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1.
La naturaleza humana se caracteriza por un desarrollo especial de sus facultades
mentales tanto intelectivas como imaginativas. Las primeras le han conducido a
su supervivencia en la lucha por la vida mediante el conocimiento teórico de la
realidad y la aplicación tecnológica de este conocimiento. Las segundas le han
conducido a sus grandes creaciones artísticas de todo tipo y también a la
construcción de los diversos mitos existentes en todas las culturas mediante
los que el ser humano ha proyectado su fantasía y sus preocupaciones vitales,
rodeándose de seres fantásticos que le han servido como mecanismo para tratar
de relacionarse con ellos a fin de obtener su ayuda o de evitar sus iras.
La
tendencia espontánea de la humanidad a utilizar su fantasía para la creación
mítica, y la correspondiente tendencia a la credulidad respecto a los productos
creados por su fantasía se encuentra tan enraizada en su naturaleza que incluso
en la actualidad, cuando nos encontramos con toda una serie de realidades tecnológicas
que vienen a demostrar que la realidad natural sólo puede ser dominada mediante
su conocimiento empírico y racional, sin embargo en líneas generales la
creencia en lo mítico (en la astrología, en el horóscopo, en toda una serie
de supersticiones, mitos y religiones muy alejadas de las explicaciones
racionales) sigue muy presente en las diversas culturas actuales. Este hecho
demuestra que la importancia de los elementos no racionales del psiquismo humano
es realmente extraordinaria, incluso en personas dotadas de facultades
intelectuales muy desarrolladas.
Sin
embargo, lo grave de esta situación no es el grado de intensidad tan alto de la
fantasía humana –pues “de ilusión también se vive”- sino las
consecuencias políticas y sociales que derivan de esta situación en cuanto la
toma de conciencia de la credulidad humana ha propiciado la aparición de toda
una serie de embaucadores de todo tipo
y de una larga serie de sectas religiosas
que, mediante una labor de proselitismo, se dedican a captar y a controlar
mental, política y económicamente a personas ingenuas y confiadas a quienes,
una vez adoctrinadas, tratan de someter a sus dictados, de manera que tal
sometimiento ha determinado el enriquecimiento de esas sectas a partir de las
aportaciones económicas de sus fieles seguidores y a partir de las que
consiguen gracias a la presión política que ejercen, apoyados en la fuerza que
les da el apoyo de sus fieles.
Desde
el momento en que los distintos embaucadores y creadores de sectas tomaron
conciencia de que el conocimiento crítico, basado en la razón y en la
experiencia, era un peligro muy grave para mantener su dominio sobre sus
seguidores, consiguieron contrarrestar la fuerza liberadora de la razón con la
fuerza aborregadora de la fe, mediante la que se les exigía creer y mantenerse
unidos en torno a unas doctrinas y consignas emitidas por el iluminado de turno,
bajo pena de excomunión y de horribles castigos sin fin.
En
el caso de la secta católica y de las demás sectas cristianas la exaltación
de la fe como virtud esencial para la salvación eterna tiene su origen en los
mismos escritos del Nuevo Testamento, en los que puede leerse:
-“...es
necesario que sea puesto en alto el Hijo del hombre, para que todo el que crea
en él alcance la vida eterna. Porque así amó Dios al mundo, que entregó a su
Hijo Unigénito, a fin de que todo el que crea en él no perezca, sino alcance
la vida eterna” (Juan, 3: 14-17), y
-“En verdad, en verdad os digo, el que escucha mi palabra y cree al que me envió, tiene vida eterna y no incurre en sentencia de condenación, sino que ha pasado de la muerte a la vida” (Juan, 5: 24);
-“si
confesares con tu boca a Jesús por Señor y creyeres en tu corazón que Dios le
resucitó de entre los muertos, serás salvo (Pablo: Romanos,
10: 9).
Lo
más paradójico de esta situación es que los ministros y pontífices de estas
sectas exhorten a los fieles a que tengan fe, a que hagan “actos de fe” o
simplemente a que se la pidan a Dios. Se trata de una situación contradictoria
con el hecho de que, según sus propias doctrinas, es Dios quien da la fe a
quien quiere, y, por ello, quien todavía no la tiene difícilmente podrá
pedirla a ese supuesto ser en quien no cree. Olvidan igualmente que la fe hace
referencia a un estado mental por el que se acepta como verdad algo que en
realidad se desconoce, por lo que, en cualquier caso, es un absurdo
extraordinario llegar a considerar como un mérito especial para la “salvación”
el hecho de que se disponga de un grado más o menos intenso de fe.
