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No consiento que se hable mal de Franco en mi

 presencia. Juan  Carlos «El Rey»   

 

 

 

 

 



El juicio del arzobispo

José M. Castillo *


Ideal de Granada

 

Pero hay algo mucho más serio en todo este asunto. Un arzobispo, antes que arzobispo, es ciudadano. Y se tiene que atener a las exigencias y consecuencias que lleva consigo la condición de ciudadano. Digo esto pensando, no sólo en el arzobispo, sino igualmente en las numerosas personas que han vivido, y están viviendo, este proceso como si se tratarse de un ataque a la Iglesia o incluso que la Iglesia está siendo perseguida. En España, que sepamos, nadie persigue a la Iglesia.

 
EL proceso, el juicio y la condena del arzobispo de Granada, Javier Martínez, ha producido lógicamente reacciones muy distintas y, en no pocos casos, enfrentadas. Es seguramente la primera vez que, en mucho tiempo (no sé si siglos), nos vemos ante un hecho así. Y al ser el reo y el condenado quien es, hay desde quienes se sienten abatidos y escandalizados hasta los que se frotan las manos diciendo que ya era hora de poner las cosas en su sitio, sin que seguramente falten los que dicen que el juez se ha quedado corto en su sentencia y ha usado con el arzobispo una benignidad que probablemente no tiene con otros. ¿Qué pensar de todo esto?

A mí me parce que lo primero, en un caso como éste, es lamentar profundamente lo que ha ocurrido. Porque este tipo de situaciones van inevitablemente asociadas a sufrimientos y humillaciones que siempre son dolorosas y, a veces, más dolorosas de lo que sospechamos quienes, desde fuera, enjuiciamos el caso, cargando juicio sobre juicio. Nos ha de doler, por tanto, el dolor de los que se han visto implicados en el proceso. Y también nos tiene que doler el malestar y seguramente el escándalo de quienes no entienden, ni pueden entender, que un sacerdote lleve a su obispo ante los tribunales. O también la indignación de los que no pueden comprender que un sacerdote se vea en tal situación que no tenga otra salida que denunciar a su obispo ante la justicia ordinaria. Sinceramente, todo esto me produce mucha pena. Y confieso que me he sentido y me siento mal con todo este embrollo. Como supongo que mal se tienen que sentir otros cristianos en Granada y fuera de Granada.

Pero hay algo mucho más serio en todo este asunto. Un arzobispo, antes que arzobispo, es ciudadano. Y se tiene que atener a las exigencias y consecuencias que lleva consigo la condición de ciudadano. Digo esto pensando, no sólo en el arzobispo, sino igualmente en las numerosas personas que han vivido, y están viviendo, este proceso como si se tratarse de un ataque a la Iglesia o incluso que la Iglesia está siendo perseguida. En España, que sepamos, nadie persigue a la Iglesia. Lo que ocurre es que vivimos en un país en el que casi siempre ha mandado la derecha política. Y bien sabemos que la derecha y la Iglesia se han entendido y se han ayudado mutuamente hasta el punto de que muchos hombres de Iglesia ven los privilegios que les ha concedido la derecha como si se tratase, no de «privilegios», sino de «derechos». De ahí que, para los católicos rancios y los curas chapados a la antigua, verse privados de los privilegios de antaño es tanto como verse despojados de derechos que les competen a ellos, y a ellos solos. Por eso, llevar a un arzobispo ante los tribunales es cosa que no nos tendría que sorprender, ni por eso nadie se tendría que llevar las manos a la cabeza. Y menos aún organizar oraciones extraordinarias en la catedral. Oraciones para pedir ¿qué? ¿que el juez no cumpla con su obligación de dictar una sentencia justa? Porque, a fin de cuentas, ¿qué es más importante? ¿que se haga justicia o que se salvaguarde a toda costa el buen nombre del arzobispo?

Si algo bueno ha tenido el proceso contra el arzobispo es que todo el mundo ha visto que, en ningún caso, la condición de creyente, de clérigo, de obispo o de arzobispo, está antes que la condición de ciudadano. De todas maneras, incluso en este caso «con la Iglesia hemos topado». Es verdad que de este enredo han salido malparados tanto el arzobispo como el canónigo. Pero, sinceramente, cualquiera entiende que ha sido el canónigo el que se ha llevado la peor parte. Porque, a fin de cuentas, el arzobispo despacha el asunto pagando tres mil y pico de euros, cosa que para el arzobispado no es problema. Mientras que el canónigo, Javier Martínez, se ha quedado, al menos hasta ahora, con su suspensión 'a divinis', sin poder ejercer el sacerdocio, expulsado del cabildo de la catedral, prácticamente sin oficio ni beneficio. Con lo cual se ha demostrado que el derecho penal del Estado es bastante más benigno que el derecho canónico de la Iglesia. Además, el derecho del Estado es eso, un 'derecho' en sentido propio. Es decir, un derecho del que si un ciudadano se ve privado, puede poner una demanda. Pero el derecho de la Iglesia está supeditado, en última instancia, a la voluntad del papa, juez supremo en los asuntos religiosos (canon 1442). Por tanto, hay que preguntarse: el canónigo que ha sido absuelto en el juicio, ¿a quién acude ahora para que le restituyan todo lo que el arzobispo le ha quitado? Me sospecho que Roma va a ser más indulgente con el arzobispo que con el canónigo. Lo que, en definitiva, plantea un problema mucho más serio: en la Iglesia no hay derechos propiamente tales y con las debidas garantías de ser reconocidos y aplicados. Por muchos cánones que tenga el Código de Derecho Canónico, los curas están a merced de lo que disponga el obispo. Como los obispos están a merced de lo que disponga el papa. ¿Qué solución tienen las personas en una institución que funciona así? No les queda más salida que fomentar la mística de la sumisión, bien condimentada con adecuadas dosis de disimulo, ocultamiento y, a veces, de hipocresía. Con lo que se da pie a que prevalezca, no el derecho de las personas, sino la adulación o incluso el envilecimiento de los que no quieren caer de donde están. Por no hablar del extraño proyecto de quienes, en una institución gobernada así, pretenden hacer carrera, subir y alcanzar puestos de honor y dignidad. ÚLTIMAMENTE están apareciendo numerosos comentarios y artículos con respecto a la época de nuestra postguerra civil, sobre la cual se ha mantenido un silencio tal vez excesivamente espeso. Llaman la atención algunos documentales del 'Canal de Historia' de TV, que ha dedicado varias sesiones a una interesante narración de las actividades de los guerrilleros en la segunda mitad de los años 40, hasta su exterminación definitiva o huida. Colofones éstas -no por casualidad- del pacto entre el franquismo y Estados Unidos en 1953.

