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Freud:  Sobre Psicoanálisis y Religión

 Antonio García Ninet Doctor en Filosofía

UCR 9 de Octubre de 2007 

Frente a las interpretaciones de la filosofía tradicional, que hacían hincapié en la consideración del hombre como “animal racional”, hubo ya especialmente desde el siglo XVIII planteamientos como los de Hume, Rousseau, Schopenhauer[1] y Nietzsche[2], que trataron de poner de manifiesto la importancia que los factores irracionales e instintivos tenían a la hora de dar una explicación más completa y adecuada de la naturaleza humana.

Pero fue Sigmund Freud (1856-1939) quien de manera más sistemática elaboró una teoría acerca del psiquismo humano y un método para profundizar en el conocimiento y la terapia de las enfermedades psíquicas. El propio Freud dio a sus teorías el nombre de “Psicoanálisis”.

Según la teoría freudiana, el psiquismo humano consta de las siguientes estructuras:

                                      -El ello

                                      -El yo

                                      -El super-yo

En relación con tales estructuras psíquicas afirma Freud que la cualidad que las diferencia básicamente es el grado de conciencia que se tenga de ellas, de manera que mientras el ello es inconsciente, el yo es consciente y el super-yo actúa en ocasiones de forma consciente y en otras de forma inconsciente; pero tanto el yo como el super-yo son estructuras que han ido surgiendo a partir del ello:

 “...hemos atribuido tres cualidades a los procesos psíquicos: éstos pueden ser conscientes, preconscientes o inconscientes. La división entre las tres clases de contenidos que llevan estas cualidades no es absoluta ni permanente. Como vemos, lo preconsciente se torna consciente sin nuestra intervención, y lo inconsciente puede volverse consciente mediante nuestros esfuerzos, que a menudo nos permiten advertir la oposición de fuertes resistencias”[3].

 

-“En mis últimos trabajos especulativos he intentado descomponer nuestro aparato psíquico basándome en la elaboración analítica de los hechos patológicos, y lo he dividido en un yo, un ello y un super-yo[4].

 

Por otra parte, otra característica que diferencia a estas tres estructuras psíquicas es la de que mientras que

 

“el ello es totalmente amoral; el yo se esfuerza en ser moral, y el super-yo puede ser “hipermoral” y hacerse entonces tan cruel como el ello[5] .

 

Pero, a fin de tener una mejor comprensión de los análisis freudianos acerca de la estructura psíquica del ser humano, será conveniente analizar con más detalle cada una de estas estructuras psíquicas:

1. El ello: De naturaleza inconsciente, es, con mucha diferencia, la estructura más importante del psiquismo humano, pues “originariamente [...] todo era ello[6], y fue, por lo tanto, a partir del ello de donde surgieron el yo y el super-yo:

“Lo inconsciente es la única cualidad dominante en el ello [...] el yo se desarrolló del ello por la incesante influencia del mundo exterior”[7]. 

 

Por este motivo, el carácter inconsciente del ello no debe conducir al error de suponer que permanezca inactivo y que su única actividad consista en funcionar como causa de las constantes represiones ejercidas por el yo mediante el mecanismo de la censura, sino que en múltiples ocasiones escapa a dicha censura y se convierte en un motor especialmente importante de la actividad consciente del yo:

“Sería injusto representarse que el sistema Inc. permanece inactivo y que toda la labor psíquica es efectuada por el sistema Prec., resultando así el sistema Inc. un órgano rudimentario, residuo del desarrollo. Igualmente sería equivocado suponer que la relación de ambos sistemas se limita al acto de la represión, en el cual el sistema Prec. arrojaría a los abismos del sistema Inc. todo aquello que le pareciese perturbador. Por el contrario, el sistema Inc. posee una gran vitalidad, es susceptible de un amplio desarrollo y mantiene una serie de otras relaciones con el Prec.; entre ellas la de cooperación. Podemos, pues, decir, sintetizando, que el sistema Inc. continúa en ramificaciones, siendo accesible a las influencias de la vida, influyendo constantemente sobre el Prec. y hallándose, por su parte, sometido a las influencias de éste”[8].

 

El contenido fundamental del ello se relaciona con el instinto sexual, que tiende hacia la perpetuación de la vida y cuya energía Freud llamó “libido”. La motivación del ello está guiada básicamente por el “principio del placer”, al que tiende de manera espontánea y por encima de toda norma moral o social. Así lo indica Freud de manera explícita cuando dice que

-“Los procesos del sistema Inc. [...] se hallan sometidos al principio del placer”[9].

-“El poderío del ello expresa el verdadero propósito vital del organismo individual: satisfacer sus necesidades innatas. No es posible atribuir al ello un propósito como el de mantenerse vivo y de protegerse contra los peligros por medio de la angustia: tal es la misión del yo, que además está encargado de buscar la forma de satisfacción que sea más favorable y menos peligrosa en lo referente al mundo exterior”[10].

 

Por otra parte, a fin de demostrar la existencia de los contenidos inconscientes del ello, Freud presenta a modo de ejemplo la existencia de los contenidos de la memoria, de los que sólo en determinados momentos somos conscientes, quedando posteriormente almacenados en algún rincón de la mente:

“También podemos aducir, en apoyo de la existencia de un estado psíquico inconsciente, el hecho de que la conciencia sólo integra en un momento dado un limitado contenido, de manera que la mayor parte de aquello que denominamos conocimiento consciente tiene que hallarse de todos modos, durante largos períodos de tiempo, en estado de latencia; esto es, en un estado de inconsciencia psíquica. La negación de lo inconsciente resulta incomprensible en cuanto volvemos la vista a todos nuestros recuerdos latentes”[11].

 

1.1. Por lo que se refiere a los instintos, Freud considera que son fuerzas relacionadas con las necesidades del ello, y que, por ello mismo, son la causa última de las acciones y

“las fuerzas que suponemos actuando tras las tensiones causadas por las necesidades del ello. Representan las exigencias somáticas planteadas a la vida psíquica, y aunque son la causa última de toda actividad, su índole es esencialmente conservadora: de todo estado que un ser vivo alcanza, surge la tendencia a restablecerlo en cuanto haya sido abandonado”[12].

 

Considera, por otra parte, que el instinto tiende a mantener al organismo en un determinado estado que el medio físico en que se desenvuelve tiene a suprimir:

“El instinto es concebido, en general, [...] como una aspiración a reconstituir una situación que existió ya una vez, y fue suprimida por una perturbación exterior”[13] .

 

En una etapa avanzada del Psicoanálisis Freud afirmó la existencia de dos instintos fundamentales, eros o instinto de vida, relacionado con conservación de la propia vida (instinto de conservación) o con su transmisión (instinto sexual) y thánatos o instinto de muerte, que serviría para explicar las conductas autodestructivas y agresivas en general:

“Tras largas dudas y vacilaciones nos hemos decidido a aceptar sólo dos instintos básicos: el Eros y el instinto de destrucción [...] El primero de dichos instintos básicos persigue el fin de establecer y conservar unidades cada vez mayores, es decir, tiende a la unión; el instinto de destrucción, por el contrario, busca la disolución de las conexiones, destruyendo así las cosas. En lo que a éste se refiere, podemos aceptar que su fin último es el de reducir lo viviente al estado inorgánico, de modo que también lo denominamos instinto de muerte. Si admitimos que la sustancia viva apareció después de la inanimada, originándose de ésta, el instinto de muerte se ajusta a la fórmula mencionada, según la cual todo instinto perseguiría el retorno a un estado anterior”[14].

 

Freud hace continuas referencias al instinto sexual como una motivación especialmente importante para el ser humano, hasta el punto de que llega a considerar que la aparición y desarrollo de las diversas manifestaciones de la cultura se producen a partir de una sublimación de la motivación sexual hacia un objetivo de una naturaleza distinta, como puede ser el arte, la religión, la ciencia y la misma Filosofía. Así, por lo que se refiere al origen de la religión indica Freud en múltiples ocasiones su origen en “la libido” o energía de origen sexual, orientada en primer lugar hacia la propia satisfacción, posteriormente hacia la madre, después hacia el padre y finalmente hacia un ser imaginario que subjetivamente proporciona al individuo un sentimiento de protección, como el que le proporcionaba el padre, pero sin las limitaciones de éste:

“La libido sigue los caminos de las necesidades narcisistas y se adhiere a aquellos objetos que aseguran la satisfacción de las mismas. De este modo la madre, que satisface el hambre, se constituye en el primer objeto amoroso y, desde luego, en la primera protección contra los peligros que nos amenazan desde el mundo exterior, en la primera protección contra la angustia [...] Sin embargo, la madre no tarda en ser sustituida en esta función por el padre, más fuerte, que la conserva ya a través de toda la infancia. Todas las religiones muestran profundamente impresos los signos de esta ambivalencia de la relación con el padre [...] y cuando el individuo en maduración advierte que está predestinado a seguir siendo un niño necesitado de protección contra los temibles poderes exteriores, presta a tal instancia protectora los rasgos de la figura paterna y crea sus dioses, a los que, a pesar de temerlos, encargará de su protección”[15].

Incluso por lo que se refiere al instinto de conservación, a pesar de que en apariencia, no tendría nada que ver con el instinto sexual, Freud llega a considerarlo totalmente relacionado con él, considerándolo como “libido narcisista”:

“Otras reflexiones mostraron que el yo podía ser considerado como un gran depósito de libido, del que afluía la libido a los objetos y que se hallaba siempre dispuesto a acoger la libido retornada de los objetos. Así pues, los instintos de conservación eran también de naturaleza libidinosa, eran instintos sexuales que en vez de de los objetos exteriores habían tomado por objeto el propio yo. Por nuestra experiencia clínica conocíamos personas que se conducían singularmente, como si estuvieran enamoradas de sí mismas, y habíamos dado a esta perversión el nombre de narcisismo. Denominamos, pues, a la libido de los instintos de autoconservación libido narcisista y reconocimos una amplia medida de tal amor propio como el estado primario y normal”[16].

 

En relación con este mismo instinto, Freud indica además que, aunque parezca que se encuentra en contradicción con el instinto de muerte en realidad esta oposición no se da, por cuanto el instinto de conservación sólo se opone a la destrucción en cuanto provenga de una fuente ajena al propio organismo, de manera que todo organismo vivo tiende hacia la muerte, pero hacia una muerte que surja como resultado de la propia evolución de dicho organismo, el cual tiende a regresar a aquel fondo inorgánico del que procede:

“El instinto de conservación [...] se halla en curiosa contradicción con la hipótesis de que la total vida instintiva sirve para llevar al ser viviente hacia la muerte. La importancia teórica de los instintos de conservación y poder se hace más pequeña vista a esta luz; son instintos parciales, destinados a asegurar al organismo su peculiar camino hacia la muerte y a mantener alejadas todas las posibilidades no inmanentes del retorno a lo anorgánico. Pero la misteriosa e inexplicable tendencia del organismo a afirmarse en contra del mundo entero desaparece, y sólo queda el hecho de que el organismo no quiere morir sino a su manera”[17].

