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No consiento que se hable mal de Franco en mi

 presencia. Juan  Carlos «El Rey»   

 

 

Carta a un maestro

Por Jules Ferry, Ministro de Instrucción Pública en Francia, 1.883.

París, a 17 de noviembre de  1883

 

  Señor Maestro,

 

El curso escolar que acaba de empezar será el segundo año de la aplicación de la ley del 28 de marzo de 1882. No quiero que se inicie dicho curso sin dirigirles personalmente algunas recomendaciones, que no les parecerán superfluas después del primer año de experiencia. De las diversas obligaciones que os impone, seguramente la que más trabajo y preocupación os supone, es la misión que se os ha encomendado de dar a vuestros alumnos la educación moral y la instrucción cívica. Voy a responder a vuestras preocupaciones intentando fijar el carácter y el objeto de esta nueva enseñanza; para ello me vais a permitir ponerme en vuestro lugar, tomando ejemplos tomados de vuestras funciones (…).

 

La ley del 28 de marzo se caracteriza por dos funciones que se complementan sin contradecirse: por una parte, excluye del programa obligatorio la enseñanza de cualquier dogma particular, y por otra parte pone en primer línea la enseñanza moral y cívica. La instrucción religiosa pertenece a las familias y a la iglesia, la instrucción moral a la escuela.

 

El legislador en ningún caso ha querido hacer una obra negativa. Sin lugar a duda ha empezado por separar el colegio de la iglesia, asegurando la libertad de consciencia tanto de los maestros como de los alumnos, haciendo una distinción entre dos dominios, demasiado tiempo confundidos: el de las creencias que son personales, libres y variables, y el de los conocimientos que son comunes e indispensables para todos. Pero hay otra cosa en la ley del 28 de marzo: reafirma la voluntad de crear una educación nacional y de fundarla sobre las nociones del deber y del derecho que el legislador inscribe entre las verdades que nadie puede ignorar.

 

Para esta parte capital de la educación, Señor, los poderes públicos cuentan con usted. Al dispensarle de la enseñanza religiosa, no se le ha descargado, sin embargo, de la enseñanza moral: de haberlo hecho hubiera significado quitarle dignidad a su profesión. Al contrario, ha parecido totalmente natural que el maestro, al tiempo que enseña a los niños a leer y escribir, les enseñe aquellas reglas elementales de la vida moral, que deben ser universalmente aceptadas como lo son el lenguaje y el cálculo.

 

Al confiarle esta función, ¿acaso el Parlamento se ha equivocado? ¿Acaso ha abusado de sus fuerzas, de su voluntad, de su competencia? Hubiera sido así, si de golpe se hubiera cargado a ochenta mil maestras y maestros con una asignatura específica sobre principios., orígenes y fines de la moral. Lejos de todo ello el ministerio, al día siguiente de la aprobación de la ley ha procurado explicar lo que se esperaba de usted. (…) se enfrentará usted a dos críticas. Una le dirá “Su tarea como educador moral es imposible”; la otra le dirá “Es una tarea banal e insignificante”. Estas críticas equivalen a considerar que la meta está a un nivel demasiado alto o demasiado bajo. Déjeme decirle que la tarea encomendada no está ni por encima de sus fuerzas, ni por debajo de su estima.

 

Realmente usted no tiene que enseñar nada nuevo, nada que no le sea familiar, como a cualquier persona honesta. Y si se le hablan de misión y de apostolado, debe entender que no se trata de considerarle como un apóstol de un nuevo evangelio; el legislador no quiere hacer de usted un filósofo, ni un teólogo improvisado. Sin embargo es imposible que esté rodeado todos los días de niños, que escuchan sus lecciones, observan su conducta, inspirándose de sus ejemplos, en la edad en que el espíritu se despierta, el corazón se abre y la memoria se enriquece, sin que se le ocurra aprovechar de esta docilidad y de esta confianza, para transmitirles con sus conocimientos escolares, los principios mismos de la moral (…).

 

Es usted el auxiliar, y en cierto modo, el suplente del padre de familia; hable pues al niño como quisiera usted que se le hablara al suyo; con fuerza y con autoridad, cuando se trate de una verdad indiscutible; con la mayor reserva cuando pueda rozar un sentimiento religioso del cual usted no es juez. (...)"

 

 
 

 

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