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Antonio
García Ninet
UCR 8 de Mayo de 2007
Aunque
desde los puntos de vista psicológico y sociológico se han dado una serie de
interpretaciones acerca del origen de las diversas religiones, lo que es
evidente es que ninguna de ellas tiene su origen en una auténtica “Revelación”
realizada por una divinidad auténtica frente a la cual todas las demás
religiones y supuestas revelaciones fueran falsas.
En
realidad actualmente muchos sabemos que todas las religiones son igual de falsas
y que no son otra cosa que la consecuencia de la mezcla de unos ingredientes
formados, por una parte, por la fantasía, el temor y la necesidad humana de protección
ante lo desconocido, ante la muerte, ante los sufrimientos, ante la soledad y
ante el silencio del Universo, y, por otra, por una serie de personas sin escrúpulo
a la hora de sacar partido y provecho de todas estas miserias humanas.
Pero
frente a las fantasías que de forma ya elaborada ofrecen las diversas sectas
religiosas, si queremos conocer la verdad acerca de nosotros mismos y acerca de
la realidad del Universo, debemos aprender a diferenciar entre lo que deseamos y
lo que en realidad sabemos. Es cierto que todos tenemos derecho a soñar y a
vivir aquellas fantasías que nos sirvan para dar a la vida un color agradable.
Sin duda.
Pero
conviene diferenciar también entre aquello que constituye el conjunto de
nuestras propias fantasías y lo que constituye la base a partir de la cual se
han ido formando una serie de sectas religiosas con “paquetes ideológicos”
prefabricados que se han ido ofreciendo a la gente ingenua, ofreciéndoles una
compensación eterna en “la otra vida” a cambio de sustanciales beneficios
políticos y de extraordinarios donativos económicos.
La
secta religiosa que mayores ganancias ha obtenido a lo largo de la historia ha
sido la “Secta Católica”, con un patrimonio incalculable, muy superior al
de muchos Estados. Dicha secta no sólo cuenta con un inmenso patrimonio artístico
en el Vaticano, sino con miles de iglesias, de catedrales, de conventos, de basílicas,
de negocios como los de Lourdes y Fátima con un rendimiento económico
formidable, de donaciones millonarias, como las que reciben del Estado español,
de un montón de exenciones fiscales y de ayudas de particulares y -como diría
Blasco Ibáñez en La araña negra en referencia a la compañía de Jesús- de un núcleo
que se encuentra en Roma, pero de unas patas o tentáculos que se encuentran en
todo el mundo, exprimiendo a simples ciudadanos y a organismos políticos para
tratar de alcanzar una especie de “Teocracia mundial” dirigida por el jefe
de la secta, cuyos fines no son ni mucho menos espirituales sino dominados por
un patológico deseo de poder que no se sacia con nada.
Por desgracia la ingenuidad de la gente en general no parece tener remedio como no sea a base de educación y de una constante denuncia de la actitud de todas estas sectas que viven especialmente a costa de las miserias ajenas.
¿Cómo se
explicaría, si no, que justamente donde más seguidores encuentran sea en estas
sectas que se enriquecen a costa de los más pobres, de quienes más agobiados
se encuentran por la miseria? Es vergonzoso y paradójico que justamente la
Secta Católica, que en teoría debería trabajar luchando contra la pobreza y
denunciando las injusticias, se caracterice por el inmenso lujo faraónico en el
que viven de modo especial sus jerarquías, no sólo en la actualidad sino a lo
largo de los siglos desde que a finales del siglo IV consiguió convertirse en
la religión oficial del Imperio Romano y en la aliada de los poderes políticos
fácticos de cualquier momento, tanto cuando hubo gobiernos tiránicos como los
de carácter absolutista o como el fascismo franquista, como cuando ha tenido
que adaptarse a gobiernos democráticos, a los que le cuesta amoldarse y, si lo
hace, es tratando de favorecer todo aquello que signifique un regreso
reaccionario a los gobiernos de la derecha, del capitalismo y de las monarquías
tiránicas y clasistas.
Conviene
no olvidar que en el “antiguo régimen” los tres estados en los que se
apoyaba el funcionamiento político de la sociedad era Iglesia, junto con la
monarquía y la nobleza. El pueblo llano era un cero a la izquierda y eso a la
Secta Católica no le importaba en absoluto.
Por
eso también y al margen del mediocre valor literario que pueda tener un libro
como El código da Vinci, tiene el
importante acierto de haber entendido la labor de la Secta Católica -y en
especial la del Opus Dei- como la de
una empresa mafiosa perfectamente organizada. Es tristemente admirable la
capacidad de esta secta para enriquecerse vendiendo a precio de oro apartamentos
y parcelas de cielo para “la otra vida”. Y es igualmente admirable la triste
credulidad de la gente que sigue creyendo en los mensajes de esta gente sin escrúpulos,
a pesar de la claridad con que sus jerarquías, empezando por su jefe supremo,
los contradicen con el ejemplo de su propio ritmo de vida rodeada de lujos
impensables.
Por
eso, al igual que ya Marx ya se dio cuenta de que el simple análisis filosófico
no ayudaba a resolver el problema económico y social en el que se encontraba el
proletariado, sino que de lo que se trataba era de transformar esa sociedad, me
parece fundamental que tomemos conciencia de la necesidad de continuar sin
descanso esta labor de denuncia para ayudar a conseguir que cada día sean más
las personas que vayan descubriendo que la Secta Católica es sólo una parte de
la superestructura ideológica que sostiene esa base económica formada por un
grupo de privilegiados económicos capitalistas, de vagos aristócratas y monárquicos
terratenientes –pensemos que hasta el propio Dios no es “Presidente” de
una república celestial sino su “Rey absoluto” sin haber sido elegido por
nadie-. ¿Cómo iba la Secta Católica a defender un régimen democrático
republicano cuando tan bien le ha ido con las monarquías absolutas de todos los
tiempos?
No
se trata de defender el ateísmo porque sí, sino de atacar y denunciar a los
embaucadores de toda clase que abusan del candor, de la ingenuidad y de la
credulidad de la gente sencilla para llenarse los bolsillos a costa de la
miseria ajena, y de aprender a valorar la vida por ella misma sin necesidad del
falso refugio “espiritual” ofrecido por buitres carroñeros que nunca se
extinguen.
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