 

En cuanto al instinto de muerte, indica Freud que representa la tendencia espontánea de lo animado a regresar a la situación previa de la que procede, esto es, al reino de lo inanimado, y que, por ello, “la meta de toda vida es la muerte”:

-“Partiendo de ciertas especulaciones sobre el origen de la vida [...], deduje que, además del instinto que tiende a conservar la sustancia viva y a condensarla en unidades cada vez mayores, debía existir otro, antagónico de aquel, que tendiese a disolver estas unidades y a retornarlas al estado más primitivo, inorgánico. De modo que además de Eros habría un instinto de muerte”[18]. 

-“Los instintos orgánicos conservadores han recibido cada una de estas forzadas transformaciones del curso vital, conservándolas para la repetición, y tienen que producir de este modo la engañadora impresión de fuerzas que tienden hacia la transformación y el progreso, siendo así que no se proponen más que alcanzar un antiguo fin por caminos tanto antiguos como nuevos. Este último fin de toda la tendencia orgánica podría también ser indicado. El que el fin de la vida fuera un estado no alcanzado nunca anteriormente estaría en contradicción con la Naturaleza, conservadora de los instintos. Dicho fin tiene más bien que ser un estado antiguo, un estado de partida, que lo animado abandonó alguna vez y hacia lo que tiende por todos los rodeos de la evolución. Si como experiencia, sin excepción alguna, tenemos que aceptar que todo lo viviente muere por fundamentos internos, volviendo a lo anorgánico, podremos decir: La meta de toda vida es la muerte. Y con igual fundamento: Lo inanimado era antes que lo animado.

En una época indeterminada fueron despertados en la materia inanimada, por la actuación de fuerzas inimaginables, las cualidades de lo viviente. Quizá fue éste el proceso que sirvió de modelo a aquel otro que después hizo surgir la conciencia en determinado estado de la materia animada. La tensión, entonces generada en la antes inanimada materia, intentó nivelarse, apareciendo así el primer instinto: el de volver a lo inanimado. Para la sustancia entonces viviente era aún fácil morir; no tenía que recorrer más que un corto curso vital, cuya dirección se hallaba determinada por la composición química de la joven vida. Durante largo tiempo sucumbió fácilmente la sustancia viva, y fue creada incesantemente de nuevo hasta que las influencias reguladoras exteriores se transformaron de tal manera que obligaron a la sustancia aún superviviente a desviaciones cada vez más considerables del primitivo curso vital y a rodeos cada vez más complicados hasta alcanzar el fin de la muerte. Estos rodeos hacia la muerte, fielmente conservados por los instintos conservadores, constituirían hoy el cuadro de los fenómenos vitales”[19].

 

Freud busca para esta teoría acerca del instinto tanático una base científica, pero parece que la extrapolación que realiza entre lo que sucede en el mundo de “los infusorios” y ese supuesto instinto de muerte en el ser humano se encuentra demasiado alejada de lo debería ser una demostración científica. El argumento presentado no se presenta de manera categórica sino, al igual que en anteriores observaciones comienza con una expresión (“es muy probable...”) que indica que sobre este punto nos encontramos frente a una mera hipótesis (aunque para Freud tenga un valor especialmente importante), pero no frente a una teoría sólidamente establecida. El argumento en cuestión dice lo siguiente:

“es muy probable que los infusorios sean conducidos por su propio proceso vital a una muerte natural, pues la contradicción entre los resultados de Woodruff y los de otros investigadores obedece a que el primero ponía a cada nueva generación un nuevo líquido alimenticio. Al dejar de efectuar esta operación observó, en las generaciones sucesivas, aquellas mismas modificaciones que otros hombres de ciencia habían señalado, y su conclusión fue, por tanto, que los pequeños animales son dañados por los productos del metabolismo, que devuelven al líquido que los rodea. Prosiguiendo sus trabajos, logró demostrar convincentemente que sólo los productos del propio metabolismo poseen este efecto conducente a la muerte de la generación, pues en una solución saturada con los detritos de una especie análoga lejana vivieron perfectamente aquellos mismos pequeños seres que, hacinados en su propio líquido alimenticio, sucumbían sin salvación posible. Así pues, el infusorio, abandonado a sí mismo, sucumbe de muerte natural producida por insuficiente alejamiento de los productos de su propio metabolismo. Aunque quizá también todos los animales superiores mueren, en el fondo, a causa de la misma impotencia”[20].

 

Considera Freud, complementariamente, que el instinto de muerte propio de cada célula, relacionado con ella misma, al formarse los organismos pluricelulares se desplazó hacia el mundo exterior y hacia otros seres animados:

“A consecuencia del enlace de los organismos unicelulares con seres vivos policelulares se habría conseguido neutralizar el instinto de muerte de cada célula aislada y derivar los impulsos destructores hacia el exterior por mediación de un órgano especial. Este órgano sería el sistema muscular, y el instinto de muerte se manifestaría entonces, aunque sólo fragmentariamente, como instinto de destrucción orientado hacia el mundo exterior y hacia otros seres vivos”[21]

 

A pesar de todo y por lo que se refiere a este instinto de muerte o destrucción, aunque la interpretación freudiana resulta muy discutible, sin embargo parece bastante evidente que sí existe una agresividad innata, tanto en la especie humana como en muchas otras, en cuanto la competencia por conseguir los medios necesarios y a la vez limitados para la supervivencia haya determinado que la agresividad se haya convertido en un arma fundamental que permite sobrevivir a las diversas especies y a aquellos individuos de una misma especie que hayan desarrollado este instinto de forma más eficaz, unido a los órganos y mecanismos fisiológicos necesarios para triunfar en la lucha por la vida.

2. Por lo que se refiere al yo, como nueva estructura psíquica, indica Freud que aparece como una transformación de una parte del ello[22] por influjo de la realidad externa, aunque no existe una separación radical entre ambas estructuras psíquicas, sino una continuidad entre ellas:

“En condiciones normales nada nos parece tan seguro y establecido como la sensación de nuestra mismidad, de nuestro propio yo. Este yo se nos presenta como algo independiente, unitario, bien demarcado frente a todo lo demás. Sólo la investigación psicoanalítica [...] nos ha enseñado que esa apariencia es engañosa; que, por el contrario, el yo se continúa hacia dentro, sin límites precisos, con una entidad psíquica inconsciente que denominamos ello y a la cual viene a servir como de fachada”[23].

 

El desarrollo de esta estructura psíquica se relaciona con el instinto de conservación:

“Bajo la influencia del mundo exterior real que nos rodea, una parte del ello ha experimentado una transformación particular. De lo que era originalmente una capa cortical dotada de órganos receptores de estímulos y de dispositivos para la protección contra las estimulaciones excesivas, desarrollóse paulatinamente una organización especial que desde entonces oficia de mediadora entre el ello y el mundo exterior. A este sector de nuestra vida psíquica le damos el nombre de yo [...] En virtud de la relación preestablecida entre la percepción sensorial y la actividad muscular, el yo gobierna la motilidad voluntaria. Su tarea consiste en la autoconservación, y la realiza en doble sentido. Frente al mundo exterior se percata de los estímulos, acumula (en la memoria) experiencias sobre los mismos, elude (por la fuga) los que son demasiado intensos, enfrenta (por adaptación) los estímulos moderados y, por fin, aprende a modificar el mundo exterior, adecuándolo a su propia conveniencia (actividad). Hacia el interior, frente al ello, conquista el dominio sobre las exigencias de los instintos, decide si han de tener acceso a la satisfacción, aplazándola hasta las oportunidades y circunstancias más favorables del mundo exterior, o bien suprimiendo totalmente las excitaciones instintivas”[24].

 -“El yo se esfuerza en transmitir a su vez al ello dicha influencia del mundo exterior, y aspira a sustituir el principio del placer, que reina sin restricciones en el ello, por el principio de la realidad. La percepción es para el yo lo que para el ello el instinto. El yo representa lo que pudiéramos llamar la razón o la reflexión, opuestamente al ello, que contiene las pasiones.

La importancia funcional del yo reside en el hecho de regir normalmente los accesos a la motilidad. Podemos, pues, compararlo, en su relación con el ello, al jinete que rige y refrena la fuerza de su cabalgadura, superior a la suya, con la diferencia de que el jinete lleva esto a cabo con sus propias energías, y el yo, con energías prestadas. Pero así como el jinete se ve obligado alguna vez a dejarse conducir adonde su cabalgadura quiere, también el yo se nos muestra forzado en ocasiones a transformar en acción la voluntad del ello, como si fuera la suya propia”[25].

 

En resumen, el yo es de naturaleza preconsciente o consciente, se relaciona con la percepción, el pensamiento y la acción; su misión, en cuanto guiado por el principio de la realidad, consiste en ponerse en contacto de conocimiento con el medio físico y actuar de la manera más adecuada en vistas a la propia conservación, y, para este fin, en muchas ocasiones tiene que controlar las exigencias instintivas del ello, ejerciendo una labor de censura y represión sobre aquellos contenidos del ello que tratan de emerger hacia el yo consciente y que se oponen a las normas morales del super-yo:

“Una acción del yo es correcta si satisface al mismo tiempo las exigencias del ello, del super-yo y de la realidad; es decir, si logra conciliar mutuamente sus demandas respectivas. Los detalles de la relación entre el yo y el super-yo se tornan perfectamente inteligibles, reduciéndolos a la actitud del niño frente a sus padres. Naturalmente, en la influencia parental no sólo actúa la índole personal de aquéllos, sino también el efecto de las tradiciones familiares, raciales y populares que ellos perpetúan, así como las demandas del respectivo medio social que representan. De idéntica manera, en el curso de la evolución individual el super-yo incorpora aportes de sustitutos y sucesores ulteriores de los padres, como los educadores, los personajes ejemplares, los ideales venerados en la sociedad. Se advierte que, a pesar de todas sus diferencias fundamentales, el ello y el super-yo tienen una cosa en común: ambos representan las influencias del pasado: el ello, las heredadas; el super-yo, esencialmente las recibidas de los demás, mientras que el yo es determinado principalmente por las vivencias propias del individuo; es decir, por lo actual y accidental.

Este esquema general de un aparato psíquico puede asimismo admitirse como válido para los animales superiores, psíquicamente similares al hombre. Debemos suponer que existe un super-yo en todo ser que, como el hombre, haya tenido un período más bien prolongado de dependencia infantil. Cabe también aceptar inevitablemente la distinción entre un yo y un ello[26].

