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 Sobre un discurso del gran inquisidor Ratzinger

 

Antonio García Ninet *

 

15 de Mayo de 2007

En su discurso del día 13 de mayo en Brasil el señor Ratzinger dijo muchas vaguedades y entre ellas intercaló algunas críticas y contradicciones, como es lo normal en quien tiene que defender unas doctrinas tan contradictorias por sí mismas y tan contradictorias igualmente con la forma de vida de quienes se presentan como sus defensores. Lo que parece evidente y diáfano es que la visita del señor Ratzinger a Brasil tenía el objetivo de captar o de recuperar alguna porción de la clientela perdida a lo largo de los últimos años. ¿Con qué objetivo? ¿Buscaba la salvación de sus almas? ¿Buscaba resolver sus problemas de miseria y hambre?

Por lo que se refiere a la posibilidad de que Ratzinger hubiera ido a Brasil para salvar o pescar almas para Dios parece que habría que descartarla en cuanto, en la misma línea del pensamiento teológico que considera que Dios es amor y misericordia infinitas, en este mismo discurso calificó al Dios cristiano como “el Dios de la compasión, del perdón y de la reconciliación” por lo que no iba a dejar de salvar a nadie por el hecho de que el señor Ratzinger fuera o dejase de ir a “evangelizarles” -o a “rallársela”, como muy expresivamente se dice ahora-. Además, siendo ese Dios omnipotente y siendo padre de todos los hombres, la creación de todo el imperio económico del Vaticano no tiene ningún sentido y además es contradictoria con la propia doctrina que pretenden predicar de boca para fuera. El propio Dios habría hecho una discriminación absurda con aquellos pueblos a quienes por su lejanía el mensaje de Cristo les llegó con al menos 1.500 años de retraso. De manera que, si ese Dios “cercano a los pobres y a los que sufren” ha tenido compasión de quienes vivieron de acuerdo con sus propias creencias y no tuvieron la posibilidad de conocer las cristianas, es una ofensa contra su bondad pensar que la “evangelización” sea una condición necesaria para la salvación de quienes siguen teniendo otras creencias religiosas o ninguna, o para la de quienes no creen en la “buena fe” de quienes viven como reyes mientras predican la pobreza.        

El señor Ratzinger, pese a proclamar que la Secta Católica no se inmiscuía en política -¡vaya cinismo!-, criticó el marxismo –e “incluso” el capitalismo, según dijo, como queriendo matizar que el marxismo era lo auténticamente nefasto, pero que incluso en el capitalismo había algún que otro pequeño defectillo-. Para quien conoce el cristianismo del propio Jesús habría tenido mucho más sentido una dura y explícita condena del capitalismo, por su adoración al becerro de oro, a don Dinero, y no una condena del marxismo, en cuanto se trata de una filosofía humanista que pretende luchar por la desaparición de la explotación del hombre por el hombre, y desde la consideración de que la plena realización de la esencia humana sólo puede lograrse mediante la solidaridad del hombre con el hombre. Y, al margen de los resultados concretos que se hayan podido lograr en este sentido -que fueron muchos entre la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX-, y al margen de los fracasos igualmente evidentes, si para sus propio funcionamiento los dirigentes de la Secta Católica utilizan el dicho: “Haced lo que decimos y no lo que hacemos”, por ello mismo el señor Ratzinger, si hubiera hablado de buena fe, habría podido reconocer el valor positivo de los ideales humanistas del marxismo, al margen de que criticase sus fracasos, en los que, por cierto, la Secta Católica tuvo una influencia especial en cuanto se dio cuenta de que el marxismo era un enemigo que había que eliminar por haber denunciado que la religión era el opio -o la droga- del pueblo. La Secta Católica, en lugar de apoyar el comunismo cristiano de sus primeros años, narrado por Lucas en Hechos de los apóstoles, desde que fue aceptada por el Imperio Romano se olvidó de los pobres y desamparados de la Tierra y se colocó en el bando de los explotadores.

Por otra parte, si hubiese que juzgar el valor de las diversas agrupaciones políticas o religiosas por los resultados obtenidos en favor de la humanidad, la Secta católica debiera haber desaparecido y sus dirigentes deberían haber sido juzgados por su colaboración activa o pasiva en los grandes crímenes contra la Humanidad, contra la libertad, contra la justicia, contra los Derechos Humanos, y en favor del fascismo y de aquellos totalitarismos que contasen con su apoyo, como el de nuestro dictador o como el de Chile, por hablar de personajes de no hace demasiado tiempo.