2.
Frente a la defensa del valor de la fe, respaldada por las diversas sectas
religiosas en general, ha habido por suerte una serie de pensadores que se ha
manifestado de modo crítico denunciando el carácter intelectualmente opresivo
de la fe, contraria al desarrollo de la racionalidad crítica.
a)
Así, el propio Descartes, a pesar de
su importante vinculación con la Secta Católica, explicaba la posibilidad del error
a partir de la relación entre la voluntad y el entendimiento, en cuanto la
primera se pronunciase sin que el entendimiento hubiese proporcionado la
suficiente “claridad y distinción”,
y, en este sentido, afirmaba que
“si
me abstengo de dar mi juicio sobre una cosa cuando no la concibo con suficiente
claridad y distinción, es evidente que hago bien y no me equivoco; pero si me
determino a negarla o afirmarla, no me sirvo como debo de mi libre arbitrio”,
pues “el conocimiento del entendimiento
debe preceder siempre a la determinación de la voluntad”[1].
En
consecuencia, consideró que un pronunciamiento de la voluntad respecto a una
cuestión carente de claridad y distinción representaba una actuación
moralmente defectuosa.
Y,
en cuanto la fe hace referencia a unos contenidos que la razón no alcanza a
conocer, su aceptación como verdad no puede provenir de otra actitud que la de
ese pronunciamiento defectuoso de la
voluntad frente a unos contenidos que, por definición, no pueden ser ni claros
ni distintos, ya que, de lo contrario, no se hablaría de fe
sino de conocimiento. Sin embargo, hay que reconocer la inconsistencia de
Descartes con sus propias reflexiones en cuanto en ningún momento se atrevió a
someter a la duda y a al prueba de la evidencia racional los contenidos de fe
del cristianismo.
b)
Por su parte, B. Russell señala que ante situaciones objetivamente inciertas no
tiene sentido tratar de actuar a partir de la aceptación de una solución desde
la creencia en ella, sino meramente desde la simple necesidad de tener que
optar y, en consecuencia, de tener que asumir una hipótesis
que habrá que poner a prueba, pero sin que esto implique que se cree en su
verdad más allá de lo que permiten los datos objetivos de que se disponga. En
relación con esta cuestión presenta un ejemplo a fin de clarificar su punto de
vista:
“Si,
paseando por un camino vecinal, llego a una bifucarción donde no hay señalización
alguna ni viandantes, me encuentro, desde el punto de vista de la acción ante
una opción ‘forzada’. Tengo que tomar un camino u otro si quiero tener
alguna posibilidad de llegar a mi destino; y puedo carecer de pruebas acerca de
cuál es el camino acertado. Por tanto, actúo
sobre la base de una de las dos hipótesis posibles […]. Pero no creo en ninguna de las dos hipótesis […] Inferir la creencia de
la acción [...] es ignorar el simple hecho de que nuestras acciones se basan
constantemente en probabilidades y que, en todos estos casos, no aceptamos una
verdad ni prescindimos de ella, sino que sostenemos una hipótesis”[2].
Por
ello, para Russell,
“el
verdadero precepto de la veracidad [...] es el siguiente: ‘Debemos dar a toda
proposición que consideramos [...] el grado de crédito que esté justificado
por la probabilidad que procede de las pruebas que conocemos’ [...] Pero ir
por el mundo creyéndolo todo con la esperanza de que consiguientemente
creeremos tanta verdad como es posible es como practicar la poligamia con la
esperanza de que entre tantas mujeres encontraremos alguna que nos haga
felices”[3].