Creo que vale la pena aportar algunos recuerdos personales a dichos comentarios, con particular referencia al papel que desempeñaron los llamados 'maquis' en el Sur de España, y en Granada en particular por entonces.

Terminada la guerra mundial, el régimen de Franco entró en una difícil crisis, ya que todos sus apoyos exteriores habían sido derrotados, y perdían cualquier tipo de legitimación. De modo que las fuerzas contrarias -casi siempre de izquierda- intentaron provocar un movimiento interior de reacción violenta ante la dictadura. Grupos de antiguos combatientes, otros, simpatizantes de movimientos radicales y desde luego miembros de sectores anarquistas o comunistas, se «echaron al monte», o se introdujeron clandestinamente por mar o por las fronteras para atacar a un sistema que, con bastante fundamento, consideraban casi acabado. Hasta el punto de que, temeroso de una invasión directa de los aliados, Franco movilizó todas sus fuerzas militares situándolas durante dos o tres años en el Pirineo. Incluso se buscó un secreto refugio en la República Dominicana, por si las cosas se le ponían mal.

Al mismo tiempo, las guerrillas (denominadas 'maquis', por aproximación a la resistencia francesa), provocaron atentados en vías de comunicación, entidades oficiales y otros objetivos en diversos puntos del territorio español.

Pero no contaban con un obstáculo a sus propósitos -en unos casos democráticos y en otros revolucionarios- que inesperadamente se les opuso: la tensión creciente entre los intereses de la URSS y las potencias occidentales. Cuando éstas tropezaron con un riesgo de conflicto similar o mayor que el del recién derrotado Eje, unieron todas sus fuerzas frente al nuevo peligro; y la aportación estratégica de España no era precisamente despreciable. Importaba poco que se tratara de una dictadura: todavía en el siglo XXI siguen (seguimos) apoyando a bastantes de ellas.

De modo que miraron para otro lado y a partir de finales de los años 40 apoyaron al régimen de Franco. La 'resistencia' estaba condenada a muerte, en el sentido más literal de la palabra. Los 'maquis' fueron acorralados en zonas montañosas cada vez más reducidas, perdieron lógicamente sus apoyos locales, y terminaron por refugiarse en la impersonalidad de las muchedumbres urbanas.

Pero carecían de medios propios (hasta el punto de que -bien informado- el propio Stalin reconoció que el intento había fracasado), y se vieron obligados a recurrir a procedimientos desesperados. Concretamente en Granada, los que 'bajaron' de las serranías próximas iniciaron un procedimiento extremadamente arriesgado para salir del paso. Así, uno de ellos se presentó en la consulta de un muy prestigioso cirujano, como si fuese un cliente, y a punta de pistola le obligó a acompañarle al Banco y vaciar su cuenta corriente. Sensacional atraco, que movilizó a la policía, hasta el punto de instalar en las salas de espera de muchos médicos a un policía camuflado, que a una señal convenida avisaría de lo que pasaba. Lo digo con conocimiento directo de causa porque mi padre, que era dermatólogo, sostuvo aquella tensión durante varias semanas.

El final era desgraciadamente previsible: tras varios centenares de muertos en uno y otro bando, muchos campesinos arruinados, cortijos y cultivos abandonados, y gentes inocentes o no en la cárcel, la resistencia se derrumbó. En Granada, por seguir con nuestro caso, los últimos 'maquis', de apellido Quero, murieron en un tiroteo en el Camino de Ronda y en la calle de la Paz (en curioso contraste). Y otros se fugaron como pudieron o fueron a parar, por largos años aún, a campos de concentración. Pese a que ya estábamos en los albores del medio siglo.

Muchas cosas se entienden cuando se recuerda que sólo en 1955 España alcanzó el nivel de renta personal que había tenido en 1935. Y aún tardaría en recuperar el de libertades de entonces otros veinte años más. Así se escribe la Historia.


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 *Catedrático de Teología de la Universidad de Granada

 

 

 

 

 

 

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