Así pues, el hecho de que los ideales de justicia y solidaridad del marxismo no hayan triunfado no significa que sean ideales condenables sino sólo que la ambición capitalista ha sido mayor que las fuerzas del proletariado para superar la opresión y la miseria a la que ha sido llevado por la ceguera del Capital inhumano y alienante, pues, si una ideología de hace alrededor de 150 años ha de desecharse por haber fracasado, con mucho mayor motivo habría que desechar la ideología cristiana en cuanto su estrepitoso fracaso en lo que se refiere a la consecución de una sociedad más justa y solidaria tiene ya más de 2.000 años de historia, en los que, al margen de haber contribuido a la riqueza de nuestro folklore popular con las fiestas de “Moros y cristianos”, ha servido fundamentalmente para la formación, el crecimiento y el enriquecimiento de las altas jerarquías de la Secta Católica, para frenar el avance científico, para luchar contra la libertad, para justificar la invasión de América por parte de los europeos, para justificar la muerte de aquellos indios que no se “convirtieron” al cristianismo, para justificar guerras como las Cruzadas o como el levantamiento militar o “cruzada nacional” del general Franco, para legitimar y bendecir su régimen, para arremeter contra los pobres a fin de que siguieran soportando la esclavitud a que el capitalismo les condenaba, tratando de drogar a las masas con la “resignación cristiana” y con la “esperanza” en otra vida mejor.

El señor Ratzinger formuló también una irónica e insólita crítica de las sectas, aparentando ignorar que la suya, la Secta Católica, segregada del Judaísmo, la Secta de las sectas, es la primera en el ranking del mundo occidental, con mayores riquezas que todas las otras juntas. Por ello, animó a los obispos brasileños a modernizarse utilizando las nuevas tecnologías a la hora de captar a nuevos contribuyentes netos, al igual que sucede con las compañías telefónicas o con otras industrias que ofrecen sus productos criticando los ajenos y aparentando disponer de alguna ventaja especial que las demás no tienen.

Criticó igualmente las antiguas religiones de los indígenas diciendo que representaban un retroceso al pasado, como si el cristianismo fuera una secta nacida ayer. Incluso se atrevió a utilizar la estratagema del espabilado Pablo de Tarso cuando dijo a los atenienses que ese dios desconocido al que ellos adoraban era precisamente El Dios cristiano, aunque los griegos no se dejaron engañar. En este punto Ratzinger no ha sido nada original, pero hay que reconocer que la táctica les funciona bastante bien utilizando el principio maquiavélico según el cual el fin justifica los medios, de forma que los obispos y el señor Ratzinger tal vez fueran capaces de ponerse a bailar sambas, vestidos de brasileñas de Río, si estuvieran convencidos de que de ese modo iban a conseguir la adhesión a la Secta de unos cuantos miles de brasileños.   

Habló en favor de los pobres, que para la Secta nunca está de más, mientras todo quede en palabras y aunque una cosa sea predicar y otra dar trigo o actuar en consecuencia. Y, en este punto, siempre la eterna paradoja y la eterna desvergüenza de esta secta, que no se cansa de abrazar, de mostrar gestos de amor a los pobres, que sólo se quedan en gestos, aunque en ocasiones ni eso sepan hacer -¿habéis visto la foto de Ratzinger con los brazos extendidos como deseando abrazar a la gente que tiene delante, mientras que, sin estar pendiente de otra cosa que de su propia imagen, mira hacia la cámara que le está enfocando? Ni siquiera sabe meterse en su papel; ni siquiera tiene la delicadeza de aparentar ese amor que pretende transmitir con el gesto de sus brazos, que se convierte en algo tan mecánico que provoca escalofrío. Pero bueno, quizá se le ha pasado la edad de aprender teatro y mira a la cámara tratando de averiguar si le estará sacando un buen plano, si le sacará “su lado bueno” –si tiene alguno- en lugar de estar pendiente al menos de lo que está representando. Ya se sabe que en la práctica el resultado es el mismo: palabras, palabras y más palabras, pero, sobre todo, engaño, engaño y más engaño en pro de la explotación y de la consolidación de la miseria.

También se metió contra ciertas formas de hacer política. Adivina adivinanza, ¿contra qué políticos se metió? No se metió contra el señor Bush ni, desde luego,  contra la actuación del propio Vaticano. ¡Eso habría faltado! Se metió contra “ciertas” ideologías y políticas cercanas al marxismo, como era de suponer.