Como
consecuencia de lo anterior se pronuncia en contra de aquellas actitudes que se
dejan guiar por la fe en cuanto es una
forma irracional de defender aquello de lo que no hay pruebas, defensa que puede
llevar y ha llevado en muchas ocasiones a la guerra contra quienes defienden
otras creencias:
“Los
cristianos sostenían que su fe hace el bien pero que cualquier otra fe hace el
mal. […] Lo que deseo mantener es que todo
tipo de fe hace daño. Podemos definir la “fe” como una firme creencia en
algo de lo que no hay evidencia. Donde hay evidencia nadie habla de “fe”. No
hablamos de la fe de que dos y dos son cuatro o de que la tierra es redonda. Sólo
hablamos de la fe cuando queremos sustituir la evidencia por la emoción. Poner
la emoción en el lugar de la evidencia nos puede conducir a la lucha, ya que
grupos diferentes sustentan emociones diferentes. [...] Ninguna fe puede ser
defendida racionalmente, y cada una, por tanto, se defiende con la propaganda y
si es necesario con la guerra”[4].
c)
En una línea complementaria de interpretación acerca de esta cuestión, Sartre
presentaba la aparente paradoja de que “creer es saber que se cree y saber que
se cree es no creer ya”, puesto que “saber que se cree” es tener
conciencia de la creencia como “pura determinación subjetiva, sin correlato
exterior”[5].
Esto es, si se admite que entre saber y
creer existen diferencias, y se es
consciente de que creer no es saber, se tendrá que asumir la conciencia de creer
como conciencia de no saber y como
conciencia de que la creencia se produce por motivos subjetivos; esta conciencia
desembocará en la desaparición
de la creencia en cuanto se produzca la disociación entre los datos
objetivos insuficientes, por una parte, y los motivos
subjetivos, por otra, como ingredientes cuya combinación ha producido la
vivencia especial de la creencia, que
podría en tales casos llamarse simplemente querencia.
Por
otra parte, es cierto que la tesis de Sartre, aunque debería
cumplirse desde la coherencia lógica, rara vez se cumple en la práctica; y
ello es una prueba más de que, como han señalado diversos autores (Schopenhauer,
Nietzsche y Freud entre otros), la débil racionalidad humana extrae su propia
fuerza de un fondo vital básicamente irracional, frente a cuyas motivaciones la
fuerza de la razón puede quedar adormecida. Pues, en efecto, el que cree,
aunque sea consciente de que simplemente cree
y de que carece de bases objetivas suficientes como para poder considerar su creencia como conocimiento,
no por ello deja de creer, y este
simple hecho representa la más clara refutación de la afirmación sartreana.
Dicha afirmación habría sido correcta si el hombre fuera siempre consecuente
con los planteamientos racionales, pero Sartre olvida que la enorme fuerza del
sustrato psíquico irracional humano es un difícil obstáculo que se opone a
que los planteamientos racionales más objetivos puedan instalarse en la mente
humana, sustituyendo a los que previamente y de manera acrítica ocuparon un
lugar en ella.
d)
Precisamente en este sentido y en referencia a la presión que los elementos
inconscientes ejercen sobre la mente, en Humano, demasiado humano escribía Nietzsche:
“El
hambre no prueba que ‘haya’ un alimento para satisfacerla
[...]’Presentir’ no significa en modo alguno, reconocer la existencia de una
cosa, sino tenerla por posible, en la medida en que se la desea o se la teme: el
‘presentimiento’ no hace avanzar un paso en la región de la certidumbre. Se
cree involuntariamente que las partes de una filosofía que ostentan un colorido
de religión están mejor probadas que las otras; pero, en el fondo, es lo
contrario, sólo que se tiene el íntimo deseo de que sea así, de que aquello
que nos hace felices sea verdad. Este deseo nos conduce a tomar por buenos,
razonamientos malos”[6].
Como
resumen y conclusión respecto a este problema, podemos señalar la existencia
de dos actitudes extremas en los pronunciamientos de la voluntad: la que resulta
proporcional y concordante con los datos objetivos, y la que resulta
desproporcionada y en discordante con tales datos, pero que viene impulsada por
factores ajenos, como los deseos o los temores. Ahora bien, en relación con
tales actitudes y en cuanto se esté interesado en la posesión de auténticas
verdades, se intentará evitar las actitudes del segundo tipo y sustituirlas por
las del primero. Pero, en cualquier caso, lo que resulta totalmente inadmisible
es la consideración moral positiva respecto a la segunda actitud, en cuanto se
caracterizaría más bien por su oposición a la veracidad.
De
este modo y teniendo en cuenta que para Nietzsche la fe equivalía en el fondo a
una falta de rectitud intelectual, motivada por el temor a vivir en lo problemático,
consideró que la fe representaba
“la mentira a toda costa”[7].