 

2.1. La labor de censura ejercida por el yo tiene una especial importancia para conseguir armonizar las exigencias instintivas del ello, guiadas por “el principio del placer”, con las exigencias del yo, guiadas por el instinto de conservación y, por ello mismo, por “el principio de la realidad” a fin de superar las dificultades del medio natural, y con las exigencias del super-yo, que trata de amoldarse a lo que la sociedad demanda desde el punto de vista de sus valores culturales y morales. Por ello, la labor de censura se ejerce sobre determinados contenidos del ello, que no quedan suprimidos sino que sólo son objeto de represión, contribuyendo a que, al menos momentáneamente, la conciencia los “ignore” en cuanto su afloración al yo consciente suponga una situación de conflictivad interna:      

“...un acto psíquico pasa generalmente por dos estados o fases, entre las cuales se halla intercalada una especie de examen (censura). En la primera fase es inconsciente y pertenece al sistema Inc. Si al ser examinado por la censura es rechazado, le será negado el paso a la segunda fase; lo calificaremos de “reprimido” y tendrá que permanecer inconsciente. Pero si sale triunfante del examen, pasará a la segunda fase y a pertenecer al segundo sistema, o sea al que hemos convenido en llamar sistema Cc. [...] Quiere esto decir que bajo determinadas condiciones puede llegar a ser [...] objeto de la conciencia. Atendiendo a esta capacidad de conciencia, damos también al sistema Cc. el nombre de “preconsciente”. Si más adelante resulta que también el acceso de lo preconsciente a la conciencia se halla codeterminado por una cierta censura, diferenciaremos más precisamente entre sí los sistemas Prec. y Cc. Mas, por lo pronto, nos bastará retener que el sistema Prec. comparte las cualidades del sistema Cc. y que la severa censura ejerce sus funciones en el paso desde el Inc. al Prec. (o Cc.)”[27].

 

La importancia de esta labor de censura es tal que Freud llega a hablar de dos fases en ella: en primer lugar, la relacionada con la selección y el paso de los contenidos inconscientes al sistema preconsciente; y, en segundo lugar, la relacionada con la selección y el paso de los contenidos del preconsciente a la conciencia:

“En nuestro estudio de la represión nos vimos forzados a situar entre los sistmas Inc. y Prec. la censura, que decide el acceso a la conciencia, y ahora encontramos una censura entre el sistema Prec. y el Cc. Pero no deberemos ver en esta complicación una dificultad, sino aceptar que a todo paso desde un sistema inmediatamente superior, esto es, a todo progreso hacia una fase más elevada de la organización psíquica, corresponde una nueva censura”[28].

 

La labor de censura ejercida por el yo es tan importante que ni siquiera durante el sueño cesa por completo[29] y que por ello éstos se elaboren en muchas ocasiones con una estructura que tiene “su lógica”, pero que en apariencia llegan a presentarse como absurdos o triviales, a pesar de que, en cualquier caso, tengan una significación oculta y simbólica que sólo un largo ejercicio de autoanálisis o de psicoanálisis dirigido por un psicoanalista puede ayudar a descifrar, llegando de este modo a conocer los propios conflictos internos y superando así las dificultades para enfrentarnos a ellos a fin de tratar de superarlos.

Sin embargo, en otras ocasiones deberá transigir con dichas exigencias para evitar una acumulación de tensión de la que derivarían diversas formas de neurosis, las cuales

“son la expresión de conflictos entre el yo y aquellas tendencias sexuales que el yo encuentra incompatibles con su integridad o con sus exigencias éticas. El yo ha reprimido tales tendencias...”[30].

 

Por este motivo, señala Freud que

 

“el yo progresa desde la percepción de los instintos hasta su dominio y desde la obediencia a los instintos hasta su coerción. En esta función participa ampliamente el ideal del yo, que es, en parte, una formación reactiva contra los procesos instintivos del ello. El psicoanálisis es un instrumento que ha de facilitar al yo la progresiva conquista del ello.

Mas, por otra parte, se nos muestra el yo como una pobre cosa sometida a tres distintas servidumbres y amenazada por tres diversos peligros, emanados, respectivamente, del mundo exterior, de la libido del ello y del rigor del super-yo [...] En calidad de instancia fronteriza quiere el yo constituirse en mediador entre el mundo exterior y el ello, intentando adaptar el ello al mundo exterior y alcanzar en éste los deseos del ello por medio de su actividad muscular [...] Siempre que le es posible procura permanecer de acuerdo con el ello.[31]

 

3. Finalmente y como una tercera estructura psíquica, Freud introdujo el concepto de super-yo en vistas a explicar las formas de conducta por las cuales el yo, en lugar de tratar de satisfacer espontáneamente las exigencias instintivas del ello, trata de acomodar también su conducta a las normas morales y sociales existentes en su entorno familiar y social:

“Como sedimento del largo período infantil durante el cual el ser humano en formación vive en dependencia de sus padres, fórmase en el yo una instancia especial que perpetúa esa influencia parental y a la que se ha dado el nombre de super-yo. En la medida en que se diferencia del yo o se le opone, este super-yo constituye una tercera potencia que el yo ha de tomar en cuenta. Una acción del yo es correcta si satisface al mismo tiempo las exigencias del ello, del super-yo y de la realidad; es decir, si logra conciliar mutuamente sus demandas respectivas. Los detalles de la relación entre el yo y el super-yo se tornan perfectamente inteligibles, reduciéndolos a la actitud del niño frente a sus padres. Naturalmente, en la influencia parental no sólo actúa la índole personal de aquéllos, sino también el efecto de las tradiciones familiares, raciales y populares que ellos perpetúan, así como las demandas del respectivo medio social que representan. De idéntica manera, en el curso de la evolución individual el super-yo incorpora aportes de sustitutos y sucesores ulteriores de los padres, como los educadores, los personajes ejemplares, los ideales venerados en la sociedad. Se advierte que, a pesar de todas sus diferencias fundamentales, el ello y el super-yo tienen una cosa en común: ambos representan las influencias del pasado: el ello, las heredadas; el super-yo, esencialmente las recibidas de los demás, mientras que el yo es determinado principalmente por las vivencias propias del individuo”[32].

 

Para explicar la aparición del super-yo hay que hacer referencia al “complejo de Edipo”, puesto que el super-yo “es el heredero del complejo de Edipo y el representante de las aspiraciones éticas del hombre”[33]

Freud afirmó la existencia en el niño, desde los primeros días de su nacimiento, de un instinto sexual de carácter difuso y autoerótico, esto es, que encuentra su objeto en el propio cuerpo. Pero, según la doctrina freudiana,

“ya en los primeros años infantiles (aproximadamente entre los dos años y los cinco) se constituye una síntesis de las tendencias sexuales, cuyo objeto es, en el niño, la madre. Esta elección de objeto, junto con la correspondiente actitud de rivalidad y hostilidad contra el padre, es el contenido llamado complejo de Edipo, que en todos los humanos entraña máxima importancia para la estructuración definitiva de la vida erótica. Se ha comprobado como hecho característico que el hombre normal aprende a vencer el complejo de Edipo, mientras que el neurótico permanece vinculado a él”[34].

 

El “complejo de Edipo” recibe este nombre por la semejanza que tendría con la tragedia de Sófocles Edipo, rey, en la que Edipo, impulsado por el destino, mató a su padre y se casó con su propia madre.

Pues bien, a partir de aquí podemos ya señalar que, según Freud, el super-yo surge como una transformación del complejo de Edipo, según la cual el niño, renunciando a la plena posesión sexual de la madre (o del padre en el caso de la niña), trata de identificarse con ella (o con él) y con su propio mundo de valores para ofrecerse a sí mismo, de manera narcisista, como digno sustituto de la propia madre (o padre). Posteriormente, las diversas personalidades de la sociedad en cuyo contacto se vive culminarán este proceso de interiorización de las normas morales, valores e ideales que constituyen el super-yo:

“El super-yo conservará el carácter del padre, y cuanto mayores fueron la intensidad del complejo de Edipo y la rapidez de su represión (bajo las influencias de la autoridad, la religión, la enseñanza y las lecturas), más severamente reinará después sobre el yo como conciencia moral, o quizá como sentimiento inconsciente de culpabilidad [...] Esta génesis del super-yo constituye el resultado de dos importantísimos factores biológicos: de la larga indefensión y dependencia infantil del hombre y de su complejo de Edipo [...] El ideal del yo es, por tanto, el heredero del complejo de Edipo, y con ello, la expresión de los impulsos más poderosos del ello y de los más importantes destinos de su libido. Por medio de su creación se ha apoderado el yo del complejo de Edipo y se ha sometido simultáneamente al ello. El super-yo, abogado del mundo interior, o sea, del ello, se opone al yo, verdadero representante del mundo exterior o de la realidad. Los conflictos entre el yo y el ideal reflejan, pues, en último término, la antítesis de lo real y lo psíquico, del mundo exterior y el interior”[35].

 

La formación del super-yo es, además, determinante de la capacidad del individuo de integrarse en su sociedad, asumiendo el sistema de valores morales y sociales correspondientes y convirtiéndose en firme defensor de esa civilización:  

 

“En todo niño podemos observar el proceso de esta transformación, que es la que hace de él un ser moral y social. Este robustecimiento del super-yo es uno de los factores culturales psicológicos más valiosos. Aquellos individuos en los cuales ha tenido efecto cesan de ser adversarios de la civilización y se convierten en sus firmes substratos”[36].

 

La estructura del super-yo, además de ser la base a partir de la cual surge la civilización tiene también un aspecto esencialmente negativo para la conservación de la vida del individuo en cuanto determina que una parte de la agresividad cambie de dirección y se vuelva contra el propio individuo, el cual, según indica Freud, llega a morir “por sus conflictos internos...”:

“Al establecerse el super-yo, considerables proporciones del instinto de agresión son fijadas en el interior del yo y actúan allí en forma autodestructiva, siendo éste uno de los peligros para la salud a que el hombre se halla expuesto en su camino hacia el desarrollo cultural. En general, contener la agresión es malsano, patógeno. Una persona presa de un acceso de ira suele demostrar cómo se lleva a cabo la transacción de la agresividad contenida a la autodestrucción, al orientarse aquélla contra la propia persona: cuando se mesa los cabellos o se golpea la propia cara, siendo evidente que hubiera preferido aplicar a otro este tratamiento. Una parte de la autodestrucción subsiste permanentemente en el interior, hasta que concluye por matar al individuo [...] Así, en términos generales, cabe aceptar que el individuo muere por sus conflictos internos...”[37]

 

3.1. Así pues, el origen de la moral, así como el de todas las religiones se encuentra, según Freud, en el super-yo. El conjunto de la cultura y la civilización humanas existen igualmente gracias al super-yo, en cuanto éste determina que por parte del yo se ejerza una labor de represión de una parte de la libido y su posterior sublimación hacia un objetivo no sexual sino de carácter cultural:

-“La religión, la moral y el sentimiento social [...] constituyeron primitivamente una sola cosa. Según la hipótesis que expusimos en Totem y tabú, fueron desarrollados filogénicamente del complejo paterno; la religión y la moral, por el sojuzgamiento del complejo de Edipo propiamente dicho, y los sentimientos sociales, por el obligado vencimiento de la rivalidad ulterior entre los miembros de la joven generación”[38].

- “No es difícil mostrar que el ideal del yo satisface todas aquellas exigencias que se plantean en la parte más elevada del hombre. Contiene, en calidad de sustitución de la aspiración hacia el padre, el nódulo del que han partido todas las religiones [...] En el curso sucesivo del desarrollo queda transferido a los maestros y a aquellas otras personas que ejercen autoridad sobre el sujeto el papel de padre, cuyos mandatos y prohibiciones conservan su eficiencia en el yo ideal y ejercen ahora, en calidad de conciencia, la censura moral.

