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¿Es
laico el Estado español?
Dionisio Llamazares Fernández
Fundación de Investigaciones Educativas y Sindicales 27 de Febrero de 2007
Las palabras tienen a veces significados equívocos que impiden la claridad
del debate, al no querer todos decir lo mismo a pesar de utilizar términos
similares. Eso es lo que está ocurriendo ahora cuando empleamos conceptos
tales como laicidad y aconfesionalidad.
Es frecuente leer declaraciones de determinados políticos, por ejemplo del líder
del principal partido de la oposición actual (Partido Popular), en las que se
afirma con gran seguridad y desparpajo que el Estado español es aconfesional
pero no laico, frase en la que se guarecen dos negaciones: una, que no es lo
mismo aconfesionalidad que laicidad y otra, que lo que la Constitución
consagra no es la laicidad sino la aconfesionalidad.
Desde el punto de vista lingüístico es evidente que los contenidos semánticos
de ambos términos no coinciden, ya que aconfesionalidad lo único que expresa
es que el Estado no pertenece ni es parte de ninguna Iglesia ni está
subordinado a ella y por extensión que el Estado está separado de la
Iglesia, mientras que el significado del término laicidad es,
fundamentalmente, el de neutralidad religiosa del Estado, exigida por el
respeto debido a la libertad de conciencia de todos sus ciudadanos en
condiciones de igualdad y sin discriminación alguna fundada en la diversidad
de creencias religiosas.
1. Constitución y laicidad
Siempre se afirma que la transición fue posible gracias al consenso, lo que
no se añade es que el consenso fue posible en no pocos casos gracias a la
ambigüedad de no llamar a las cosas por su nombre. De hecho el número 3 del
artículo 16 de la Constitución no emplea ni el sustantivo aconfesionalidad,
ni el sustantivo laicidad, ni ninguno de sus correspondientes adjetivos. Se
limita a decir que “ninguna confesión tendrá carácter estatal”. Expresión
en la que se contienen al menos tres negaciones: una, el Estado y la
confesiones son distintas sin posible confusión; dos, están separados de
manera que ni el Estado puede intervenir en los asuntos internos de las
confesiones, ni estas pueden pretender intervenir en la toma de decisiones del
Estado; y tres, ninguna confesión puede gozar, ni en todo ni en parte, del
Estatuto de entidad pública. Sin embargo la igualdad de todas ellas ante el
Estado, ha sido puesta en cuarentena, desde el principio, no sólo por la
derecha política, sino también por la doctrinal.
Ante la falta de un pronunciamiento suficientemente explícito al respecto por
parte del texto constitucional, nuestra mirada tiene que detenerse en lo que a
este propósito haya dicho el Tribunal Constitucional (TC), "intérprete
supremo de la Constitución".
Pues bien, seguramente por razones de prudencia y acaso de excesiva cautela,
el TC rehuyó durante algún tiempo la utilización del término laicidad
optando preferentemente por la expresión “no confesional” o por el término
aconfesionalidad. Sin embargo, en una sentencia del año 1985, utiliza la
expresión “principio de laicidad”, como contrario al “principio de
confesionalidad”. Lo cual quiere decir que el TC está dando por supuesto
que el principio de laicidad está incorporado al ordenamiento español.
Posteriormente, otra sentencia, de 15 de febrero de 2001, insiste en la
utilización del término laicidad, que utilizará desde entonces como
equivalente a aconfesionalidad. De manera que, a partir de ese momento, es
preciso distinguir entre el significado que atribuye el Diccionario de la RAE
al término confesionalidad y el significado jurídico constitucional que le
otorga el TC.
2. Significado y funciones de la laicidad
Dos son las exigencias de la laicidad: la separación y la neutralidad. Así
lo pone de relieve también, una y otra vez, nuestro Tribunal Constitucional.
La separación entre Iglesias y Estado implica según él la no confusión ni
de sujetos, ni de motivaciones, ni de actividades, ni de objetivos o fines.
Esa separación sin confusión asegura y garantiza simultáneamente la autonomía
de cada uno de ellos respecto del otro: del Estado con respecto a la Iglesia,
descartando la posibilidad de que esta se inmiscuya en el ejercicio de los
poderes públicos, y de la Iglesia con respecto al Estado, impidiendo que este
intervenga en los asuntos internos de las confesiones. Este principio de mutua
y recíproca autonomía pone sordina a la posibilidad de que las decisiones,
normas y actos jurídicos confesionales tengan efectos civiles: sólo podrán
tenerlas si se la da la autoridad estatal.