Habló de equidad, cuando debió hablar de justicia. Y aquí el lenguaje tiene su importancia, porque hablar de equidad presupone la existencia de una justicia que sólo hay que corregir, mientras que en realidad lo que sufren millones de brasileños y de pobres de todo el mundo a manos del capitalismo es una gravísima injusticia, cuando en estos momentos en los que más riqueza se produce, alrededor de 35.000 niños mueren cada día a causa del hambre. Así que si se quiere llamar a las cosas por su nombre, el señor Ratzinger debería haber dicho que no se trataba de simple “equidad” sino de la justicia más elemental. Pero es evidente que, al utilizar el suave término de “equidad” –poco utilizado o comprendido por la masa-, no se enfrentaba al sector capitalista, aunque restaba importancia a la serie de pobres que cada día mueren en medio de la miseria: El capitalista se habría enriquecido “justamente”, aunque lo hubiera hecho mediante le expolio legal a los pobres, pero podría ser comprensivo con ellos y tal vez le concediera “por equidad” algunas migajas de lo que le había robado. Así que el pobre se quedaba con la miseria y el capitalista con la riqueza.

Criticó el secularismo, es decir, la vida preocupada por los asuntos del día a día y del siglo a siglo, asuntos terrenales, tanto por lo que se refiere a la búsqueda de una felicidad terrenal como por lo que se refiere a la búsqueda de unas estructuras económicas y sociales más justas. Es como si repitiera aquellas palabras de “buscad el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura”, quitando importancia a ese “todo lo demás”, que paradójicamente a la propia secta es lo que más le importa, al menos para lo que es la vida terrenal de sus altas jerarquías.

Criticó igualmente y de modo sarcástico el hedonismo. Y digo “de modo sarcástico” porque lo es y mucho criticar el hedonismo allá en Brasil, donde tantos niños y también mayores viven y mueren en la miseria y no disfrutan de otra clase de hedonismo que la de comer cuando pueden. El señor Ratzinger, si quería criticar el hedonismo de quienes no pegan ni golpe, podía haberse dirigido a personas nada lejanas a él mismo y a su séquito, o a los viciosos millonarios indolentes que pasan el tiempo en los casinos de las Vegas o de Montecarlo. Pero en cualquier caso el hedonismo en sí mismo no tiene nada de negativo, pues es una forma de vida que simplemente defiende el valor del placer. ¿No se supone que el Cielo de esa secta será un lugar de placer y felicidad? Por cierto, ¿qué diferencia existe entre placer y felicidad? Únicamente el de la corta duración del primero y el de la duración eterna del segundo. Más allá de esta diferencia sólo se encuentra el hecho de que el hedonismo suele asociarse con los placeres del sexo, de la comida y de la bebida, mientras que la felicidad se asocia a placeres más “espirituales”, cuya diferenta cualitativa con los anteriores no creo que nadie entienda, pues en ese asunto todo es cuestión de gusto. Además, Epicuro máximo representante del hedonismo en la antigüedad, defendía básicamente el placer de la amistad, el de las conversaciones filosóficas y el de compartir todo con los amigos: ¿Qué hay de condenable en ese o en cualquier otro modo de hedonismo? Con las miserias que hay en la vida, si encima hemos de renunciar a los pequeños placeres que podamos disfrutar para que sólo los disfruten los dirigentes de la Secta y sus simbióticos protectores capitalistas, eso ya sería el colmo.

Y el señor Ratzinger tuvo el cinismo de criticar el machismo, viendo la paja en el ojo ajeno y sin haber descubierto la viga en el propio. ¡Una Secta que prohíbe a las mujeres ejercer como sacerdotisas criticando el machismo! ¡Vaya cinismo! ¡Una Secta que considera que la mujer trajo el pecado al mundo criticando el machismo! ¡Vaya cinismo! ¡Una Secta que considera que la mujer debe obedecer al marido, como dijo Pablo en su Epístola a los Romanos! ¡Vaya cinismo desatinado! Una Secta que considera que Dios creó a Adán a su imagen y semejanza y que después creo a Eva a partir de una costilla de Adán y que no la creó porque la valorase por ella misma sino para que Adán no estuviera solo: ¡Vaya cinismo más loco! ¡Una Secta para quien la imagen del propio dios es siempre masculina (Padre, Hijo y Espíritu Santo, supuesto encargado del embarazo de María, con nocturnidad y alevosía! ¡Vaya cinismo inefable!      

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*Antonio García Ninet es Doctor en Filosofía y en Ciencias de la Educación  

 

 

 

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