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Educación para la Ciudadanía frente a objeción de conciencia

Luis Arias Argüelles-Meres

lne.es 25 de Junio de 2007


Qué fácil es alinearse en una trinchera desde el maniqueísmo más ramplón, sabiéndose parte de un coro de vociferantes cuyos estribillos tienen de principio a fin el inequívoco y chirriante soniquete de un disco rayado! A resultas de la polémica que se está generando en torno a la asignatura denominada Educación para la Ciudadanía, me declaro, como diría don Miguel de Unamuno, contra esto y aquello.

En lo que a la materia de enseñanza se refiere, se trata de un catecismo de lo políticamente correcto. En lo que concierne a aquéllos que alientan la objeción de conciencia de parte de los padres del alumnado, incurren, en primer término, en una amnesia preocupante, y, en segundo lugar, tienen una concepción muy pobre de lo que es la misión del Estado en la enseñanza pública.

No hace mucho, Manuel Fernández de la Cera publicaba un artículo en este periódico dando admirablemente en la diana. En un país donde gran parte de la ciudadanía acaba de votar a candidatos sobre los que pesa algo más que la mera sospecha de corrupción, habiendo pasado algunos de ellos por la cárcel, la higiene pública no pasa por su mejor momento. En ese sentido, el reforzamiento de los contenidos ético-morales en la enseñanza obligatoria parecería mortal de necesidad. Cosa distinta es que la programación de la susodicha disciplina sea la adecuada, que, lamentablemente, no es así. Ayer me lo decía con su ardiente y ácida lucidez mi gran amigo Joaquín Vallina. El mandamiento primero de esa materia llamada Educación para la Ciudadanía es «Amarás lo políticamente correcto sobre todas las cosas». Y ahí se encierra todo. No deja de ser el recetario de eso que con tan poca fortuna se llama en lenguaje «logsero» «educar en valores».

Que un Gobierno que estuvo tentado a suprimir aún más de lo que están los contenidos de la Filosofía en Bachillerato se decante ahora por algo así resulta hilarante.

Si de habla del papel del Estado en la formación ético-moral de sus ciudadanos, no estaría de más, de entrada, poner sobre el tapete a Platón, recordando las tesis que manifiesta sobre el particular en «La República». No sobraría tampoco que se recordase lo que es el Estado para Hegel, algo, que, dicho sea de paso, explica con portentosa claridad el filósofo asturiano Manuel Granell, además en muy pocas páginas, concretamente en el prólogo que escribe a su edición del libro hegeliano «De lo bello y sus formas», que en su momento publicó la bendita colección Austral. Y no vendría nada mal preguntarse acerca de lo mucho que hubiera perdido nuestra cultura de no haber existido la Institución Libre de Enseñanza, que formó a las mejores generaciones de nuestra historia contemporánea no sólo al margen de los postulados eclesiásticos, sino también frente a ellos. ¿Dónde debe terminar la jurisdicción de los padres en este asunto y dónde empieza y concluye el papel del Estado? ¿Por qué no se aprovecha la ocasión para un debate de altura? ¿No hay algo de astracanada en todo esto, o, si se prefiere, de anacronismo? ¿Acaso el Estado democrático no sólo puede, sino que además debe fijar las enseñanzas en asuntos ético morales? ¿O es que en un Estado como éste, que se dice aconfesional, tales menesteres competen sólo a la Santa Madre Iglesia vaticana? ¿Estamos en la Edad Media, para plantear la dicotomía entre poder espiritual y poder temporal?

Aunque esto resulte molesto para muchos, no puedo no recordar que en tiempos muy recientes históricamente hablando no cabía la objeción de conciencia de los padres no creyentes en el nacionalcatolicismo, que, mire usted, existió. ¿Qué podría suceder si la susodicha objeción estuviese dando sus primeros pasos? Determinen ustedes que los discentes no reciban enseñanzas de marxismo, ni de ninguno de los filósofos ateos que en el mundo han sido. Decidan que la llamada ética de situación por la que abogaban gentes como Sartre, Beauvoir y compañía no figure en los planes de estudio. Dictaminen que determinados postulados científicos que pueden poner en entredicho dogmas y creencias no sean impartidos en las aulas. Cabría preguntarse, en fin, qué refutaciones se podrían hacer desde quienes profesan credos religiosos diferentes al catolicismo. Un ejemplo práctico entre otros posibles: ¿debe el Estado renunciar a inculcar que la ciudadanía se ponga en manos de la ciencia para el cuidado de su salud, so pretexto de que hay quienes se oponen desde sus creencias a las transfusiones de sangre como curación cuando las circunstancias y diagnósticos así lo requieren?

Desde el ámbito del aprendizaje y del conocimiento, el bagaje ético-moral de la ciudadanía es cosa del Estado. ¿Acaso, como decía antes, la objeción de conciencia puede llegar a que los padres estipulen qué teorías filosóficas y qué postulados éticos deben estudiar sus hijos?

La asignatura llamada Educación para la Ciudadanía es una ñoñez y está mal planteada. No se trata de fomentar actitudes, de influir en las conductas, sino de aumentar en lo posible el conocimiento ético y moral. Bien sabemos que hay y hubo en el mundo filósofos que no fueron precisamente el epítome de lo que se entiende por un ciudadano ejemplar.

Insisto en que las enseñanzas ético-morales no sobran y que no pueden convertirse en unos contenidos a la carta para que los padres elijan. Incurrir en algo así sería sencillamente una aberración.


 

 

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