La no confusión de sujetos, motivos, actividades o fines tiene consecuencias
de no menor alcance. No pueden equipararse la entidades religiosas a entidades
públicas, como expresamente ha dicho el Tribunal Constitucional, ya que otra
cosa implicaría confusión de sujetos; lo que a sensu contrario significa que
las entidades religiosas son entidades (asociaciones, fundaciones,
instituciones) privadas de interés particular. Las decisiones de los poderes
públicos no podrán fundarse en motivos religiosos, ni los criterios
religiosos pueden funcionar, por tanto, como parámetro de la justicia de los
poderes públicos, en frase del Tribunal Constitucional. Lo que deja fuera de
contexto constitucional los pronunciamientos de la Jerarquía eclesiástica
católica sobre la injusticia de las leyes que no obedecen a su moral y no
digamos nada de su llamada, en tales casos, a la desobediencia civil. No
parece compatible con este principio ni la financiación de sujetos (obispos y
sacerdotes), ni de actividades o fines religiosos (culto) por una entidad pública
y con fondos públicos. ¿Cómo se puede armonizar con esta separación sin
confusión que los procesos judiciales estén presididos por el crucifijo? ¿o
que la enseñanza pública, por disposición constitucional, exquisitamente
neutral desde el punto de vista ideológico, se imparta bajo esa presidencia?
¿o que una entidad pública forme parte como miembro de una entidad religiosa
(Hermano Mayor de una cofradía religiosa)? ¿o que se declare acto de Estado
una celebración religiosa o a la inversa, que un acto de Estado se celebre en
forma religiosa? ¿o que las confesiones tengan un tratamiento fiscal más
beneficioso que las entidades sin ánimo de lucro de interés general, incluso
sin exigírseles el cumplimiento de los requisitos que se exigen a estas últimas?
¿es que para un Estado social y laico tienen más valor los fines religiosos
que sus propios fines de interés general?
Las preguntas se podrían multiplicar, porque brotan a borbotones. ¿No hay en
todos estos supuestos una evidente confusión? Lo que la neutralidad implica
es que ni el Estado ni las entidades públicas, ni los poderes públicos hagan
suyas determinadas creencias o ideas en detrimento de otras, identificándose
con ellas y consecuentemente dispensándoles un trato privilegiado.
El Estado y su Derecho han de ser exquisitamente neutrales ante los valores
diferentes nacidos del ejercicio de la libertad de conciencia y de la libertad
de pensamiento, especialmente en la medida en que estén integrados en la
identidad personal o incluso en la identidad colectiva, siempre que no entren
en contradicción con los valores comunes. ¿Qué razón puede avalar la
disparidad de trato fiscal entre las confesiones religiosas, de interés
particular en todo caso, y las entidades no lucrativas de interés general
sobre todo si el desequilibrio se inclina en favor de las primeras? ¿Qué
extraña razón puede avalar que las residencias de los ministros
confesionales, propiedad de la Iglesia, estén exentas del pago del IBI? ¿Es
que cumplen una función más importante desde el punto de vista del interés
público los ministros confesionales que los propios funcionarios? ¿Pagan los
mismos impuestos para la realización de los fines del Estado (para eso son
los impuestos) que los que ponen una cruz en su declaración de IRPF, sacando
del fondo común el 0,7 del mismo para destinarlo a un fin particular? ¿no
están pagando el 0,7 más unos o, si se prefiere, el 0,7 menos los otros? ¿dónde
queda el principio de igualdad tributaria consagrado en el art. 31 de la
Constitución? ¿Dónde queda la neutralidad del Estado y de los poderes públicos?
¿No se están mostrando aquí evidentes y ostentosas preferencias, con la
consiguiente discriminación de sus ciudadanos, en razón de la diferencia de
creencias, ideas u opiniones? Aunque sea por expresa voluntad de algunos
contribuyentes, lo que se destina en la asignación tributaria a la Iglesia
católica, se extrae del dinero público resultado del pago de los impuestos,
lo cual significa que es dinero obtenido bajo coacción (nadie puede dejar de
pagarlo) para ser destinado parcialmente a fines religiosos, ¿no es esto un
impuesto estatal con fines religiosos? ¿no entraña una flagrante violación
de la libertad de conciencia de quienes no ponen la cruz a favor de la Iglesia
católica? ¿no hay aquí una evidente base para articular un recurso de
amparo por la exigencia coactiva del 0,7% a todos los ciudadanos para hacer
posible la correspondiente transferencia a la partida de “sostenimiento de
culto y clero”?