La tensión entre las aspiraciones de la conciencia y los rendimientos del yo es percibida como sentimiento de culpabilidad. Los sentimientos sociales reposan en identificaciones con otros individuos basados en el mismo ideal del yo[39].

 

Cuando las tensiones entre el super-yo y el ello resultan excesivas, pueden producirse diversas situaciones neuróticas si el yo no encuentra la forma de satisfacer a ambos. Los sentimientos de culpa aparecen en cuanto el yo haya sido incapaz de armonizar las exigencias del super-yo y las exigencias del ello, produciéndose una transgresión de las normas morales.   

Por lo que se refiere al conjunto de la civilización considera Freud que básicamente ha surgido como resultado de una represión de los instintos y de su posterior sublimación[40], es decir, de su desplazamiento hacia un objetivo de naturaleza no sexual por el mismo, aunque lo siga siendo el impulso que lleva al individuo a perseguir tal objetivo:

“...lo que de impulso incansable a una mayor perfección se observa en una minoría de individuos humanos puede comprenderse sin dificultad como consecuencia de la represión de los instintos, proceso al que se debe lo más valioso de la civilización humana...”[41]

 

Pero esta cultura, que surge reprimiendo todo lo instintivo para someterlo a una reglamentación de la convivencia, puede resultar especialmente opresiva para el individuo en cuanto el super-yo determina la aparición del sentimiento de culpa cuando el yo no consigue que la conducta se amolde a las exigencias morales vigentes en la sociedad y, por ello, plantea el problema de hasta qué punto le compensa por lo que se refiere a la obtención de felicidad. Afirma Freud, en este sentido, que

“el precio pagado por el progreso de la cultura reside en la pérdida de la felicidad por aumento del sentimiento de culpabilidad”[42].

 

Sin embargo, aunque la postura de Freud es en muchas ocasiones claramente contraria respecto a las ventajas de la cultura y de la civilización en cuanto sólo son disfrutados por unos pocos privilegiados, sin embargo también considera que en las etapas primitivas en las que el hombre no habría estado sometido a esta fuerza represiva de la cultura y, en especial, de la moral, no por ello habría gozado de una libre satisfacción de sus necesidades instintivas por cuanto esta libertad sólo era un privilegio del jefe, mientras que “los demás vivían oprimidos como esclavos”:

“Si la cultura impone tan pesados sacrificios, no sólo a la sexualidad, sino también a las tendencias agresivas, comprenderemos mejor por qué al hombre le resulta tan difícil alcanzar en ella su felicidad. En efecto, el hombre primitivo estaba menos agobiado en este sentido, pues no conocía restricción alguna de sus instintos. En cambio, eran muy escasas sus perspectivas de poder gozar largo tiempo de tal felicidad. El hombre civilizado ha trocado una parte de posible felicidad por una parte de seguridad; pero no olvidemos que en la familia primitiva sólo el jefe gozaba de semejante libertad de los instintos, mientras que los demás vivían oprimidos como esclavos [Las investigaciones en los pueblos primitivos actuales] nos han demostrado que en manera alguna es envidiable la libertad de que gozan en su vida instintiva, pues ésta se encuentra supeditada a restricciones de otro orden, quizá aún más severas de las que sufre el hombre civilizado moderno”[43].

 

Por lo que se refiere al origen primitivo del sentimiento de culpa o remordimiento, Freud lo relaciona con aquel supuesto asesinato del padre, hacia el que existían a un tiempo los sentimientos de odio y de amor; el primero determinó el crimen, mientras que el segundó determinó la aparición del super-yo y el sentimiento de culpa correspondiente. Ahora bien, en cuanto el progreso de la civilización genera estructuras sociales más allá de la institución familiar, amplia el nivel de sus exigencias represivas y por ello “quizá llegue a alcanzar un grado difícilmente soportable para el individuo”:

[La cultura] “fue el resultado de la primitivísima ambivalencia afectiva frente al padre, pues los hijos lo odiaban, pero también lo amaban; una vez satisfecho el odio mediante la agresión, el amor volvió a surgir en el remordimiento consecutivo al hecho, erigiendo el super-yo por identificación con el padre, dotándolo del poderío de éste, como si con ello quisiera castigar la agresión que se le hiciera sufrir, y estableciendo finalmente las restricciones destinadas a prevenir la repetición del crimen [...] este sentimiento de culpabilidad es la expresión del conflicto de ambivalencia, de la eterna lucha entre el Eros y el instinto de destrucción o de muerte. Este conflicto se exacerba en cuanto al hombre se le impone la tarea de vivir en comunidad; mientras esta comunidad sólo adopte la forma de la familia, aquél se manifestará en el complejo de Edipo, instituyendo la conciencia y engendrando el primer sentimiento de culpabilidad [...] Dado que la cultura obedece a una pulsión erótica interior que la obliga a unir a los hombres en una masa íntimamente amalgamada, sólo puede alcanzar este objetivo mediante la constante y progresiva acentuación del sentimiento de culpabilidad [...] Si la cultura es la vía ineludible que lleva de la familia a la humanidad, entonces, a consecuencia del innato conflicto de ambivalencia, a causa de la eterna querella entre la tendencia de amor y la de muerte, la cultura está ligada indisolublemente con una exaltación del sentimiento de culpabilidad, que quizá llegue a alcanzar un grado difícilmente soportable para el individuo”[44].

 

Por lo que se refiere al origen de la cultura y de la civilización técnica, manifiesta Freud su impresión de que fueron el resultado de una imposición de una minoría sobre una mayoría, y considera también que, mientras en el terreno tecnológico se han ido produciendo importantes progresos, sin embargo y por lo que se refiere a las relaciones humanas, contrariamente a la opinión y a las esperanzas de los filósofos de la Ilustración -e incluso a las propias esperanzas del marxismo cuando confiaban en la revolución y en el triunfo de la revolución proletaria- considera que este progreso no se ha producido:

“la civilización es algo que fue impuesto a una mayoría contraria a ella por una minoría que supo apoderarse de los medios de poder y coerción [...] Mientras que en el dominio de la Naturaleza ha realizado la Humanidad continuos progresos y puede esperarlos aún mayores, no puede hablarse de un progreso análogo en la regulación de las relaciones humanas [...] Parece, más bien, que toda la civilización ha de basarse sobre la coerción y la renuncia a los instintos [...] Lo decisivo está en si es posible aminorar, y en qué medida, los sacrificios impuestos a los hombres en cuanto a la renuncia a la satisfacción de sus instintos, conciliarlos con aquellos que continúen siendo necesarios y compensarles de ellos”[45].

 

Por ello, llega plantearse el problema de hasta qué punto vale la pena seguir defendiendo los valores de la cultura en que vivimos por cuanto sólo unos pocos disfrutan de sus beneficios, mientras que el resto sólo se encuentra subsistiendo bajo unas estructuras opresivas que en nada compensan del sacrificio realizado:

“...cuando una civilización no ha logrado evitar que la satisfacción de un cierto número de sus partícipes tenga como premisa la opresión de otros, de la mayoría quizá -y así sucede en todas las civilizaciones actuales-, es comprensible que los oprimidos desarrollen una intensa hostilidad contra la civilización que ellos mismos sostienen con su trabajo, pero de cuyos bienes no participan sino muy poco. En este caso no puede esperarse por parte de los oprimidos una asimilación de las prohibiciones culturales, pues, por el contrario, se negarán a reconocerlas, tenderán a destruir la civilización misma y eventualmente a suprimir sus premisas [...] No hace falta decir que una cultura que deja insatisfecho a un núcleo tan considerable de sus partícipes y los incita a la rebelión no puede durar mucho tiempo, ni tampoco lo merece”[46].

 

Esta valoración negativa de la civilización encaja plenamente con la valoración igualmente negativa y pesimista que tiene Freud acerca del hombre:

“...el hombre no es una criatura tierna y necesitada de amor, que sólo osaría defenderse si se le atacara, sino, por el contrario, un ser entre cuyas disposiciones instintivas también debe incluirse una buena porción de agresividad. Por consiguiente, el prójimo no le representa únicamente un posible colaborador y objeto sexual, sino también un motivo de tentación para satisfacer en él su agresividad, para explotar su capacidad de trabajo sin retribuirla, para aprovecharlo sexualmente sin su consentimiento, para apoderarse de sus bienes, para humillarlo, para ocasionarle sufrimientos, martirizarlo y matarlo. Homo homini lupus: ¿quién se atrevería a refutar este refrán, después de todas las experiencias de la vida y de la Historia? Por regla general, esta cruel agresión espera para desencadenarse a que se la provoque, o bien se pone al servicio de otros propósitos, cuyo fin también podría alcanzarse con medios menos violentos. En condiciones que le sean favorables [...] también puede manifestarse espontáneamente, desenmascarando al hombre como una bestia salvaje que no conoce el menor respeto por los seres de su propia especie. Quien recuerde los horrores de las grandes migraciones, de las irrupciones de los hunos, de los mogoles bajo Gengis Khan y Tamerlán, de la conquista de Jerusalén por los píos cruzados y aun las crueldades de la última guerra mundial, tendrá que inclinarse humildemente ante la realidad de esta concepción”[47]

 

Encajando con esta opinión, se encuentra su crítica a la concepción optimista que el comunismo, siguiendo a Rousseau, albergaba acerca del ser humano, considerando que habrían sido las instituciones sociales y la propiedad privada los responsables de los enfrentamientos y de la agresividad entre los hombres. Según esta doctrina,

“el hombre sería bueno de todo corazón, abrigaría las mejores intenciones para con el prójimo, pero la institución de la propiedad privada habría corrompido su naturaleza”[48]

 

Pero Freud, siguiendo a Hobbes, considera que

“El instinto agresivo no es una consecuencia de la propiedad, sino que regía casi sin restricciones en épocas primitivas, cuando la propiedad aún era bien poca cosa....”[49]

 

3.2. Por lo que se refiere al origen de la religión, Freud presenta diversos puntos de vista para explicar este fenómeno.

*Considera, en primer lugar, que su aparición viene totalmente condicionada por el desarrollo psíquico del individuo y por su relación afectiva con “el padre”, que le llevaría a tratar de compensar el descubrimiento de su propia debilidad ante las fuerzas de la naturaleza con la creación imaginativa y creencia correspondiente en un “Padre” protector especialmente poderoso. Afirma, en este sentido, que

-“En cuanto a las necesidades religiosas, considero irrefutable su derivación del desamparo infantil y de la nostalgia por el padre que aquel suscita, tanto más cuanto que este sentimiento no se mantiene simplemente desde la infancia, sino que es reanimado sin cesar por la angustia ante la omnipotencia del destino. Me sería imposible indicar ninguna necesidad infantil tan poderosa como la del amparo paterno”[50].

-“Todas las religiones muestran profundamente impresos los signos de esta ambivalencia de la relación con el padre [...] y cuando el individuo en maduración advierte que está predestinado a seguir siendo un niño necesitado de protección contra los temibles poderes exteriores, presta a tal instancia protectora los rasgos de la figura paterna y crea sus dioses, a los que, a pesar de temerlos, encargará de su protección”[51].

