La Constitución española de 1978 es uno de los últimos textos de este tipo que fundamenta su ser en la consecución de un Estado social y democrático de derecho. Desde la primacía de este objetivo se contempla la apuesta por una economía de mercado sin olvidar la posibilidad de la planificación o el opcional protagonismo del Estado en la creación de empresas públicas.

Por otra parte, y en su título VII, aparece el principio de que la riqueza debe estar "subordinada al interés general". Se trata de la prioridad de unos objetivos de centralidad humana, siendo la ciencia económica quien diseña el camino que el poder político considera mejor para conseguirlos.

Desde la Declaración de Independencia de EEUU en 1776 o la Declaración de Derechos de la Revolución francesa, pasando por el Derecho al Trabajo de Benjamín Constant en 1806, la Revolución mejicana de 1917, la Constitución de Weimar de 1919, la soviética de 1936 hasta la solemne Declaración de DDHH de 1948, el objetivo prioritario de los derechos sociales queda patente.

Es en la Europa de 1961 cuando la Carta Social Europea marca un nuevo jalón en este camino. Desde los inicios del capitalismo ha habido siempre una tensión entre el Estado y el mercado. Los sucesivos regímenes políticos de tipo democrático o autoritario han ido desarrollando esta tensión en pro de uno u otro de los contrarios. Pero en ningún caso los poderes económicos se permitían cuestionar de iure la primacía de la razón sobre cualquier otra consideración que colocara el instrumento, la economía, por encima del objetivo, el bienestar general.

Este teórico ordenamiento de valores, con sus luces y sombras, evidenciaba, siquiera mínimamente, la opción de fondo por la racionalidad del Derecho como garantía de la dignidad humana. Este modesto imperio de la razón se ha visto sacudido hace décadas por la irracionalidad de las tinieblas, es decir el desarrollo paroxístico del capitalismo globalizado.

Julio Anguita, Excoordinador general de IU.

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Fuente:  eleconomista.es