesia católica un supuesto
estatus jurídico autónomo para denegar el derecho a
cancelación de datos a los ciudadanos que deciden apostatar
y en otras materias.
Curiosamente, y a pesar de ello, la jerarquía católica y sus
fundamentalistas grupos aliados lanzan, con frecuencia,
soflamas y acciones incendiarias sin razón alguna, con el
fin no sólo de defender su histórico estatus, sino de
aumentarlo (consiguiéndolo en algún ámbito, como es el de la
enseñanza). Y todo ello con la pasividad de los poderes
públicos.
La democracia ha de defender de forma clara y precisa el
concepto de ciudadanía y la libertad de conciencia, con el
fin de evitar que los derechos ideológicos y de pensamiento
de cada persona sean ocupados o transgredidos por unos
supuestos derechos y fines de una comunidad o grupo que los
impone al conjunto (históricamente a la fuerza). Sin la
recuperación de la libertad y de la igualdad, sin la
recuperación de la conciencia libre como condición
irrenunciable del ser humano no podemos hablar de verdadera
democracia y, por ello, de haber terminado la denominada
“transición política”.
La sociedad española, en cuanto a convicciones y costumbres,
ha evolucionado muchísimo en estas tres décadas. El
seguimiento práctico a la doctrina que marca la jerarquía
católica es cada vez más débil. Crecen otras religiones muy
diversas y, sobre todo, aumenta el interés por el humanismo
ateo, agnóstico y por otras identidades y convicciones
éticas y morales, ajenas a lo religioso. Ello nos hace soñar
que, a pesar de la cerrazón integrista e interesada de la
jerarquía católica, a medio plazo, podremos ir construyendo
un Estado verdaderamente laico, ajeno a dogmatismos y
fundamentalismos de cualquier signo, en donde todos los
ciudadanos y ciudadanas, independientemente de nuestras
convicciones, creencias o no creencias, nos sintamos cómodos
y seamos tratados por igual. Y eso es lo que nos proponemos
desde Europa Laica y otras organizaciones sociales y
laicistas: seguir trabajando por la verdadera emancipación
laica, dentro de los cauces democráticos y con la razón como
aliada.
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Francisco Delgado
es Presidente de Europa Laica. Diputado en la
legislatura de 1977