-“tales ideas [religiosas...] son ilusiones, realizaciones de los deseos más antiguos, intensos y apremiantes de la Humanidad. El secreto de su fuerza está en la fuerza de los deseos. Sabemos ya que la penosa sensación de impotencia experimentada en la niñez fue lo que despertó la necesidad de protección, la necesidad de una protección amorosa, satisfecha en tal época por el padre, y que el descubrimiento de la persistencia de tal indefensión a través de toda la vida llevó luego al hombre a forjar la existencia de un padre inmortal mucho más poderoso [...] Una de las características más genuinas de la ilusión es la de tener su punto de partida en deseos humanos, de los que deriva”[52]

 

*En segundo lugar, Freud trata de presentar una hipótesis “histórica” acerca de la aparición de la religión y, en este sentido, la relaciona con el totemismo, forma de religión en la que el clan está representado por un animal sagrado que debe ser respetado y que representa el antepasado común, considerado por el clan como padre y jefe absoluto; el totemismo, por otra parte, iría ligado a la aparición de la institución social relacionada con la prohibición del incesto. Freud se basa en la hipótesis darwinista de que la sociedad primitiva habría vivido en clanes liderados por un único jefe con poder absoluto sobre todos los miembros de la comunidad. Esta situación habría provocado, por una parte, el amor, el respeto y el temor de los demás machos de la comunidad hacia dicho jefe, pero por otra, también el odio derivado de sus atribuciones y de su dominio sexual sobre las hembras. En determinado momento, se habría producido una reacción que habría terminado con el asesinato del jefe. A partir de esa situación, habría surgido el sentimiento de culpa y la decisión de no repetir esa forma de conducta, y, en consecuencia, la renuncia a mantener relaciones sexuales con las mujeres del mismo clan, por cuanto esas relaciones habrían sido la causa principal de dicho asesinato, de manera que mediante esa renuncia, se conseguiría establecer las bases morales para la convivencia comunitaria:

“Mi punto de partida fue la singular coincidencia de los dos principios tabú del totemismo, el de no matar al tótem y evitar todo contacto sexual con las mujeres del mismo clan totémico, con los dos contenidos del complejo de Edipo, la supresión del padre y la unión sexual con la madre. De este modo fui llevado a equiparar al animal totémico con el padre, tal como hacían expresamente los primitivos, adorándolo como antepasado del clan. Dos hechos psicoanalíticos vinieron en mi auxilio: una afortunada observación de Ferenczi con un sujeto infantil, observación que permitió hablar de un retorno infantil del totemismo, y el análisis de las tempranas zoofobias de los niños, de los cuales comprobamos que el animal objeto de la fobia era una sustitución del padre, siendo desplazado sobre él el miedo al primero, basado en el complejo de Edipo. De aquí no había más que un paso hasta el reconocimiento del asesinato del padre como nódulo del totemismo y punto de partida de la formación de las religiones.

Estas últimas consideraciones me fueron sugeridas por la obra de Robertson Smith titulada La religión de los semitas en la que este genial autor, físico y exegeta bíblico, describe una ceremonia esencial de la religión totémica; esto es, la llamada comida totémica. Una vez al año era muerto y comido el animal totémico, adorado y protegido en toda otra ocasión, siendo luego llorado, festividad en la que participaban todos los miembros del clan totémico. Agregando a esto la hipótesis de Darwin de que los hombres vivían primitivamente en hordas, cada una de las cuales se hallaba bajo el dominio de un único macho, fuerte, violento y celoso, llegué a la hipótesis, o mejor dicho a la visión[53] del siguiente proceso. El padre de la horda primitiva habría monopolizado despóticamente a todas las mujeres, expulsando o matando a sus hijos, peligrosos como rivales. Pero un día se reunieron estos hijos, asesinaron al padre, que había sido su enemigo, pero también su ideal, y comiéronse el cadáver. Después de este hecho no pudieron, sin embargo, apoderarse de su herencia, pues surgió entre ellos la rivalidad. Bajo la influencia de este fracaso y del remordimiento, aprendieron a soportarse unos a otros, uniéndose en un clan fraternal, regido por los principios del totemismo, que tendían a excluir la repetición del crimen, y renunciaron todos a la posesión de las mujeres, motivo del asesinato del padre. De este modo surgió la exogamia, íntimamente enlazada con el totemismo. La comida totémica sería la fiesta conmemorativa del monstruoso asesinato, del cual procedería la conciencia humana de la culpabilidad (pecado original), punto de partida de la organización social, la religión y la restricción moral [...] Esta teoría de la religión arroja viva luz sobre el fundamento psicológico del cristianismo, en el cual perdura sin disfraz alguno la ceremonia de la comida totémica en el sacramento de la comunión”[54].

 (En El malestar en la cultura Freud se expresa casi de manera idéntica a la que terminamos de ver aquí[55]).

- “No es difícil mostrar que el ideal del yo satisface todas aquellas exigencias que se plantean en la parte más elevada del hombre. Contiene, en calidad de sustitución de la aspiración hacia el padre, el nódulo del que han partido todas las religiones [...] En el curso sucesivo del desarrollo queda transferido a los maestros y a aquellas otras personas que ejercen autoridad sobre el sujeto el papel de padre, cuyos mandatos y prohibiciones conservan su eficiencia en el yo ideal y ejercen ahora, en calidad de conciencia, la censura moral [...] La religión, la moral y el sentimiento social [...] constituyeron primitivamente una sola cosa. Según la hipótesis que expusimos en Totem y tabú, fueron desarrollados filogénicamente del complejo paterno; la religión y la moral, por el sojuzgamiento del complejo de Edipo propiamente dicho, y los sentimientos sociales, por el obligado vencimiento de la rivalidad ulterior entre los miembros de la joven generación”[56].                         

 

*En tercer lugar y en cuanto esta interpretación permanezca en la persona adulta, Freud considera que la religión representa una “transformación delirante de la realidad”, “un infantilismo psíquico”, “un delirio colectivo”, “una neurosis obsesiva universal” o una serie de “ideas delirantes” que gran parte de la humanidad utiliza como mecanismo para protegerse contra el dolor y las miserias de la vida, y para evitar la caída en una “neurosis individual”.

-“El ermitaño vuelve la espalda a este mundo y nada quiere tener que hacer con él. Pero también se puede ir más lejos, empeñándose en transformarlo, construyendo en su lugar un nuevo mundo en el cual queden eliminados los rasgos más intolerables, sustituidos por otros adecuados a los propios deseos [...] Particular importancia adquiere el caso en que numerosos individuos emprenden juntos la tentativa de procurarse un seguro de felicidad y una protección contra el dolor por medio de una transformación delirante de la realidad. También las religiones de la humanidad deben ser consideradas como semejantes delirios colectivos”[57].

- “[La técnica de la religión] consiste en reducir el valor de la vida y en deformar delirantemente la imagen del mundo real, medidas que tienen por condición previa la intimidación de la inteligencia. A este precio, imponiendo por la fuerza al hombre la fijación a un infantilismo psíquico y haciéndolo participar en un delirio colectivo, la religión logra evitar a muchos seres la caída en la neurosis individual. Pero no alcanza más [...] Tampoco la religión puede cumplir sus promesas, pues el creyente, obligado a invocar en última instancia los “inescrutables designios” de Dios, confiesa con ello que en el sufrimiento sólo le queda la sumisión incondicional como último consuelo y fuente de goce. Y si desde el principio ya estaba dispuesto a aceptarla, bien podría haberse ahorrado todo ese largo rodeo”[58].

- “Sin conocer aún otras relaciones más profundas, califiqué a la neurosis obsesiva de religión privada desfigurada, y a la religión, de neurosis obsesiva universal”[59].

- “Pero ¿cómo se defiende [el individuo] de los poderes prepotentes de la Naturaleza, de la amenaza del Destino? [...] El primer paso es ya una importante conquista. Consiste en humanizar la Naturaleza. A las fuerzas impersonales, al Destino, es imposible aproximarse; permanecen eternamente incógnitas. Pero si en los elementos rugen las mismas pasiones que en el alma del hombre, si la muerte misma no es algo espontáneo, sino el crimen de una voluntad perversa; si la Naturaleza está poblada de seres como aquellos con los que convivimos, respiraremos aliviados, nos sentiremos más tranquilos en medio de lo inquietante y podremos elaborar psíquicamente nuestra angustia. Continuamos acaso inermes, pero ya no nos sentimos, además, paralizados; podemos, por lo menos, reaccionar, e incluso nuestra indefensión no es quizá ya tan absoluta, pues podemos emplear contra estos poderosos superhombres que nos acechan fuera los mismos medios de que nos servimos dentro de nuestro círculo social; podemos intentar conjurarlos, apaciguarlos y sobornarlos, despojándoles así de una parte de su poderío [...] Obrando de un modo análogo, el hombre no transforma sencillamente las fuerzas de la Naturaleza en seres humanos, a los que puede tratar de igual a igual -cosa que no corresponde a la impresión de superioridad que tales fuerzas le producen-, sino que las reviste de un carácter paternal y las convierte en dioses, conforme a un prototipo infantil”[60].

-“Hay algunos [dogmas religiosos] tan inverosímiles y tan opuestos a todo lo que trabajosamente hemos llegado a averiguar sobre la realidad del mundo, que, salvando las diferencias psicológicas, podemos compararlos a las ideas delirantes”[61].

 

*Y, en cuarto lugar, Freud plantea a la religión algunas críticas de carácter filosófico y simplemente racional relacionadas con los argumentos con los que se pretende defender la objetividad de las creencias religiosas, argumentos como el de que “debemos aceptarlos porque ya nuestros antepasados los creyeron ciertos” o como el de que existen “pruebas que nos han sido transmitidas por tales generaciones anteriores” o, finalmente, que “está prohibido plantear interrogación alguna sobre la credibilidad de tales principios” :

- “[Por lo que se refiere a los principios religiosos,] si preguntamos en qué se funda su aspiración a ser aceptados como ciertos, recibiremos tres respuestas singularmente desacordes. Se nos dirá primeramente que debemos aceptarlos porque ya nuestros antepasados los creyeron ciertos; en segundo lugar, se nos aducirá la existencia de pruebas que nos han sido transmitidas por tales generaciones anteriores y, por último, se nos hará saber que está prohibido plantear interrogación alguna sobre la credibilidad de tales principios [...] Esta última respuesta ha de parecernos singularmente sospechosa. El motivo de semejante prohibición no puede ser sino que la misma sociedad conoce muy bien el escaso fundamento de las exigencias que plantea con respecto a sus teorías religiosas [...] Debemos creer porque nuestros antepasados creyeron. Pero estos antepasados nuestros eran mucho más ignorantes que nosotros. Creyeron cosas que nos es imposible aceptar. Es, por tanto, muy posible que suceda lo mismo con las doctrinas religiosas [...] De poco sirve que se atribuya a su texto literal o solamente a su contenido la categoría de revelación divina, pues tal afirmación es ya por sí misma una parte de aquellas doctrinas cuya credibilidad se trata de investigar, y ningún principio puede demostrarse a sí mismo”[62].

