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La memoria de los obispos

 Júcaro

14 de abril 2 de Mayo de 2007

La memoria selectiva de los obispos es todo un prodigio; será que tanto olor a incienso les nubla el intelecto, les adormece las entendederas o pensarán que somos estúpidos y que sus palabras, como ciertos misterios, hay que aceptarlas como cuestión de fe.

Hemos conocido cómo sermoneaban, con palabras enfatizadas de supuesta ponderación y sensatez, ante el proyecto de ley de Memoria Histórica argumentando que «una utilización de la memoria histórica, guiada por una mentalidad selectiva, abre, de nuevo, viejas heridas de la guerra civil y aviva sentimientos encontrados que parecían estar superados” o porque, en palabras de Agustín García-Gasco -carta de 26 de marzo de 2007 titulada Reconciliación-, “todos hemos de evitar reavivar sentimientos de odio y de destrucción”.

No comparto esas opiniones aunque las entendería si quienes las dijeran lo hicieran desde la honestidad, coherencia, convicción personal y ánimos sinceros de superar páginas de la historia. No comparto esas bien intencionadas palabras, suponiendo que lo fueran, sobre todo porque durante demasiado tiempo muchos se vieron obligados a permanecer en el anonimato de las cunetas y sepultados en las fosas del franquismo mientras que otros eran reconocidos y recordados por los suyos. Estaría incluso dispuesto a pasar por alto, que ya es pasar, la equiparación entre los alzados contra un gobierno constitucional y los defensores republicanos; pero que aún hoy continúen provocándonos con esos mensajes ofensivos por mucho que los disfracen con hermosas palabras, me parece una indecencia insoportable de quienes gustan hablar, en sus mensajes, de amor, respeto y reconciliación.

Unos están ya perfectamente identificados, numerados -ahora toca a 498- y recordados incluso en placas y monumentos; otros permanecen en el anonimato del olvido o con sentencias de falsos, ilegales e injustos tribunales. Pero, ¡cuidado!, a los primeros todos los honores y reconocimientos; a los segundos, hay que mantenerlos en el olvido. Si damos un paso para recuperar sus identidades, para dignificar su memoria, ya sabemos que estamos enfrentando y crispando innecesariamente o repitiendo por resentimiento los escenarios previos a la guerra civil. ¡Serán crueles! ¡Serán cínicos!

Parece entendible que la Iglesia quiera recuperar la memoria de quienes murieron por sus ideales religiosos, particularmente como si quieren elevar a los altares a toda persona que vaya a misa una vez en su vida. Lo que no alcanzo a comprender, o acaso sí, es su oposición frontal a que otros nos mostremos a favor de recuperar la memoria, a identificar los cuerpos simplemente o limpiar sentencias ad hoc de quienes murieron por defender ideas de igualdad, justicia social, de democracia y libertad.

Ojalá toda esta enajenación fuera provocada por algún acólito travieso que hubiera puesto en el incensario alguna dosis alucinógena. Ojalá fuera un trastorno pasajero, porque no es comprensible que los mismos que hablan de acto reconciliador el emprender una campaña para dignificar la memoria de los “mártires de la persecución religiosa de los años treinta”; esos mismos, acusen de fomentar el enfrentamiento y la discordia cuando se trata de resaltar, dignificar o recordar la memoria de quienes murieron por la democracia y la libertad. Ojalá tanta memoria selectiva, sectarismo e insolencia fuera sólo producto de los efectos de la travesura de un rapavelas díscolo pero me temo que no, que tanto desvarío no es producto de un trastorno pasajero sino que ellos son así, que han sido así per secula seculorum.

 

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