¿Recuerdan
el cínico escándalo surgido a raíz del despido fulminante de varias
profesoras de religión –allá por el 2000- coreado solidariamente por los
medios de comunicación y diversas organizaciones progresistas que
denunciaron “el calvario de los profesores de religión católica”? La
Conferencia Episcopal les puso de patitas en la calle por “irse de copas con
los amigos” o por “vivir en pecado”.
Muchos fueron los que pusieron el grito en el cielo, queriendo ver en el
asunto un problema de derechos laborales de un grupo de profesores y
argumentando la contradicción entre los Acuerdos Santa Sede y Estado Español
y la Constitución en lo referente al régimen laboral de esos docentes.
Y, por fin, el Tribunal Constitucional vino a poner orden (en la tierra,
claro). La sentencia, dictada el pasado 15 de febrero, vuelve a remover el
cinismo de unos y otros cuando establece que “si el Estado (…) acuerda con
las comunidades religiosas impartir dicha enseñanza en los centros
educativos, deberá hacerlo con los contenidos que las autoridades religiosas
determinen y de entre las personas habilitadas por ellas”, que “son únicamente
las Iglesias, y no el Estado, las que pueden determinar los requisitos de las
personas capacitadas para enseñar religión”.
Paradójicamente, y sin pretenderlo, la sentencia del TC nos da la razón a
tod@s las laicistas. Quienes defendemos la sinrazón de la existencia de la
asignatura de religión en la escuela podemos sentirnos, aunque sea
parcialmente, satisfech@s.
Y es que el TC, sin quererlo, ha venido a desenmascarar los engaños, los
eufemismos, los vericuetos tras los cuales el PSOE, siguiendo la estela del PP
y plegándose al poder de la iglesia católica, ha consolidado y potenciado la
permanencia de la asignatura de religión en el sistema educativo.
Después de tantos años queriendo convencer de la supuesta inocencia de dicha
asignatura, apelando a su utilidad por su contenido histórico cultural,
reivindicándola como un instrumento de la educación en valores, escondiendo
el conflicto entre su existencia en la escuela y la aconfesionalidad del
estado… después de tanto sermón pacato, llega el TC y, sin buscarlo, dice
una verdad trascendental para quienes reclamamos la religión fuera de la
escuela: que la religión no es una asignatura como otra cualquiera, que nada
de inocencias ni de ambigüedades. La enseñanza religiosa es de contenido
dogmático y lo dice así:
La capacitación para impartirla “implica un conjunto
de exigencias” para adquirir la necesaria
idoneidad, por lo que puede pedirse que “los
profesores que se destinan a la enseñanza de la religión en las escuelas,
incluso en las no católicas, destaquen por su recta doctrina y por el
testimonio de su vida cristiana”, es más, afirma que
“la facultad reconocida a las autoridades eclesiásticas para determinar
quienes sean las personas cualificadas para la enseñanza de su credo
religioso constituye una garantía de libertad de las iglesias para la
impartición de su doctrina sin injerencias del poder público”.
El escándalo por la capacidad que se otorga a la Iglesia para despedir no
puede estar desvinculado del escándalo que debería provocar igualmente su
capacidad incuestionada de seleccionar al personal (para que luego venga el
Estado y pague, claro). Lo demás es puro cinismo.
Pero el cinismo puede y, de hecho, llega a ser inmenso y hasta delirante,
cuando analizamos las reacciones más recientes del poder mediático, de los
creadores de la opinión pública (sobre todo de los que están sentados en el
mismo banquillo del talante progresista y aparentemente laico, o al menos
aconfesional) de lo que hemos convenido en llamar falsimedia.
En un país donde ministros, ministras y demás altos (y no tan altos) cargos
de las administraciones públicas juran o prometen su fiel desempeño ante un
crucifijo.
En un país donde la llamada Semana Santa figura en el calendario oficial como
fiesta nacional conmemorativa de la pasión y muerte de un señor
llamado Jesús de Nazaret.
En un país donde por esas fechas (y otras que consideren oportunas) las procesiones
ocupan y colapsan infinidad de ciudades y pueblos con la obligada
(con solemnes excepciones correspondidamente sancionadas) presencia en lugar
notorio de los representantes de los poderes públicos (y por supuesto
privados y militares).