- “Nos decimos que sería muy bello que hubiera un dios creador del mundo y providencia bondadosa, un orden moral universal y una vida de ultratumba; pero encontramos harto singular que todo suceda así tan a medida de nuestros deseos. Y sería más extraño aún que nuestros pobres antepasados, ignorantes y faltos de libertad espiritual, hubiesen descubierto la solución de todos estos enigmas del mundo”[63].

 

Por ello y en cuanto Freud juzga que los auténticos motivos que llevan a aceptar las creencias religiosas no son precisamente racionales sino que son una “neurosis obsesiva de la colectividad humana”, opina, desde un punto de vista que guarda cierta semejanza con la doctrina de Nietzsche acerca de “la muerte de Dios”, que “el abandono de la religión se cumplirá con toda la inexorable fatalidad de un proceso del crecimiento y que en la actualidad nos encontramos ya dentro de esta fase de la evolución”:

- “Sabemos que el hombre no puede cumplir su evolución hasta la cultura sin pasar por una fase más o menos definida de neurosis, fenómeno debido a que para el niño es imposible yugular por medio de una labor mental racional las muchas exigencias instintivas que han de serle inútiles en su vida ulterior y tiene que dominarlas mediante actos de represión [...] La mayoría de estas neurosis infantiles [...] quedan vencidas espontáneamente en el curso del crecimiento, y el resto puede ser desvanecido más tarde por el tratamiento psicoanalítico. Pues bien: hemos de admitir que también la colectividad humana pasa, en su evolución secular, por estados análogos a las neurosis y precisamente a consecuencia de idénticos motivos [...] La religión sería la neurosis obsesiva de la colectividad humana, y lo mismo que la del niño, provendría del complejo de Edipo, de la relación con el padre. Conforme a esta teoría hemos de suponer que el abandono de la religión se cumplirá con toda la inexorable fatalidad de un proceso del crecimiento y que en la actualidad nos encontramos ya dentro de esta fase de la evolución”[64].

 

4. Los sueños, según Freud, juegan un papel importante como liberadores de una parte al menos de la libido, en cuanto se refieren a la realización de deseos inconscientes, contrarios a las normas morales o sociales, deseos que incluso somos incapaces de reconocer a causa de la represión de ellos hacia el inconsciente ejercida por el yo:

“La fórmula según la cual el sueño es una satisfacción (disfrazada) de un deseo (reprimido) es la que mejor y más profundamente define la esencia del sueño”[65].

 

Mediante la interpretación de los sueños, cuyo valor, para escapar a la censura del yo, es simbólico, Freud pretendía encontrar a la vez un método para llegar al conocimiento de los conflictos psíquicos del individuo, y una terapia de ellos, cuyo principio básico consistía en la suposición de que sólo conociendo las causas reales de un conflicto podremos estar en condiciones de superarlo. Se trata, pues, de hacer conscientes los motivos inconscientes de los conflictos psíquicos, y ello puede lograrse a través de la interpretación de los sueños, que es considerada por Freud como el mejor procedimiento para acceder desde la conciencia del yo  a las motivaciones inconscientes del ello:

- “La interpretación de los sueños es, en realidad, la Vía Regia para llegar al conocimiento de lo inconsciente y la base más firme del psicoanálisis [...] Cuando se me pregunta cómo se puede llegar a practicar el psicoanálisis, respondo siempre que por el estudio de los propios sueños”[66]

- “[Por lo que se refiere a los sueños], prescindiendo de su contenido aparente y haciendo objeto de la asociación libre a cada uno de sus diversos cuadros, llegamos a un resultado totalmente distinto. Las numerosas ocurrencias del sujeto del sueño nos llevaron, en efecto, al conocimiento de un producto mental, que no podía ya ser calificado de absurdo ni de confuso, producto que equivalía a un rendimiento psíquico completo y del cual no constituía el sueño manifiesto sino una traducción deformada, abreviada y mal interpretada, compuesta generalmente de imágenes visuales. Estas ideas latentes del sueño contenían el sentido mismo, no siendo el contenido manifiesto del sueño sino un engaño, una fachada, que podía ser enlazada con la asociación, pero no con la interpretación [...] El sueño así surgido presenta una situación que integra la satisfacción de tal impulso, constituyendo una realización de deseos. [...] La resistencia de represión del yo no queda, sin embargo, suprimida durante el estado de reposo, sino simplemente disminuida, y una parte de ella queda en pie, como censura onírica, y prohíbe al impulso optativo inconsciente manifestarse en la forma que le es propia. A causa de la severidad de la censura onírica tienen que prestarse las ideas oníricas latentes a modificaciones y debilitaciones, que disfrazan por completo el prohibido sentido del sueño. Queda explicada así la deformación onírica, a la que debe el sueño manifiesto sus más singulares caracteres. Podemos, pues, decir justificadamente que el sueño es la realización (disfrazada) de un deseo (reprimido) y vemos que se halla construido como un síntoma neurótico, siendo el producto de una transacción entre las aspiraciones de un impulso instintivo reprimido y la resistencia de un poder del yo, que ejerce la censura”[67].

-“lo más y mejor que de los procesos desarrollados en los estratos psíquicos inconscientes sabemos nos ha sido descubierto por la interpretación de los sueños. El psicoanálisis [...] transfiere la labor en su mayor parte al sujeto mismo del sueño, interrogándole sobre sus asociaciones a los distintos elementos del sueño [...] La fuerza motriz de la producción de los sueños no es suministrada por las ideas latentes o restos diurnos, sino por una tendencia inconsciente, reprimida durante el día, con la que pudieron enlazarse los restos diurnos y que se procura, con el material de las ideas latentes, el cumplimiento de un deseo. De este modo, todo sueño es [...] un cumplimiento de deseos de lo inconsciente [...] [El sueño] puede representar todo lo que ha ocupado a la vida despierta: una reflexión, una advertencia, un propósito, una preparación al futuro inmediato, o también la satisfacción de un deseo incumplido”[68].

 

El método de la libre asociación de ideas se aplica tanto a la interpretación de los sueños como a las entrevistas entre el paciente y el psicoanalista:

“La aplicación de la técnica de la asociación libre a los sueños [...] abrió un nuevo acceso a los abismos de la vida psíquica. En realidad, lo más y mejor que de los procesos desarrollados en los estratos psíquicos inconscientes sabemos nos ha sido descubierto por la interpretación de los sueños. El psicoanálisis [...] transfiere la labor en su mayor parte al sujeto mismo del sueño, interrogándole sobre sus asociaciones a los distintos elementos del sueño [...] La fuerza motriz de la producción de los sueños [es suministrada por una tendencia inconsciente, reprimida durante el día, que se procura, con el material de las ideas latentes,] el cumplimiento de un deseo. De este modo, todo sueño es [...] un cumplimiento de deseos de lo inconsciente [...] [El sueño] puede representar todo lo que ha ocupado a la vida despierta: una reflexión, una advertencia, un propósito, una preparación al futuro inmediato, o también la satisfacción de un deseo incumplido [...] No es aventurado suponer que esta “censura del sueño”, a la que hacemos responsable, en primer lugar, de la deformación que convierte las ideas latentes en el sueño manifiesto, es una manifestación de las mismas fuerzas psíquicas que durante el día habían reprimido el impulso optativo inconsciente”[69].

 

Mediante la técnica de la interpretación de los sueños se consigue llegar al conocimiento del sentido oculto de tales sueños y de la motivación inconsciente que ha determinado su creación, la cual aparece en forma simbólica por cuanto el yo, aunque de forma debilitada, continúa ejerciendo su labor de censura respecto a las motivaciones inconscientes que puedan chocar contra las exigencias morales del super-yo. En este sentido y por lo que se refiere a los sueños, indica Freud que 

 

“prescindiendo de su contenido aparente y haciendo objeto de la asociación libre a cada uno de sus diversos cuadros, llegamos a un resultado totalmente distinto. Las numerosas ocurrencias del sujeto del sueño nos llevaron, en efecto, al conocimiento de un producto mental, que no podía ya ser calificado de absurdo ni de confuso, producto que equivalía a un rendimiento psíquico completo y del cual no constituía el sueño manifiesto sino una traducción deformada, abreviada y mal interpretada, compuesta generalmente de imágenes visuales. Estas ideas latentes del sueño contenían el sentido mismo, no siendo el contenido manifiesto del sueño sino un engaño, una fachada, que podía ser enlazada con la asociación, pero no con la interpretación [...] El sueño así surgido presenta una situación que integra la satisfacción de tal impulso, constituyendo una realización de deseos. [...] La resistencia de represión del yo no queda, sin embargo, suprimida durante el estado de reposo, sino simplemente disminuida, y una parte de ella queda en pie, como censura onírica, y prohibe al impulso optativo inconsciente manifestarse en la forma que le es propia. A causa de la severidad de la censura onírica tienen que prestarse las ideas oníricas latentes a modificaciones y debilitaciones, que disfrazan por completo el prohibido sentido del sueño. Queda explicada así la deformación onírica, a la que debe el sueño manifiesto sus más singulares caracteres. Podemos, pues, decir justificadamente que el sueño es la realización (disfrazada) de un deseo (reprimido) y vemos que se halla construido como un síntoma neurótico, siendo el producto de una transacción entre las aspiraciones de un impulso instintivo reprimido y la resistencia de un poder del yo, que ejerce la censura”[70].

 

Durante estas entrevistas, se invita  

“al paciente a ponerse en la situación de un autoobservador atento y desapasionado, limitándose a leer la superficie de su conciencia y obligándose, en primer lugar, a una absoluta sinceridad, y en segundo, a no excluir de la comunicación asociación ninguna, aunque le sea desagradable comunicarla o la juzgue insensata, nimia o impertinente. Se demuestra de manera irrecusable que precisamente aquellas ocurrencias que provocan las objeciones mencionadas entrañan singular valor para el hallazgo de lo olvidado”[71]

 

Por todo ello, este procedimiento de análisis, consistente en la “asociación libre de ideas”, es considerado por Freud como “la regla técnica fundamental” del Psicoanálisis para poder avanzar desde el plano de la conciencia represora al de lo inconsciente reprimido.

Un fenómeno que acompaña a la técnica del psicoanálisis es el de la “transferencia”, consistente en la aparición de una relación sentimental -de amor o de odio- del paciente con la persona analista; mientras esta relación se mantiene en medio de límites moderados la labor del psicoanalista puede desarrollarse con normalidad consiguiéndose efectos positivos en cuanto a hacer aflorar a la conciencia los contenidos inconscientes que generan los problemas del paciente, pero si este sentimiento adopta un grado apasionado, se convierte en un impedimento para poder continuar con éxito las sesiones del tratamiento psicoanalítico:

“En todo tratamiento analítico se establece sin intervención alguna del médico una intensa relación sentimental del paciente con la persona analista, inexplicable por ninguna circunstancia real. Esta relación puede ser positiva o negativa y varía desde el enamoramiento más apasionado y sensual hasta la rebelión y el odio más extremo. Tal fenómeno, al que abreviadamente damos el nombre de “transferencia” sustituye pronto en el paciente el deseo de curación e integra, mientras se limita a ser cariñoso y mesurado, toda la influencia médica, constituyendo el verdadero motor de la labor analítica. Más tarde, cuando se hace apasionado o se transforma en hostilidad, llega a constituir el instrumento principal de la resistencia, y entonces cesan, en absoluto, las ocurrencias del enfermo, poniendo en peligro el resultado del tratamiento. Pero sería insensato querer eludir este fenómeno. Sin la transferencia no hay análisis posible”[72].

