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La importancia del laicismo



Fernando Savater 17 de marzo 2007

Las indignaciones o escándalos de nuestra sociedad recuerdan bastante a los caprichos apasionados de la multitud en el circo romano.

Por ejemplo, el pataleo suscitado porque una agraciada señora que se presenta a un concurso de belleza (ocasión paradigmáticamente machista) sea tratada, oh sorpresa, de modo paradigmáticamente machista al discriminarla por su maternidad.

Eso es como ir al campo de futbol y luego protestar ante el griterío porque levanta dolor de cabeza (no quiero dar ideas pero ¿acaso los propensos a la jaqueca no tienen derecho a frecuentar los estadios? Interesante problema jurídico).

De parecido tenor me parece —dejando aparte pormenores del derecho laboral que conozco poco— la irritación suscitada porque el obispo correspondiente haya cesado a una profesora de religión que convive con quien quiere y como quiere.

Precisamente la doctrina que ella está profesionalmente obligada a enseñar prohíbe tal libertad de costumbres. De hecho, la Iglesia para cuya propaganda ha sido elegida —a costos pagados por el Estado, eso sí— ha tenido a lo largo de los siglos y aún quisiera retener dentro de lo posible el ordenamiento por medio de premios y castigos (algunos sobrenaturales y otros no tanto) de la vida privada de los ciudadanos. No puede por tanto extrañar que trate al menos de controlar a quienes hablan en su nombre y según su nombramiento, ya que el resto de la sociedad parece estar cada vez menos por la labor. Sería sorprendente que los obispos eligieran para transmitir su reglamento teocrático a los jóvenes a quienes tienen ideas parecidas a las de los jóvenes y no a las suyas.

A ningún profesor de geografía se le puede echar de su plaza por ser remiso a viajar, a ningún profesor de literatura se le cesa por preferir leer “El Código da Vinci ”a “En Busca del Tiempo Perdido” y ni siquiera son privados de su doctorado tantos médicos destacados que fuman, beben y perjudican alegremente su salud como si la ministra Elena Salgado no hubiera venido jamás a nublar nuestras vidas. En cambio, a la profesora de religión amancebada —perdonen el término anticuado, tan barojiano— se la pone de patitas en la calle... sin que el Tribunal Constitucional logre presentar objeción válida. ¿Cómo puede ser eso? Pues lo explica De Prada muy clarito: “Siendo la asignatura de religión de naturaleza confesional, nada parece más justo que exigir a quienes la transmiten una coherencia entre las enseñanzas que transmiten y su testimonio vital (...), que exigir a los docentes que prediquen con el ejemplo y profesen efectivamente y no sólo de boquilla la fe que se disponen a transmitir”. Sigue teniendo razón desde su perspectiva, aunque precisamente sea esa perspectiva la que nos plantea problemas a quienes deseamos una educación pública digna de tal nombre y por tanto inevitablemente laica.

No es una asignatura relacionada con el conocimiento sino con la devoción. De ahí que —a diferencia de lo que ocurre en las materias de sustancia científica— se pida militancia a quienes la imparten, como bien subraya Juan Manuel de Prada: los profesores de catolicismo deben ser mitad monjes y mitad soldados, para utilizar otra expresión antañona. Lo que importa no es la autenticidad de lo enseñado (me temo que bastante discutible) sino la autenticidad de la fe con que se enseña. Se trata no de saber sino de creer o de aprender lo que hay que creer y a qué principios se debe obediencia. Es la fe quien mueve toda esta montaña pedagógica. De aquí también la dificultad intrínseca de evaluar semejante materia como las demás. Para ser rigurosos y coherentes con lo que se exige a los docentes, deberían puntuarse las buenas obras de los alumnos y su entrega piadosa al culto divino, no las respuestas a ningún tipo de cuestionario.

Si se trata de una autoridad eclesiástica, la cabeza de la Iglesia Católica, ¿por qué debe mantener con ella nuestro Estado no confesional un tratado especial y comprometedor? Si se trata de un Estado extranjero con todas las de la ley, es hora de recordar que en él no se respetan derechos fundamentales en lo tocante a la libertad religiosa, igualdad de sexos para acceder a cargos públicos, etcétera. Ese concordato venido del franquismo concuerda muy mal con nuestras instituciones actuales y muchos católicos lo reconocen abiertamente así. Aquí y no en otra parte está el verdadero problema y el auténtico escándalo.

El adoctrinamiento confesional, sea católico, protestante, musulmán, judío o lo que se quiera, no ha de tener lugar en la enseñanza pública, ni como asignatura opcional pero pagada por el erario público ni mucho menos como obligatoria. Defender así el laicismo, indispensable para el funcionamiento democrático, no es un tema menor y hoy menos que nunca.

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