Un crucifijo del nueve largo
E. Cerdán Tato
El País
12 de Noviembre de 2007
Si
Franco, en piedra y grabado de exaltaciones, va a salir de la
Universidad de Valencia muy pronto, el padre Vendrell, S.J., salió
del callejero de Alicante mediados los ochenta.
Si
a Franco lo tiran a la escombrera los estudiantes de Els Quatre Gats y
toda la comunidad académica, al padre Vendrell, S.J., lo tiró al
contenedor de los residuos presuntamente evangélicos un acuerdo del
pleno municipal y la avenida ya rotulada o en trance de rotular con su
nombre se rotuló afortunadamente con el de Eusebi Sempere. Ya se pueden
imaginar cómo ganó la ciudad, y aquella democracia de dodotis, con el
cambio. A la luz de tantos mártires de la fe beatificados en una
espectacular parada vaticana, chirrían las trazas de uno de esos curas trabucaires
o rebosantes de fanatismo, que no escasean ni en la historia ni en la
memoria de España. El padre Vendrell, S.J., fue un discípulo
aventajado del cardenal Gomá, el confidente oficioso entre la Santa
Sede y el Gobierno golpista de Franco. Si el cardenal Gomá dijo en
Budapest, durante el Congreso Eucarístico celebrado en aquella ciudad
en mayo de 1938: "Paz, sí. Pero cuando no quede un adversario
vivo", el padre Vendrell, S.J., diría, no mucho después, a los
republicanos prisioneros que iban a ser fusilados de madrugada: "No
tened miedo, porque los moritos tienen muy buena puntería y no os harán
ningún daño", y agregaba con fervor: "Vosotros sí que sois
bienaventurados, puesto que conocéis el momento exacto en que ha de
veniros la muerte, y así podéis poneros en paz con Dios, que es lo único
que debe importaros". Tan cínico y piadoso consuelo no silenció
el comentario que ya era un estrépito entre los sombríos muros de la cárcel:
"El padre Vendrell, lleva un crucifijo del nueve largo bajo las
sotanas". Y aquellos testimonios y comentarios se publicaron en
1978 y dejaron a cuadros a quienes sostenían que "el padre
Vendrell era un santo". ¿Qué hubiera hecho Ratzinger con un
personaje tan perverso? Si el padre Vendrell, S.J., llevaba un crucifijo
del nueve largo bajo las sotanas, Benedicto XVI ya tiene una espada de
oro y piedras preciosas, regalo de un rey saudí, como nos recordó
Maruja Torres en su columna del jueves, en la que además sugería que
el sumo pontífice debió de pensar: "En otros tiempos, bien habríamos
podido usarla nosotros". Puede que antes, pero en la Guerra Civil,
que se sepa, no usaron espadas de oro y piedras preciosas, pero sí le
echaron bendiciones a los cañones y a las bombas de la aviación
fascista y, que se sepa, la jerarquía eclesiástica no ha dicho aún ni
pío a quienes les negaba la paz, mientras cometieran la insolencia de
seguir vivos. Han beatificado a sus mártires y han cumplido, pero la
soberbia les impide pedir perdón a sus víctimas. ¿Y para qué, si
tuvieron la suerte de conocer el momento exacto de su muerte y los
moritos tenían muy buena puntería? El padre Vendrell, S.J., tenía las
cosas claras: acompañaba a los condenados al paredón y encima los
bendecía. Y se quedó sin avenida. Pero nadie ha podido certificar,
hasta hoy, si el crucifijo que llevaba bajo las sotanas era del nueve
largo, o solo del nueve corto. Se exagera tanto.