 

4. 1. Por otra parte y al igual que los sueños, Considera Freud que las fantasías de las que derivan las diversas manifestaciones del arte tienen su origen en ese sustrato del inconsciente y se relacionan también con deseos no satisfechos en la vida real:

“Se reconoció que el reino de la fantasía era un dispositivo creado con ocasión de la dolorosa transición desde el principio del placer al de la realidad para permitir la constitución de un sustitutivo de la satisfacción instintiva a la cual se había tenido que renunciar en la vida real. El artista se habría refugiado, como el neurótico, en este mundo fantástico, huyendo de la realidad poco satisfactoria; pero, a diferencia del neurótico, supo hallar el camino del retorno desde dicho mundo de la fantasía hasta la realidad. Sus creaciones, las obras de arte, eran satisfacciones fantásticas de deseos inconscientes, análogamente a los sueños con los cuales comparten el carácter de transacción, pues tenían también que evitar el conflicto con los poderes de la represión [...] En una pequeña novela [...] pude demostrar que el sueño imaginado literariamente admite igual interpretación que el real, o sea que en la producción del poeta actúan aquellos mecanismos que hemos descubierto en la elaboración onírica”[73]. 

Paralelamente a esta consideración relacionada con el arte, señala Freud que, por lo que se refiere al sentimiento de la belleza,

“lo único seguro parece ser su derivación del terreno de las sensaciones sexuales...”[74].

4. 2. Freud presenta una interpretación similar por lo que se refiere al sentimiento del amor y a las diversas manifestaciones culturales de la humanidad, considerando que su origen estaría igualmente relacionado con la sexualidad, aunque esta tendencia habría quedado desviada de su finalidad espontánea, y sublimada en toda la serie de formas que adopta el amor, las cuales incluirían, además del amor de pareja, los diversas clases de afecto o de amistad, existentes entre los seres humanos: de los padres respecto a los hijos, de los hijos respecto a los padres o de los amigos entre sí:

-“...hemos incluido entre los impulsos sexuales todos aquellos simplemente cariñosos o amistosos para los cuales empleamos en el lenguaje corriente la palabra “amor”, que tantos y tan diversos sentidos encierra [...] todos los sentimientos cariñosos fueron originariamente tendencias totalmente sexuales, coartadas después en su fin o sublimadas. En esta posibilidad de influir sobre los instintos sexuales reposa también la de utilizarlos para funciones culturales muy diversas...”[75].

 

-“Ante la Psicología, que no quiere o no puede penetrar en las profundidades de lo reprimido, se presentan los movimientos afectivos de carácter tierno como expresión de tendencias exentas de todo carácter sexual, aunque hayan surgido de otras cuyo fin era la sexualidad.

Podemos afirmar con todo derecho que tales tendencias han sido desviadas de dichos fines sexuales, aunque resulte difícil describir esta desviación del fin conforme a las exigencias de la Metapsicología. De todos modos, estos instintos, coartados en su fin, conservan aún algunos de sus fines sexuales primitivos. El hombre afectivo, el amigo y el admirador buscan también la proximidad corporal y la vista de la persona amada, pero con un amor de sentido “pauliniano”. Podemos ver en esta desviación del fin un principio de sublimación de los instintos sexuales, o también alejar aún más los límites de estos últimos. Los instintos sexuales coartados presentan una gran ventaja funcional sobre los no coartados. No siendo susceptibles de una satisfacción total, resultan particularmente apropiados para crear enlaces duraderos, mientras que los instintos sexuales directos pierden después de cada satisfacción una gran parte de su energía...”[76]. 

 

En todas estas relaciones el amor sexual habría quedado desviado respecto a su finalidad sexual espontánea y se habría “sublimado”, convirtiéndose ese sentimiento en el factor esencial para la civilización y para el paso del egoísmo al altruismo. La propia palabra “libido”, tan importante en el Psicoanálisis, la utiliza Freud para hacer referencia a la energía relacionada con la sexualidad y la relaciona igualmente con el sentimiento del amor:

-“En el desarrollo de la Humanidad, como en el del individuo, es el amor lo que ha revelado ser el principal factor de civilización, y aún quizá el único, determinando el paso del egoísmo al altruismo. Y tanto el amor sexual a la mujer, con la necesidad de él derivada de proteger todo lo que era grato al alma femenina como el amor desexualizado, homosexual sublimado, por otros hombres; amor que nace del trabajo común”[77].

 

-“Libido es un término perteneciente a la teoría de la afectividad. Designamos con él la energía -considerada como magnitud cuantitativa, aunque por ahora no mensurable- de los instintos relacionados con todo aquello susceptible de ser comprendido bajo el nombre de amor. El nódulo de lo que nosotros denominamos amor se halla constituido, naturalmente, por lo que en general se designa con tal palabra y es cantado por los poetas; esto es, por el amor sexual, cuyo último fin es la cópula sexual. Pero, en cambio, no separamos de tal concepto aquello que participa del nombre de amor, o sea, de una parte, el amor del individuo a sí propio, y de otra, el amor paterno y el filial, la amistad y el amor a la Humanidad en general, a objetos concretos o a ideas abstractas. Nuestra justificación está en el hecho de que la investigación psicoanalítica nos ha enseñado que todas esas tendencias constituyen la expresión de los mismos movimientos instintivos que impulsan a los sexos a la unión sexual; pero que en circunstancias distintas son desviados de este final sexual o detenidos en la consecución del mismo, aunque conservando de su esencia lo bastante para mantener reconocible su identidad (abnegación, tendencia a la aproximación).

Creemos, pues, que con la palabra “amor”, en sus múltiples acepciones, ha creado el lenguaje una síntesis perfectamente justificada y que no podemos hacer nada mejor que tomarla como base de nuestras discusiones científicas. Con este acuerdo ha desencadenado el psicoanálisis una tempestad de indignación, como si se hubiera hecho culpable de una innovación sacrílega. Y, sin embargo, con esta concepción “amplificada” del amor, no ha creado el psicoanálisis nada nuevo. El Eros, de Platón, representa, por lo que respecta a sus orígenes, a sus manifestaciones y a su relación con el amor sexual, una perfecta analogía con la energía amorosa; esto es, con la libido del psicoanálisis, coincidencia cumplidamente demostrada por Nachmanson y Pfister en interesantes trabajos [...]

Estos instintos eróticos son denominados en psicoanálisis [...] instintos sexuales. La mayoría de los hombres “cultos” ha visto en esta denominación una ofensa y ha tomado venganza de ella lanzando contra el psicoanálisis la acusación de “pansexualismo”. Aquellos que consideran la sexualidad como algo vergonzoso y humillante para la naturaleza humana pueden servirse de los términos “Eros” y “Erotismo”, más distinguidos [...] No encuentro mérito ninguno en avergonzarse de la sexualidad. La palabra griega Eros, con la que se quiere velar lo vergonzoso, no es, en fin de cuentas, sino la traducción de nuestra palabra Amor”[78].

 

Freud consideraba igualmente que la unión entre amor y sexualidad quedaron desvinculados como consecuencia de la prohibición del incesto, de manera que, como consecuencia de esta prohibición, el hombre debía mantener relaciones sexuales fuera de su clan y con mujeres en relación a las cuales no existía previamente ningún sentimiento de afecto:   

“Existen numerosos hechos que testimonian que el enamoramiento no apareció sino bastante tarde en las relaciones sexuales entre el hombre y la mujer, resultando así que también la oposición entre el amor sexual y el ligamen colectivo se habría desarrollado tardíamente. Esta hipótesis puede parecer a primera vista incompatible con nuestro mito de la familia primitiva. Según él, la horda fraternal hubo de ser incitada al parricidio por el amor hacia las madres y las hermanas, y es difícil representarse este amor de otro modo que como un amor primitivo y completo; esto es, como una íntima unión de amor tierno y amor sexual. Pero reflexionando más detenidamente, hallamos que esta objeción no es en el fondo sino una confirmación. Una de las reacciones provocadas por el parricidio fue la institución de la exogamia totémica, la prohibición de todo contacto sexual con las mujeres de la familia, amadas desde la niñez. De este modo se operó una escisión entre los sentimientos tiernos y los sentimientos sensuales del hombre, escisión cuyos efectos se hacen sentir aún en nuestros días. A consecuencia de esta exogamia se vio obligado el hombre a satisfacer sus necesidades sexuales con mujeres extrañas a él y que no le inspiraban amor ninguno”[79].

 

 


[1] Por lo que se refiere a las reflexiones y escritos psicológicos de Schopenhauer, Freud escribe lo siguiente: “Las amplias coincidencias del psicoanálisis con la filosofía de Schopenhauer, el cual no sólo reconoció la primacía de la afectividad y la extraordinaria significación de la sexualidad, sino también el mecanismo de la represión, no pueden atribuirse a mi conocimiento de sus teorías, pues no he leído a Schopenhauer sino en época muy avanzada ya de mi vida. A Nietzsche, otro filósofo cuyos presagios y opiniones coinciden con frecuencia, de un modo sorprendente, con los laboriosos resultados del psicoanálisis, he evitado leerlo durante mucho tiempo, pues más que la prioridad me importaba conservarme libre de toda influencia” (Autobiografía, p. 83. Al. Ed., Madrid, 1970.).

[2] En relación con los escritos de Nietzsche, en su Autobiografía Freud escribe lo siguiente“A Nietzsche, otro filósofo cuyos presagios y opiniones coinciden con frecuencia, de un modo sorprendente, con los laboriosos resultados del psicoanálisis, he evitado leerlo durante mucho tiempo, pues más que la prioridad me importaba conservarme libre de toda influencia” (Autobiografía, p. 83. Al. Ed., Madrid, 1970.). Sin embargo y a pesar de estas palabras, parece que pudo existir una influencia indirecta de Nietzsche sobre Freud a través de la figura de Lou Andreas Salomé, que fue primero amiga de Nietzsche para serlo después de Freud, y a través del ambiente cultural que las ideas de Nietzsche contribuyeron a extender hacia finales del siglo XIX y comienzos del XX. 

[3]Compendio del psicoanálisis, p. 123. Al. Ed., Madrid, 1979.

[4] Autobiografía, p. 82. Al. Ed., Madrid, 1970.

[5] El yo y el ello, p. 45. Al. Ed., Madrid, 1977.

[6] Esquema del psicoanálisis, p. 126. Al. Ed. Madrid, 1979.

[7] Compendio del psicoanálisis, p. 126. Al. Ed. Madrid, 1979.