3. Laicidad de la Constitución y laicidad del ordenamiento
Dado el intenso proceso de secularización que ha tenido lugar en España
desde la promulgación de la Constitución hasta el momento actual y a la
vista de la propuesta por la que opta nuestra Constitución, brota
irreprimible la pregunta ¿Cómo es posible, que cuando confluyen las razones
constitucionales y las sociológicas, nuestro ordenamiento siga albergando tal
cantidad de reminiscencias confesionales? Y lo que es más sorprendente, que
no sólo no se haya producido la suficiente diligencia por parte de los
poderes públicos para la depuración del ordenamiento, sino que además se
hayan introducido elementos confesionales, con posterioridad a la entrada en
vigor de la Constitución.
Tengo para mí que uno de los factores fundamentales, aunque no el único, ha
sido el papel jugado por la vigencia de unos acuerdos, de determinadas
características, con la Iglesia católica.
En nuestro ordenamiento existen, pues, dos clases de acuerdos con las
confesiones religiosas: los acuerdos del año 1979 con la Iglesia católica,
de carácter internacional, que implican un distanciamiento y la desigualdad
de esta Iglesia con respecto a las demás confesiones religiosas, y los
acuerdos firmados con protestantes, judíos y musulmanes en 1992, que
responden al modelo al que alude la LOLR.
Los primeros implican un trato diferente de la Iglesia católica con tendencia
al privilegio y, además arrastran consigo otro riesgo no menos importante que
es el recorte de la soberanía normativa del Estado, agudizado por la cláusula
que figura en todos ellos de que, caso de que surjan problemas en su
interpretación o aplicación, deberán resolverse por consenso lo que, en
interpretación de la Iglesia, la han convertido en colegisladora en los temas
que le afecten.
Nada de esto ocurre con los acuerdos con las demás confesiones porque aquí
la relación esta sometida al poder unilateral del Estado, ya que otras leyes
posteriores pueden modificarlos (soberanía del Parlamento), con una sola
condición: informar y escuchar a las confesiones afectadas (informe previo
preceptivo pero no vinculante).
Estos últimos, así concebidos, son perfectamente compatibles con la
laicidad. No puede decirse lo mismo de los acuerdos con la Iglesia católica,
ya que entrañan una merma de la soberanía estatal en contra del principio de
separación. Dichos acuerdos son inconstitucionales también en sus contenidos
como ocurre con al asignación tributaria, si no es como fórmula transitoria,
o con la participación del Estado en el nombramiento del arzobispo general
castrense, por poner dos ejemplos.
A la hora de analizar el origen de dicha inconstitucionalidad, es preciso
tener en cuenta que los acuerdos aunque temporalmente son postconstitucionales,
materialmente, es decir, en sus contenidos, son preconstitucionales.
La razón es bien evidente: sus textos se discutieron paralelamente a la
discusión del texto constitucional, lo que explica, como han reconocido públicamente
algunos de los negociadores, sus múltiples ambigüedades.
El problema surgirá cuando la Iglesia, desde puntos doctrinales de partida
diferentes de los del Estado y de la Constitución, pretenda imponer
interpretaciones que no son compatibles con alguno de los elementos de la
laicidad, tal como la viene entendiendo el Tribunal Constitucional,
argumentando que los cuatro acuerdos del 79, aunque piezas separadas,
responden a unos mismos principios y constituyen un sistema, a cuya cabecera
está el acuerdo de 1975 sobre renuncia mutua a privilegios, que tiene carácter
confesional.
Sin embargo esto acentuaría el carácter preconstitucional de los acuerdos,
porque de lo que no hay ninguna duda es que el acuerdo del 75 es
preconstitucional.
4. Conclusiones
Si queremos proceder con eficacia a la depuración de nuestro ordenamiento,
eliminando toda reminiscencia de confesionalidad, serán necesarias tres
cosas:
a) Poner al descubierto, a la vista de nuestra Constitución, de las normas del bloque constitucional y de la interpretación de nuestro Tribunal Constitucional, las zonas claramente inconstitucionales o simplemente sospechosas de confesionalidad, necesitadas de depuración.
b) Proceder, por parte de los poderes públicos, también del legislativo y del judicial, cuanto antes a esa depuración.
c) Proceder, cuanto antes, sin cálculos electorales que podrían, además, no estar fundados en la opinión mayoritaria del pueblo español, a revisar los vigentes acuerdos con la Iglesia católica como tratados de Derecho Internacional sustituyéndolos por otros que se asemejen a los firmados con otras confesiones, sorteando el peligro de pérdida de parte de la soberanía estatal en la regulación de un derecho fundamental y descartando cualquier cesión a la pretensión de la Iglesia católica de convertirse en colegisladora cuando se trate de estos temas.
* Dionisio Llamazares Fernández. Catedrático de la UCM y Director de la cátedra
Fernando de los Ríos sobre “Laicidad y Libertades Públicas” de la
Universidad Carlos III de Madrid.