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Educación y Ciudadanía, por favor
José Antonio Pérez Tapias
Granada hoy 31 de Julio de 2007
La
tensión política en torno a la Educación para la Ciudadanía, establecida por
la LOE como materia obligatoria, es prueba palmaria de su necesidad. Es síntoma
de que están fallando consensos básicos. Desde la transición, dejando atrás
la dictadura y construyendo el Estado social y democrático de derecho que previó
la Constitución, hemos configurado un entramado de leyes e instituciones que
responde a los valores de libertad, justicia, igualdad y pluralismo político.
Hoy, con otras urgencias resueltas, somos conscientes de la necesidad de que la
ciudadanía asuma esos valores que las instituciones democráticas encarnan. La
convivencia en democracia no sólo se sostiene sobre normas ajustadas a derecho,
sino que requiere actitudes consonantes con los valores que se invocan. Así,
una convivencia organizada con criterios de justicia necesita, además de leyes
en esa dirección, de la solidaridad como reverso de esa misma justicia, que
“desde dentro” movilice a los ciudadanos a su favor. Tal actitud no viene
dada con los genes. Requiere un proceso de aprendizaje para hacer el recorrido
desde la experiencia del sufrimiento por la injusticia padecida hasta la
conciencia de los derechos ciudadanos, o desde los impulsos hacia la libertad
hasta los modos responsables de ejercerla, ya como autonomía privada, ya como
autonomía pública.
Transitar desde el egoísmo a la solidaridad por la red de nuestras relaciones,
o desde el recurso a la fuerza a la invocación del derecho en la génesis de
nuestras normas, es algo para lo que debemos prepararnos, asumiendo la divisa
kantiana de que “una educación libre forma un hombre libre”. De ello se
trata en Educación para la Ciudadanía, habida cuenta de que sin esa dimensión
de sujetos que nos reconocemos en los derechos que ejercitamos, nuestra propia
humanidad –como vio Rousseau– quedaría a medias, como condición limitada a
la particularidad de vidas alienadas de lo público, enajenadas de su capacidad
de decisión sobre cuestiones políticas que les afectan, sometidas al dominio
del más fuerte y expuestas a la violencia de un mundo sin ley. Por el
contrario, una sociedad estructurada según leyes inspiradas en un principio de
justicia es la que debemos construir, acatando las normas en cuya gestación
participamos, pidiendo cuentas a los representantes que elegimos, controlando al
gobierno que nombramos. Y todo ello requiere aprendizaje, educación como
ciudadanos, la cual conlleva una dimensión moral que no puede faltar.
Que no nos pongamos de acuerdo en algo tan crucial es una desgracia para la
democracia y un flaco favor que nos hacemos a nosotros mismos. Cuestionar que
mediante procedimientos democráticos pueda legislarse sobre educación para la
ciudadanía significa poner en solfa no sólo las responsabilidades del Estado
en lo que se refiere al derecho a la educación, sino jugar peligrosamente con
la sostenibilidad de las instituciones democráticas de forma que ni los teóricos
del Estado mínimo se atreverían a plantear.
Decir que incluir materias relativas a ciudadanía y derechos humanos en el currículum
escolar es propiciar el adoctrinamiento, asimilando eso a la manipulación de
las dictaduras, es más que una falacia; es una desvalorización de nuestra
democracia y una falta de respeto a nosotros mismos como ciudadanos, además de
una desconsideración imperdonable de la capacidad de nuestro sistema educativo
y de los docentes que trabajan en el mismo.
Apelar en exclusiva al derecho de los padres en cuanto a formación moral de sus
hijos es, amén de un reduccionismo absurdo, de una ingenuidad rayana en el
cinismo cuando se viene repitiendo que las familias se ven desbordadas en su
tarea educativa. Pretender, en fin, el monopolio de los valores morales para la
Iglesia implica la abusiva pretensión de definir, y en algunos casos imponer,
como justo lo que sólo es bueno para una determinada comunidad, cosa que en
democracia no es admisible. Hemos de dialogar para acordar como justo, a partir
de lo que cada cual entienda como bueno, aquello que, con razones compartidas,
todos podamos aceptar como obligante para cada uno. Y eso tiene que ver con
derechos y dignidad, que es de lo que se trata. Por favor, vamos a educar para
la ciudadanía -dialoguemos sobre ello, “buscando la cooperación sincera de
todas las fuerzas de la nación, aun las que parecen más heterogéneas”, como
decía Giner de los Ríos hace un siglo-, de forma que tan indispensable invento
democrático no se nos estropee por el camino.