[8]  Metapsicología, p. 188. Al. De., Madrid, 1973.

[9]  Metapsicología, p. 186. Al. Ed., Madrid, 1973.

[10]  Compendio del psicoanálisis, p. 110. Al. Ed., Madrid, 1979.

[11]  Metapsicología, p. 167. Al. Ed., Madrid, 1973.

[12]  Compendio del psicoanálisis, p. 111. Al. Ed. Madrid, 1979.

[13]  Autobiografía, p. 80. Al. Ed., Madrid, 1970.

[14] Compendio del psicoanálisis, p. 111. Al. Ed. Madrid, 1979.

[15] El porvenir de una ilusión, p. 161-162. Al Ed., Madrid, 1978.

[16] Esquema del psicoanálisis, p. 54. Al. Ed. Madrid, 1979.

[17] Más allá del princ. del placer, p. 113-115. Al. Ed., Madrid, 1978.

[18] El malestar en la cultura, p. 60. Al. Ed., Madrid, 1973. Resulta bastante sintomático que en este texto Freud hable de “especulaciones”, y que en el siguiente utilice términos como “quizá”, esto es, expresiones propias de hipótesis, de intuiciones, de puntos de vista para los que Freud no contaba con una rigurosa demostración experimental ni con un razonamiento rigurosamente concluyente a partir de premisas indudablemente ciertas. Este manera de expresarse no es algo aislado sino que aparece también en otras ocasiones en relación a otros puntos de vista del Psicoanálisis, teoría que, como indicaba Popper, en la medida en que se base en “especulaciones” se aleja de los requisitos que se exigen a las diversas ciencias experimentales, por lo que no podrá considerarse ciencia en el sentido estricto del término, aunque sea un serio intento y tenga un importante valor para profundizar en los fenómenos psíquicos...   

[19] Más allá del principio del placer, p. 113-115. Al Ed., Madrid, 1978.

[20] Más allá del principio del placer, p. 123. Al Ed., Madrid, 1978.

[21] El yo y el ello. Al. Ed., Madrid, 1977.

[22] “...el yo no es sino una parte del ello especialmente diferenciada” (El yo y el ello, p. 31).

[23] El malestar en la cultura, p. 9. Al. Ed., Madrid, 1973.

[24] Compendio del psicoanálisis, p. 108-109. Al. Ed. Madrid, 1979.

[25] El yo y el ello, p. 18. Al. Ed., Madrid, 1977.

[26] Compendio del psicoanálisis, p. 109-110. Al. Ed., Madrid, 1979.

[27] Metapsicología, p. 172-173. Al.Ed., Madrid, 1973.

[28] Metapsicología, p. 190. Al. Ed., Madrid, 1973.

[29] Existe incluso una “censura onírica”, que es la que funciona durante el sueño, aunque no pueda hacerlo con la fuerza ejercida por el yo en estado de vigilia: “Este yo integra la conciencia, la cual domina el acceso a la motilidad, esto es, la descarga de las excitaciones en el mundo exterior, siendo aquélla la instancia psíquica que fiscaliza todos sus procesos parciales, y, aun adormecida durante la noche, ejerce a través de toda ella la censura onírica” (El yo y el ello, p. 11, Al. Ed., Madrid, 1977.

[30] Esquema del Psicoanálisis., p.41. Al. Ed., Madrid, 1979.

[31] El yo y el ello, p. 47. Al. Ed., Madrid, 1977. En este mismo sentido Freud escribe también lo siguiente: “Este yo integra la conciencia, la cual domina el acceso a la motilidad, esto es, la descarga de las excitaciones en el mundo exterior, siendo aquélla la instancia psíquica que fiscaliza todos sus procesos parciales, y, aun adormecida durante la noche, ejerce a través de toda ella la censura onírica. Del yo parten también las represiones por medio de las cuales han de quedar excluidas, no sólo de la conciencia, sino también de las demás formas de eficiencia y actividad determinadas tendencias anímicas” (El yo y el ello, p. 11, Al. Ed. Madrid, 1977).

[32] Compendio del psicoanálisis, p. 109-110. Al. Ed., Madrid, 1979.

[33] Autobiografía, p. 82. Al. Ed., Madrid, 1970.

[34] Esquema del psicoanálisis, p. 40. Al. Ed., Madrid, 1979.

[35] El yo y el ello, p. 27-28. Al. Ed., Madrid, 1977.

[36] El porvenir de una ilusión, p. 148. Al Ed., Madrid, 1978

[37] Compendio del psicoanálisis, p. 112-113. Al. Ed., Madrid, 1979.

[38] El yo y el ello, p. 29-30. Al. Ed., Madrid, 1977.

[39] El yo y el ello, p. 29-30. Al. Ed., Madrid, 1977.

[40] Por lo que se refiere al concepto de sublimación y su relación con los instintos escribe Freud: “El destino más importante de los instintos parecía ser la sublimación, en la cual son sustituidos por otros el objeto y el fin, de manera que el instinto originariamente sexual encuentra su satisfacción en una función no sexual ya y más elevada desde el punto de vista social o ético” (Esquema del Psic., p. 51).

[41] Más allá del p. del placer, p. 117. Al. Ed., Madrid, 1978.

[42] El malestar en la cultura, p.75. Al Ed., Madrid, 1973.

[43] El malestar en la cultura, p. 56-57. Al. Ed., Madrid, 1973,

[44] El malestar en la cultura, p. 73. Al. Ed., Madrid, 1973.

[45] El porvenir de una ilusión, p. 143-145. Al Ed., Madrid, 1978.

[46] El porvenir de una ilusión, p. 149. Al Ed., Madrid, 1978.

[47] El malestar en la cultura, p. 52-53. Al. Ed., Madrid, 1973. Evidentemente, cuando Freud habla de ‘las crueldades de la última guerra mundial’, se está refiriendo a la llamada ‘gran guerra’, la primera, pues al haber muerto en el año 1939, no tuvo ‘la suerte’ de conocer los horrores de la segunda.

[48] El malestar en la cultura, p. 54-55. Al. Ed., Madrid, 1973.

[49] Ibidem.

[50] El malestar en la cultura, p. 16. Al. Ed., Madrid, 1973.

[51] El porvenir de una ilusión, p. 161-162. Al Ed., Madrid, 1978.

[52] El porvenir de una ilusión, p. 167-168. Al Ed., Madrid, 1978.

[53] Tiene interés observar cómo en diferentes ocasiones Freud utiliza expresiones que, en medio de su sinceridad, representan el reconocimiento de que sus teorías no son científicas; en esta ocasión la expresión utilizada es, como habrá podido observarse, “llegué a la hipótesis, o mejor dicho a la visión del siguiente proceso”.

[54] Autobiografía, p. 94-96. Al. Ed. Madrid. 1970.

[55] En la obra indicada, Freud escribe lo siguiente: “el sentimiento de culpabilidad de la especie humana procede del complejo de Edipo y fue adquirido al ser asesinado el padre por la coalición de los hermanos. En esta oportunidad la agresión no fue suprimida, sino ejecutada: la misma agresión que al ser coartada debe originar en el niño el sentimiento de culpabilidad [...] Este remordimiento fue el resultado de la primitivísima ambivalencia afectiva frente al padre, pues los hijos lo odiaban, pero también lo amaban; una vez satisfecho el odio mediante la agresión, el amor volvió a surgir en el remordimiento consecutivo al hecho, erigiendo el super-yo por identificación con el padre, dotándolo del poderío de éste, como si con ello quisiera castigar la agresión que se le hiciera sufrir, y estableciendo finalmente las restricciones destinadas a prevenir la repetición del crimen [...] este sentimiento de culpabilidad es la expresión del conflicto de ambivalencia, de la eterna lucha entre el Eros y el instinto de destrucción o de muerte. Este conflicto se exacerba en cuanto al hombre se le impone la tarea de vivir en comunidad; mientras esta comunidad sólo adopte la forma de la familia, aquél se manifestará en el complejo de Edipo, instituyendo la conciencia y engendrando el primer sentimiento de culpabilidad [...] Dado que la cultura obedece a una pulsión erótica interior que la obliga a unir a los hombres en una masa íntimamente amalgamada, sólo puede alcanzar este objetivo mediante la constante y progresiva acentuación del sentimiento de culpabilidad [...] Si la cultura es la vía ineludible que lleva de la familia a la humanidad, entonces, a consecuencia del innato conflicto de ambivalencia, a causa de la eterna querella entre la tendencia de amor y la de muerte, la cultura está ligada indisolublemente con una exaltación del sentimiento de culpabilidad, que quizá llegue a alcanzar un grado difícilmente soportable para el individuo”(El malestar en la cultura, p. 72-74. Al. Ed., Madrid, 1973).

[56] El yo y el ello, p. 29-30. Al. Ed., Madrid, 1977.

[57] El malestar en la cultura, p. 25. Al. Ed., Madrid, 1973.

[58] El malestar en la cultura, p. 28-29. Al. Ed., Madrid, 1973.

[59] Autobiografía, p. 92. Al. Ed., Madrid, 1970.

[60] El porvenir de una ilusión, p. 153-155. Al Ed., Madrid, 1978.

[61] El porvenir de una ilusión, p. 169. Al Ed., Madrid, 1978

[62] El porvenir de una ilusión, p. 164. Al Ed., Madrid, 1978.

[63] El porvenir de una ilusión, p. 171. Al Ed., Madrid, 1978

[64] El porvenir de una ilusión, p. 181. Al Ed., Madrid, 1978.

[65] Esquema del Psicoanálisis, p. 17. Al. Ed., Madrid, 1979.

[66] Esquema del psicoanálisis, p. 80. Al. Ed., Madrid, 1979

[67] Autobiografía, p. 61-63. Al. Ed., Madrid, 1970.

[68] Esquema del psicoanálisis, p. 35-36. Al. Ed., Madrid, 1979.

[69] Esquema del psicoanálisis, p. 35-36. Al. Ed. Madrid, 1979.

[70] Autobiografía, p. 61-63. Al. Ed., Madrid, 1970.

[71] Esquema del psicoanálisis, p. 32. Al. Ed., Madrid, 1979.

[72] Autobiografía, p. 58-59. Al. Ed., Madrid, 1970.

[73] Autobiografía, p. 90-92. Al. Ed., Madrid, 1970.

[74] El malestar en la cultura, p. 27. Al Ed., Madrid, 1973. Paralelismo con Schopenhauer.

[75]  Autobiografía, p. 52-53. Al. Ed. Madrid. 1970. Ya anteriormente Schopenhauer había escrito que “el amor, por etéreas e ideales que sean sus apariencias, tiene su raíz en el instinto sexual...” (El mundo como voluntad y como representación, II, C. 44).

[76] Psicología de las masas, p. 75. Al. Ed, Madrid, 1978.

[77] Psicología de las masas, p. 41. Al. Ed., Madrid, 1978.

[78] Psicología de las masas, p. 29-30. Al. Ed, Madrid, 1978. 

[79] S. Freud: Psicología de las masas, p. 77. Al. Ed. Madrid

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