En un país donde con fondos públicos se sufragan la mayor parte de las instituciones
educativas religiosas, con su ideario y su capilla y todo, y con su
selección de alumnado (a veces descarada, a veces encubierta, pero siempre
constatable) capaz de desechar inmigrantes molestos, disminuidos (de todo
tipo) o simplemente maleducados reincidentes.
En un país donde los crucifijos campan a sus anchas por lugares públicos y,
desgraciado o desgraciada de quien se atreva a cuestionarlo, (si los quita
directamente nadie lo libra de su correspondiente denuncia por intolerante)
pues caerá sobre su conciencia y sobre su vida un aluvión de críticas y
miradas retorcidas augurando mal camino y peor destino.
En un país donde se da todo esto y muchas cosas más que nos callamos por
pudor, falsimedia se escandaliza por el auto del Tribunal Constitucional y
dice que tiene aroma a otra época, en la que la separación
entre la Iglesia y el Estado no tenía todavía unos contornos definidos.
Lo dicho, delirante.
Si por aroma a otra época se refiere falsimedia al pasado franquista
y es capaz de jugar con ambigüedades respecto a si tenían o no contornos
claros la separación entre Iglesia Católica y Estado fascista-franquista, el
cinismo se pasa de la raya y llega a burda mentira y a ocultación de la
realidad de cruzada que tuvo el régimen hasta su final. Hasta su final o
mejor dicho, hasta su transmutación en lo que en estos momentos tenemos entre
manos, en un régimen que ahora sí que se podría afirmar que no tiene
contornos definidos en su separación con la jerarquía católica.
A falsimedia, como ocultadora de la verdad, como generadora del discurso de lo
políticamente correcto, le hubiera encantado que el TC hubiera dictaminado en
el sentido de que los despidos de profesores y profesoras de religión
se ajusten a las leyes laborales, como si de cualquier otro profesor o
profesora se tratara. Pero no, el TC hace su trabajo con coherencia.
Falsimedia sabe de sobra (como también lo saben los legisladores actuales)
que la religión no se enseña sino que se adoctrina (como tiene que ser), que
la enseñanza, por definición, es racional y científica y laica.
Los obispos, que también lo saben, y que son los que deciden
constitucionalmente (a dedo constitucional) qué profesionales son idóneos
para sus objetivos, claman a su coherencia cuando no admiten como profesores
(adoctrinadores, como no puede ser menos) o profesoras a personas que no
cumplan con todas sus condiciones profesionales y sobre todo morales (todavía
no se ha despedido a nadie por ser mal “profesor”).
El TC, que también lo sabe, clama a la coherencia y asume que la religión no
es como otra disciplina curricular (igual que los crucifijos no son
mobiliario) y si por concordato constitucional los obispos deciden en el tema
de la “enseñanza” de la religión, lo hacen con todas las consecuencias,
incluidas las de su moral que tanto los identifica respecto a otras
religiones.
Ni más ni menos.
Todo lo demás es puro cinismo, es puro humo, es admitir a la Religión Católica
como asignatura de obligada oferta y darle, por lo tanto, rango educativo. Es
rizar el rizo de la estupidez..
Los que tanto se escandalizan del auto del TC en falsimedia no son capaces de
posicionarse (ni siquiera nombrar la posibilidad) frente a un acuerdo entre
España y el Vaticano que borra claramente los contornos de la separación
entre Iglesia y Estado, que borra de un plumazo la constitución y las leyes
laborales, pues sus poderes y sus mandatos son de otro mundo.
Los que se escandalizan tanto no son capaces de decir que lo que no es
constitucional es que la Religión Católica o cualquier otra religión se esté
adoctrinando, con fondos públicos en centros públicos.
Todos los protagonistas de este circo mediático, desde el gobierno a los
obispos, desde el Tribunal Constitucional al grupo Prisa, seguirán
componiendo y recomponiendo sus incoherencias, seguirán dramatizando sus escándalos
y sus autos, para así seguir apuntalando el estado de las cosas donde tan
bien les va.
La separación real, con contornos bien definidos, entre la iglesia y
el estado y la laicidad como modelo de relación y cohesión social, quedará
para más adelante, para el futuro que debemos construir (a pesar de ellos).