Ciertamente, era un síntoma sospechoso respecto al valor de la fe
su conexión con los deseos y con la necesidad humana de felicidad, y, por ello,
ya anteriormente había manifestado su escepticismo: “Si la fe no diese
felicidad, no habría fe: por consiguiente, ¡cuán poco valor debe de tener!”[8].
3.
Por otra parte, la postura del creyente,
aparentemente incompatible con la que mantiene un talante de absoluta veracidad,
quizá no lo sea tanto en realidad, especialmente si advertimos que en el
terreno de las creencias podemos diferenciar al menos dos sentidos básicos, uno
débil, al que se puede llamar creencia
espontánea, y otro fuerte, al que
se puede llamar creencia dogmática, las
cuales se encuentran relacionadas, pero a la vez separadas desde un punto de
vista cualitativo.
3.1.
La creencia espontánea se caracteriza
por tratarse de una simple vivencia
involuntaria que no pretende justificarse racionalmente, pero que, aunque
sea de manera pre-reflexiva y acrítica, implica en cualquier caso una certeza subjetiva
acerca de doctrinas objetivamente
inciertas. La importancia de la creencia
espontánea deriva, por una parte, de la amplitud de sus contenidos y, por
otra, del hecho de que, aunque muchas de ellas permanecerán indefinidamente en
esta situación, otras se convertirán en el origen de creencias
dogmáticas y, finalmente, otras serán el origen de un buen número de auténticos
conocimientos, mientras que algunas, por su escasa o nula importancia vital,
paulatinamente se irán desvaneciendo.
La
transformación de la creencia espontánea
en conocimiento o su simple desaparición viene determinada por la
existencia y aplicación de un método riguroso para verificar o refutar sus
contenidos. La existencia de este tipo de creencia admite toda una compleja
variedad de explicaciones que no necesariamente se excluyen, sino que más bien
se complementan mutuamente:
Tratando
sólo de iniciar una aproximación a esa complejidad de explicaciones, habría
que hacer referencia, en primer lugar,
al hecho de que el ámbito de seguridades procedentes de auténticos
conocimientos es muy limitado, y que, por ello, la realización satisfactoria de
la vida exige que esos reducidos conocimientos tengan que ser complementados por
todo tipo de creencias, basadas en la autoridad de una tradición inmemorial,
que se acepta y es creída en parte por motivos intrínsecos a tal tradición,
en cuanto pueden representar la acumulación de un acervo de experiencias a
partir de cuya depuración inductiva haya podido extraerse cierta “sabiduría
popular”, y en parte por motivos extrínsecos, en el sentido, por ejemplo, de
que el sentimiento de integración en un grupo social se satisface más
plenamente cuando el hombre comparte con su grupo no sólo una vida comunitaria
basada en la existencia de unos intereses que sólo esa convivencia puede
satisfacer, sino especialmente la de un sistema de creencias comunes que
favorece la cohesión del grupo y, en
consecuencia, un sentimiento de seguridad y de fuerza frente a posibles grupos
hostiles; en relación con esta cuestión conviene recordar que el hombre, como
“animal social”, tiene fuertemente desarrollada la necesidad de sentirse
integrado en una comunidad.
Hay
que mencionar, en segundo lugar, el
sentimiento de temor e inseguridad que provoca en el hombre el
desconocimiento de su propia realidad y del mundo que le rodea: en las
tradiciones míticas de todos los tiempos la creencia en dioses o espíritus que
gobernaban las fuerzas de la naturaleza (diluvios, sequías, terremotos,
enfermedades o un clima apacible, buenas cosechas, salud, etc.) y la creencia de
que tales dioses podían resultar accesibles para el hombre mediante diversos
rituales mágicos y sacrificios sirvió para aminorar aquel sentimiento de
temor; de ahí que, cuando con el progreso de la ciencia se han logrado de
manera mucho más eficaz esos mismos objetivos de control sobre la naturaleza,
los diversos ritos mágicos y los sacrificios hayan dejado de ocupar el lugar
preponderante que ostentaban y sólo se recurra a ellos en ocasiones
excepcionales para las que, por otra parte, suelen ser tan ineficaces como la
ciencia, aunque aporten al menos una cierta satisfacción y consuelo por
“haberlo intentado todo”.
