Guerra, victoria, dictadura Imprimir
Nuestra Memoria - Cultura de la Memoria
Escrito por Julián Casanova   

Una posguerra interminable, una victoria omnipresente, una dictadura de casi cuarenta años. La sublevación militar de julio de 1936 y la guerra civil que provocó se convirtieron en acontecimientos fundamentales de la dictadura de Franco, de su cultura excluyente, ultranacionalista y represiva.

Quienes habían provocado la guerra, la habían ganado y gestionaron desde el nuevo Estado la victoria, asentaron la idea, imposible de contestar, de que los republicanos eran los responsables de todos los desastres y crímenes que habían ocurrido en España desde 1931. Proyectar la culpa exclusivamente sobre los republicanos vencidos liberaba a los vencedores de la más mínima sospecha. El supuesto sufrimiento colectivo dejaba paso al castigo de solo una parte. Francisco Franco lo recordaba a menudo con el lenguaje religioso que le sirvió en bandeja la Iglesia católica: “No es un capricho el sufrimiento de una nación en un punto de su historia; es el castigo espiritual, castigo que Dios impone a una vida torcida, a una historia no limpia”.

La guerra terminó el 1 de abril de 1939 con el triunfo total de las tropas “nacionales” de Franco. El mismo día de la “liberación” de la capital, Leopoldo Eijo y Garay, obispo de la diócesis de Madrid, publicó su pastoral “La hora presente”. La guerra había sido necesaria e inevitable porque “por los caminos ordinarios” España ya no podía salvarse y “la hora presente” era, ni más ni menos, en todo el mundo, pero “singularmente” en España, “la hora de la liquidación de cuentas de la humanidad con la filosofía política de la Revolución Francesa”.

Eran momentos de fiesta, tedéums, resurrección de España y de honra a los mártires de la Cruzada. Pocas horas después de anunciar que el Ejército rojo estaba cautivo y desarmado, el Generalísimo recibió un telegrama de Pío XII, el antes cardenal Eugenio Pacelli, que había sido elegido Papa el 2 de marzo de ese mismo año, tras la muerte de Pío XI el 10 de febrero. Tampoco faltó a la cita de felicitación el cardenal Isidro Gomá, quien desde Pamplona recordaba a Franco el 3 de abril “con qué interés me uní desde el comienzo a sus afanes; cómo colaboré con mis pobres fuerzas y dentro de mis atribuciones de Prelado de la Iglesia a la gran empresa”.

La gran empresa era la regeneración total de una nación nueva forjada en la lucha contra el mal, el sistema parlamentario, la República laica y el ateísmo revolucionario, todos los demonios enterrados por la victoria de las armas de Franco con la protección divina. Se trataba del logro de la confesionalidad católica del Estado, del “despotismo de militares y clérigos”, como lo llamaba Barcala, uno de los personajes de La velada de Benicarló de Manuel  Azaña. Las ciudades y campos se llenaron de desfiles, manifestaciones de la victoria, regreso simbólico de las vírgenes a sus lugares sagrados, actos de desagravios y procesiones.

Franco y sus compañeros de armas habían salido al rescate de la patria, lo cual legitimaba el golpe de Estado y la sangrienta guerra civil. En realidad, ese objetivo de redimir a España era el común denominador de las fuerzas políticas y sociales que se sumaron a esa “gran empresa”, identificadas más por lo que querían destruir –la República, el liberalismo, el comunismo– que por un acuerdo sobre la definición del nuevo régimen. La victoria había que disfrutarla, manifestada en un entramado simbólico de ritos, fiestas, monumentos y recuerdo y culto a los mártires.

Para recordar siempre su victoria en la guerra, para que nadie olvidara sus orígenes, la dictadura de Franco llenó de lugares de memoria el suelo español, con un culto obsesivo al recuerdo de los caídos, que era el culto a la nación, a la patria, a la verdadera España frente a la anti-España, una manera de unir con lazos de sangre a las familias y amigos de los mártires frente a la memoria oculta de los vencidos, cuyos restos quedaron abandonados en cunetas, cementerios y fosas comunes.

Militares, falangistas, carlistas y la Iglesia aportaron sus símbolos a la nueva España, aunque el discurso nacionalcatólico acabara, a partir de 1945, dominando. En lo que todos estuvieron de acuerdo, sin embargo, fue en el culto rendido al general Franco. Desde octubre de 1936, obispos, sacerdotes y religiosos comenzaron a tratar a Franco como un enviado de Dios para poner orden en la “ciudad terrenal”.

