Aprender a vivir, aprender a morir
José Antonio Martín Pallín
El Periódico 5 de Abril de 2008
El ser humano, cuando termina el ciclo de la gestación, siente un impulso vital irresistible para salir al mundo exterior. Está comprobado científicamente que cuando tiene dificultades sufre y se angustia poniendo en riesgo su vida futura. La salida del claustro materno le convierte en persona con plena expectativa de derechos aunque la mayoría los alcanzará cuando las leyes se los vayan otorgando.
Desde sus primeros días le saldrán al paso propuestas diversas para
que su vida transcurra por cauces marcados desde hace tiempo. Las
decisiones se toman por las personas más directamente, encargadas de
su guarda y custodia. Siempre habrá otros que querrán decidir por él
y señalarle los objetivos que más le convienen, según la especial
visión de sus paternalistas custodios.
SEGÚN Gerald Dworkin, paternalismo es la acción y efecto de inmiscuirse en la libertad de acción de una persona justificándolos por razones que conciernen exclusivamente al bienestar, la felicidad, las necesidades, los intereses o los valores de la persona sujeta a coerción. La lucha por la capacidad de autodeterminarse, al margen de fuerzas extrañas, es difícil y no siempre se consigue en su plenitud. La vida en sociedad deja poco espacio para la individualidad, la autonomía y la libertad. A pesar de todo la capacidad de autocontrol y de escoger los espacios para el libre desarrollo de la personalidad permiten que el aprendizaje pueda alcanzar cotas notables de dignidad, sensibilidad, solidaridad y libertad.
De todas formas, a muchos nos resulta difícil y perturbador comenzar
prematuramente el aprendizaje de la muerte. Pensamos evasivamente
que mejor hacerlo cuando llegue el día del último viaje, como diría
Machado.
La tradición cristiana, magnificadora del martirologio, desde el
circo romano hasta nuestros días, considera como un pecado de
soberbia o rebelión luciferina contra los designios de Dios
cualquier acto de disposición de la vida que no sea la entrega
voluntaria a los verdugos o los leones para que realicen su trabajo
y materialicen un suicidio fácilmente evitable.
A los seres humanos nadie nos ha pedido permiso para ingresar en el
mundo, ¿es mucho pedir que podamos decidir cuando nos vamos?. La
Iglesia católica nunca tuvo comprensión para los suicidas y les negó
el enterramiento en sagrado como muestra de condena irremisible,
aunque en el último segundo pudiera haber tenido un acto de
comunicación con Dios. En muchos casos, miran hacia otro lado e
incluso celebran funerales aun sabiendo que, según sus dogmas, está
irremisiblemente condenado al fuego eterno. La más jocosa rebelión
contra esta hipocresía la vi en un cementerio portugués en el que
alguien había puesto en la lápida murió porque quiso.
Muchos han tenido el valor de tomar la ultima decisión sin necesidad
de involucrar a otros, aunque también querrían sentir en esos
momentos, la cercanía a sus seres queridos.
El arzobispo Fernando Sebastián acaba de decir en el sermón de las
siete palabras de Valladolid que Jesús no tuvo cuidados paliativos
pero su muerte fue absolutamente digna. Se olvidó de recordar a los
oyentes que, según el Evangelio, en medio del sufrimiento exclamó:
“Si es posible aparta de mí este cáliz”. Ese Jesús hubiera
comprendido a todos los que sufren en el trance de la muerte y
quieren pasar el tránsito sin perder la dignidad, su propia
identidad y su trayectoria vital.
LA MAYORÍA de la sociedad siente desasosiego al reflexionar sobre estas situaciones cotidianas salvo cuando el caso adquiere unas dimensiones mediáticas, visualmente tan insoportables como la deformación que se apoderó del rostro de Chantal Sébire. Los legisladores de Holanda, Bélgica, Suiza, Uruguay y algunos otros se enfrentaron a la tarea de despejar los obstáculos legales procedentes de una moral heredada y de un temor ancestral a la muerte, articulando fórmulas legales que permiten al paciente y a la sociedad asumir, como un valor inherente al ser humano el de elegir y pedir una muerte digna, es decir, humana y racional.
Los franceses, después de un debate de alto contenido moral,
cultural y cívico, redactaron una ley con un título de inmensa
belleza: ley de acompañamiento hasta el fin de la vida. Hoy nadie
discute, salvo residuos de la hipocresía imperante, la moralidad y
la legalidad de la muerte asistida con paliativos como la sedación
relajante y adormecedora que acompaña y acelera la llegada del final
de la vida. Se lo ofrecieron a Chantal Sébire como salida ante su
incomoda petición de eutanasia activa pero no accedió y su decisión
de suicidarse, sola o ayudada, ha reavivado el debate.
COMPRENDO que la regulación legal en España puede resultar conflictiva pero si sabemos afrontarla, al final nos daremos cuenta que merece la pena ensanchar las alamedas de la libertad por las que nunca caminaremos solos. Los políticos deben afrontarlo sin descalificaciones ni tremendismos. El cálculo electoral o la existencia de otras prioridades como las económicas, son perfectamente compatibles con una decisión que nos hará a todos un poco más libres y dignos.
Es duro comenzar a vivir pero lo es más el fracaso final de la
última hora.
A la Iglesia católica le pedimos piedad, sentido de la razón y amor
al prójimo. No es mucho pedir.
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* José Antonio Martín Pallín, Magistrado emérito del Tribunal Supremo