En
tercer lugar, es importante señalar
el valor trascendental de la creencia
espontánea como un imprescindible mecanismo
de supervivencia durante la infancia, ya que en ese período inicial de la
vida es cuando se depende de los padres de manera más absoluta. Esa
dependencia, en cuanto viene acompañada del afecto y de la satisfacción de las
diversas necesidades del niño por parte de sus progenitores, lleva consigo el
desarrollo correspondiente del afecto del niño hacia ellos, y, al mismo tiempo,
de una confianza incondicional en la verdad de las enseñanzas de quienes le han
querido y protegido, los cuales en ningún caso pretenderían engañarle. Tales
enseñanzas serán, en líneas generales, efectivamente adaptativas desde el
punto de vista vital, pero también de modo inevitable estarán constituidas por
una mezcla de verdades y de prejuicios. Este hecho explica suficientemente el
que de forma poco variable, generación tras generación, y gracias a esta labor
de transmisión de las creencias de padres a hijos, las diversas religiones se
mantengan en sus respectivas áreas de influencia: quien nace y es educado en el
seno de una familia cristiana asumirá el cristianismo con la misma naturalidad
con la que aprende a hablar el idioma de sus padres; quien nace y se educa en
medio de una familia musulmana difícilmente dejará de ser musulmán; y casi
con toda seguridad permanecerá budista el que nazca y se eduque en una familia
budista.
Por
este motivo, los dirigentes de las diversas religiones suelen preocuparse de
manera especial por realizar su misión de proselitismo y obtienen sus mayores
éxitos, encauzando especialmente su mensaje no hacia las personas adultas, que
por el desarrollo natural de su capacidad racional y crítica o por haber
interiorizado ya previamente durante su infancia otras creencias, difícilmente
se abrirían a la aceptación de una ideología religiosa diferente, sino hacia
la infancia, que, aunque no llegue a ser capaz de valorar críticamente el
contenido de las doctrinas que recibe o precisamente por ello, es por naturaleza
mucho más receptiva.
En
último lugar, se puede señalar que
el hecho de creer en algo, en el sentido de tender a considerarlo como verdadero
sin que realmente se pueda estar objetivamente seguro de que lo sea, tiene su
explicación en cuanto existen toda una serie de circunstancias tanto objetivas
como subjetivas que hacen surgir la creencia correspondiente. Así, por ejemplo,
la creencia de que mañana llueva podría relacionarse con el hecho objetivo de
que uno sea experto en meteorología y conozca la existencia próxima de un área
de bajas presiones que haga previsible que, en efecto, tal fenómeno se vaya a
producir. Por otra parte, si además se está sufriendo una larga temporada de
sequía, el deseo de que la lluvia se produzca -factor subjetivo- puede
contribuir a que la creencia en la aparición de dicho fenómeno sea más
intensa que si se atendiera exclusivamente a las circunstancias externas
objetivas. Lo mismo sucede en el caso de las personas cuya penuria económica
les lleva a jugar su sueldo en la lotería con un grado de confianza
directamente proporcional al grado de su indigencia.
3.2.
El paso de la creencia espontánea a la creencia dogmática implica
un cambio desde la espontaneidad de la
primera a la dogmaticidad beligerante
de la segunda, que en algunas ocasiones pretende ser aceptada como un
conocimiento paralelo al de la ciencia y, en otras, como el único y auténtico
conocimiento frente a “los desvaríos heréticos de la filosofía y de la
ciencia”. Este paso representa una reafirmación consciente y dogmática de la
primera sin que existan motivos objetivos lo justifiquen.
La
creencia dogmática, como ya se ha señalado,
añade a los caracteres de la anterior una consciente disposición dogmática a
afirmar como verdadero el contenido de la creencia, a pesar de no contar con
suficientes garantías objetivas de que lo sea. Se trata de la creencia como
“acto de fe”, que se produce por sugestión y se fortalece por autosugestión
para evitar su debilitamiento como consecuencia de posibles críticas
procedentes de la filosofía, de la ciencia o del simple sentido común. Por
ello, si desde la perspectiva de la veracidad no habría nada objetable respecto
a la creencia espontánea, puesto que
ésta es involuntaria y no pretende suplantar al auténtico conocimiento sino
que sólo lo suple mientras éste no haya surgido, no ocurre lo mismo en el caso
de la creencia dogmática, ya que ésta
pretende presentarse como una forma
especial de conocimiento,
ocupando el lugar que le corresponde al conocimiento en su sentido más
racional y objetivo, y, por ello, su relación con la veracidad es la de una
proporción inversa: un aumento de veracidad
viene acompañado de un descenso de la creencia
dogmática, y un aumento de creencia
dogmática viene acompañado de un descenso de veracidad.