La paz de Franco

Acabada la guerra, el “insigne, victorioso y amado Caudillo” fue rodeado de una aureola heroico-mesiánica que le equiparaba a los santos más grandes de la historia. Aparecían por todas partes estatuas, bustos, poesías, estampas, hagiografías. La imagen de Franco como militar salvador y redentor era cuidadosamente tratada e idealizada en el “Noticiario Español” (NO-DO). Su retrato presidió durante los casi cuarenta años de dictadura las aulas, oficinas, establecimientos públicos y se repetía en sellos, monedas y billetes. Y como ninguna legitimidad podía ser superior a la que procedía de la potestad divina, Franco fue “Caudillo de España por la gracia de Dios”.

Al menos 50.000 personas fueron ejecutadas en la década posterior al final de la guerra, la mayoría de ellas en las últimas provincias conquistadas por el Ejército de Franco. Se necesitaban personas que planificaran esa violencia e intelectuales, políticos y clérigos que la justificaran. La destrucción del contrario en la guerra dio paso a la centralización y el control de la violencia por parte de la autoridad militar, un terror institucionalizado y amparado por las leyes del nuevo Estado. Esa cultura política de la violencia, de la división entre vencedores y vencidos, “patriotas y traidores”, “nacionales y rojos”, se impuso en la sociedad española al menos durante dos décadas después del final de la guerra civil.

La paz de Franco, que mantuvo el estado de guerra hasta abril de 1948, transformó la sociedad, destruyó familias enteras, rompiendo las básicas redes de solidaridad social, e impregnó la vida diaria de miedo, de prácticas coercitivas y de castigo. La amenaza de ser perseguido, humillado, la necesidad de disponer de avales y buenos informes para sobrevivir, podía alcanzar a cualquiera que no acreditara una adhesión inquebrantable al Movimiento o un pasado limpio de pecado republicano.

Los odios, las venganzas y el rencor alimentaron el afán de rapiña sobre los miles de puestos que los asesinados y represaliados habían dejado libres en la Administración del Estado, en los ayuntamientos e instituciones provinciales y locales. Una ley de 10 de febrero de 1939 institucionalizó la depuración de los funcionarios públicos, un proceso que los militares rebeldes habían iniciado sin necesidad de leyes en el verano de 1936. Detrás de esa ley, y en general de todo el proceso de depuración, había un doble objetivo: privar de su trabajo y medios de vida a los “desafectos al régimen”, un castigo ejemplar que condenaba a los inculpados a la marginación; y, en segundo lugar, asegurar el puesto de trabajo a todos los que habían servido a la causa nacional durante la guerra civil y mostraban su fidelidad al Movimiento. Ahí residía una de las bases de apoyo duradero a la dictadura de Franco, la “adhesión inquebrantable” de todos aquellos beneficiados por la victoria.

El Ejército, la Falange y la Iglesia eran los principales representantes de los vencedores y de ellos salieron el alto personal dirigente, el sistema de poder local y los fieles siervos de la Administración, aunque tras la caída de los fascismos en Europa, la defensa del catolicismo como un componente básico de la historia de España sirvió a la dictadura de pantalla en ese período crucial para su supervivencia.

Cayeron los fascismos y Franco siguió, aunque su dictadura tuvo que vivir unos años de ostracismo internacional. El 19 de junio de 1945, la conferencia fundacional de la Organización de Naciones Unidas (ONU), celebrada en San Francisco, aprobó una propuesta mexicana que vetaba expresamente el ingreso de España en el nuevo organismo. A ese veto siguieron diferentes condenas, el cierre de la frontera francesa o la retirada de embajadores, pero nunca llegaría lo que esperaban muchos republicanos en el exilio y en la propia España: que las potencias democráticas expulsaran a Franco por ser un sangriento dictador, elevado al poder con la ayuda de las armas de la Alemania nazi y de la Italia fascista.

Luis Carrero Blanco, entonces subsecretario de Presidencia, estaba convencido de que las grandes potencias occidentales capitalistas no tomarían ninguna medida enérgica, militar o económica, contra una España católica y anticomunista. Se lo dijo a Franco en uno de los informes que le enviaba a menudo en aquellas difíciles fechas: “La única fórmula para nosotros no puede ser otra que: orden, unidad y aguantar”.

Y aguantaron, administrando las rentas de esa inversión duradera que fue la represión, con leyes que mantuvieron los órganos jurisdiccionales especiales durante toda la dictadura, con un Ejército que, unido en torno a Franco, no presentaba fisuras, con la máscara que la Iglesia le proporcionó al Caudillo como refugio de su tiranía y crueldad y con el apoyo de amplios sectores sociales, desde los terratenientes e industriales a los propietarios rurales más pobres. Después llegarían los grandes desafíos generados por los cambios socioeconómicos y la racionalización del Estado y de la Administración, pero el aparato del poder político de la dictadura se mantuvo intacto, garantizados el orden y la unidad. Como había previsto Carrero Blanco.

 

Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza e investigador del Institute for Advanced Study de Princeton.

 

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Fuente: Infolibre

https://www.infolibre.es/noticias/luces_rojas/2019/04/01/guerra_victoria_dictadura_93271_1121.html