Por
qué se mantiene, sin embargo, la creencia
dogmática en claro enfrentamiento con los planteamientos relacionados con
la veracidad es una pregunta que en
parte puede responderse haciendo referencia a las mismas motivaciones que
propician la aparición de la creencia
espontánea, ya que esta última es el origen de la otra. Pero también hay
que señalar como causa esencial de su desarrollo, en primer lugar, el interés de los jerarcas de las diversas sectas
religiosas en proclamar la “autosuficiencia de la fe”, más allá y por
encima de la razón, como mecanismo para
tener asegurada la fidelidad de sus adeptos y alejar así el temor y la
preocupación que podría suponer el que los diversos contenidos religiosos
pudieran ser objeto del libre análisis crítico y pudieran ser rechazados en
cuanto no superasen la prueba de dicho análisis. Como su posible rechazo podría
venir seguido de la disolución de la organización eclesial correspondiente,
una solución para evitar este peligro suele consistir en advertir que los “dogmas”
religiosos son, por definición, inasequibles para la razón humana y que, por
lo tanto, deben ser aceptados por un acto
de fe; complementariamente, se suele tratar de atemorizar al creyente para
que desista de su actitud crítica advirtiéndole que “sin
la fe no hay salvación”. En relación con la valoración que el
cristianismo y otras religiones hacen de la fe
-forma de creencia dogmática- como
“camino de salvación”, se trata de una doctrina tan absurda como lo sería
la actitud del profesor que exigiera a sus alumnos, como condición
indispensable para aprobar el curso, creer
que él era la reencarnación de Platón.
Así
pues, la creencia en sentido amplio aparece como un fenómeno que es a un mismo
tiempo natural e inevitable y que puede ser un suplemento del auténtico
conocimiento cuando éste falta. Pero, en cualquier caso, parece que, si a nadie
se le ocurre juzgar especialmente meritoria
la creencia de que mañana llueva o deje de llover, y si tampoco consideramos
especialmente meritoria la devota actitud creyente
del alumno que reconociese a Platón en su extraño profesor sino que más bien
la juzgaríamos como un gesto sospechoso de interesada hipocresía ante tan excéntrica
exigencia, en tal caso lo mismo habría que juzgar de la creencia en el Dios del cristianismo o de la creencia en los dioses del Olimpo. Tengamos además en cuenta que la
fe, como creencia dogmática, se opone a la veracidad y que, en consecuencia, se encuentra en contradicción con
el precepto de la moral cristiana que exige no
mentir, por lo que, desde esta perspectiva, en lugar de laudable sería
condenable.
La
creencia dogmática surge como
consecuencia de una labor de adoctrinamiento,
entendido como simple martilleo mental en favor de una doctrina que debe ser
aceptada por la supuesta autoridad de quien la presenta, disfrazado en muchas
ocasiones con opulenta, ostentosa y ridícula vestimenta, propia también de
antiguos hechiceros, que comienza inculcando
de modo irracional el supuesto valor
sobrenatural de tal creencia o de tal “fe”, para construir sobre ella
todo el resto de sus doctrinas, tratando de olvidar en esos momentos que el acto
de fe se opone al imperativo de la veracidad, en cuanto con él se
afirma como verdad algo de lo que no se sabe que lo sea, ya que en caso
contrario no se hablaría de fe sino de conocimiento.
4.
Cuando se manipula la mente de los niños presionando,
adoctrinando y martilleando su
cerebro para que acepten dogmas o “misterios” irracionales por simple fe
ciega, se les impide el desarrollo de su racionalidad crítica y se aplasta
su derecho a la libertad de pensamiento. Esta manipulación es gravemente
perjudicial porque con ella se le somete a los dictados de quienes pretenden
tener autoridad para imponer “su verdad”, a la que afirman haber llegado por
“vía sobrenatural”, y esta manipulación se convierte en caldo de cultivo
para el desarrollo del fanatismo dogmático religioso.
En
consecuencia, una sociedad de personas intelectualmente maduras es incompatible
con cualquier forma de adoctrinamiento que
trate de imponer qué se debe pensar o qué se debe creer. Y, por ello, si no se
desea moldear una sociedad de sumisos corderitos, es necesario propiciar un ámbito
educativo basado en el respeto y en la tolerancia, en el que se rechace
cualquier forma de adoctrinamiento
irracional, origen de la transmisión de creencias
dogmáticas, y en su lugar se fomente el desarrollo de la racionalidad crítica.
Educar es transmitir información
acompañada de una justificación racional por la que el alumno aprenda a
ponderar el alcance, la consistencia y los límites de la información
suministrada. Sin embargo, la enseñanza religiosa es adoctrinamiento
dogmático en cuanto equivale a una imposición
de doctrinas que no están por encima
de la razón sino en contra de
ella y, por este motivo, dichas doctrinas armonizan tanto con la formación
educativa como el rebuzno de un burro en un concierto de Vivaldi.
Por
todo lo señalado, conviene preguntarse ahora hasta que punto se cumple con el
artículo 20.4 de la Constitución cuando no sólo se permite que los niños
sean adoctrinados en esa serie de creencias
dogmáticas sino que incluso se deja que sean los obispos de la secta católica
quienes elijan a los adoctrinadores encargados del lavado de cerebro de los niños,
mientras que el Estado español se encarga de pagar los sueldos de tales
adoctrinadores.
Y
lo que ya es el colmo del cinismo es que a continuación las jerarquías de la
Secta Católica animen a sus seguidores a hacer objeción de conciencia contra
la futura asignatura Educación para la ciudadanía porque, según ellos, es una
asignatura que pretende adoctrinar
acerca de valores en los que ellos no creen, valores, que están de acuerdo con
los Derechos Humanos y, por ello mismo, de acuerdo con nuestra Constitución,
teniendo en cuenta además que lo que se pretende en relación con ellos no es
imponerlos de modo irracional, como hace la secta Católica con sus doctrinas,
sino exponerlos y razonar acerca de ellos, tal como puede constatar quien haya
leído los contenidos de esta materia.
¿Cómo no se les ocurrió a los obispos hacer objeción de conciencia y salir en manifestación durante el tiempo en que Franco dictaba sentencias de muerte y cuando trataba de adoctrinar en relación con su dictadura fascista mediante la Formación del Espíritu Nacional, que, junto con el adoctrinamiento en la Religión Católica se imponía a lo largo de todo el ciclo educativo?
[1] Descartes: Meditaciones metafísicas, IV: “si je m’abstiens de donner mon jugement sur une chose, lorque je ne la conçois pas avec assez de clarté et de distinction, il est évident que j’en use fort bien, et que je ne suis point trompé; mais si je me détermine à la nier, ou assurer, alors je ne me sers plus comme je dois de mon libre arbitre; […] la connaissance de l’entendement doit toujours précéder la détermination de la volonté”.
[2] B. Russell: Ensayos filosóficos, p. 117-118. Alianza Editorial, Madrid, 1968.
[3] Op. cit., p. 121.
[4] B. Russell: Sociedad humana: Ética y Política, p. 225-226. Cátedra; Madrid; 1984.
[5] J. P. Sartre: El ser y la nada, 1ª parte, c.2º, 3.
[6] I, 3ª parte, parág. 131.
[7] El Anticristo, parág. 47. En este sentido, indica Habermas que “Nietzsche ha despojado de su pretensión teorética a las tradiciones de fe de la religión judeocristiana y asimismo de la filosofía griega[...]”(J. Habermas: Sobre Nietzsche y otros ensayos, Tecnos, 1982, p. 34.), pero en relación a esta observación hay que decir que, aunque acierta por lo que se refiere a la crítica nietzscheana de la religión, sin embargo no sucede lo mismo por lo que se refiere a la filosofía griega en su conjunto, ya que las propias teorías de Nietzsche tienen una importante inspiración y semejanza con la filosofía de Heráclito.
[8] Humano..., parág. 120.
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Antonio
García Ninet