Constitución sin patria: universalidad, ciudadanía y nacionalidad |
III República - III República |
Escrito por José Luis Serrano |
Jueves, 26 de Agosto de 2010 11:28 |
UCR 3 de Febrero de 2010
“La patria es un estado: pero de ánimo. La tesis central de este estudio puede resumirse así: el estado-nación, como forma histórica del estado, adolece de falta de adecuación con el modelo de estado democrático y de derecho, tal como fue formulado por la tradición liberal-republicana. Para mostrar esta falta de adecuación, el estudio expone primero los axiomas del paradigma republicano. Se definen después los conceptos de universalidad, ciudadanía y nacionalidad. Y se describen, por fin, las operaciones ideológicas modernas que han permitido unificar los conceptos de pueblo y nación, por un lado, y de nación y estado, por otro. 1. Axiomas del paradigma liberal republicano. Para descomponer y (de)mostrar esta tesis parece claro que tenemos que comenzar tal vez por lo más difícil: definiendo cómo concebimos el modelo de estado con relación al cual sostendremos que hay una desviación significativa del estado-nación. En este estudio, el paradigma[1] liberal- republicano[2] será delimitado a partir de los siguientes cinco conceptos o principios axiomáticos[3]: a) el igualitarismo humanista: todos los humanos nacen libres e iguales[4]. b) el individualismo ético: sólo los individuos tienen derechos fundamentales, los estados sólo tienen obligaciones. c) el principio de legalidad o estado de derecho: el estado no es ilimitado, sino limitado en poderes y obligado por leyes que expresan los derechos individuales. No sobre todo se puede decidir ni siquiera por mayoría. d) la democracia, al menos en el sentido mínimo y jurídico del término, es decir, aquellas reglas que otorgan a la mayoría el poder de decisión (la competencia) y establecen que cómo se decide es por mayoría (procedimiento). Y no en último lugar,(e) la universalidad de los derechos: todos los derechos se predican de todos los humanos sin discriminación[5]. 2. La universalidad de los derechos. Este último concepto de universalidad tiene una definición conveniente en la lógica proposicional: una proposición es universal cuando su predicado concierne a una universalidad de sujetos. Es decir, cuando la pertenencia del sujeto a un conjunto no exige la previa pertenencia de ese sujeto a un subconjunto. En la filosofía jurídica, moral y política, en cambio, el concepto se complica[6]: universalidad significa validez universal de los derechos humanos. No significa reconocimiento universal de los derechos humanos, lo cual sería un hecho más o menos discutible, sino validez en el sentido que la ética y el derecho dan al término[7]. Como se sabe, la validez no es susceptible de demostración –verificación o falsación–, sino sólo de fundamentación. La universalidad de los derechos humanos encuentra así su fundamento no en el hecho de su reconocimiento o violación, sino en su funcionamiento como axioma de un sistema normativo. La universalidad es así función[8] y no hecho. Es argumentable y no demostrable. Es fundada o infundada y no verdadera o falsa. No podemos extendernos más en este punto[9], pero tampoco parece necesario hacerlo porque, a nuestros efectos, podemos tomar un camino más intuitivo. Imaginemos las siguientes cuatro formas de estado: a) un estado étnico (racista) que sólo atribuyese derechos y libertades a los miembros de una sola etnia; b) un estado confesional (teocrático) basado en principios religiosos excluyentes; c) un estado sexual (patriarcal) vinculado a la supremacía de un sexo sobre el otro; y, finalmente, (d) un estado estamental o de clase (esclavista, feudal o censitario) donde sólo los miembros de un estamento o clase social gozasen de derechos y libertades que los miembros de otro estamento no poseyesen. Si las miramos desde un punto de vista material, parece evidente que estas formas de estado repugnarían a cualquier demócrata contemporáneo; serían inimaginables en el marco de una cultura política constitucional o democrática; detestables para cualquier posición política basada en el modelo ilustrado-democrático; formas que darse se pueden dar, pero siempre en el terreno fáctico, nunca en el territorio de la legitimidad. Es decir, hablamos de formas de estado inválidas, no falsas, sino injustificables en un paradigma liberal. Desde este mismo punto de vista material, la pregunta ahora sería si de hecho perviven estas formas de estado discriminatorio. Y la primera tendencia cultural es la de responder que la pervivencia de estos estados aberrantes es excepcional. La creencia generalizada en nuestras sociedades es que la democracia avanza en el planeta. Queda Arabia Saudí (como estado patriarcal) o Israel (como estado teocéntrico) y quedaba Sudáfrica (como estado racista), pero son excepciones. Tiende a darse por sentado con excesiva rapidez que nuestra forma de organización política, nuestra cultura, la forma del estado, la estructura de la sanción… todos los elementos de la mayoría de los sistemas políticos contemporáneos responden en mayor o menor grado al modelo de la universalidad propio de la ilustración, ya en su versión liberal, ya en su vertiente republicana. Es verdad que la cultura de la izquierda occidental plantearía más problemas a la hora de aceptar la excepcionalidad de los estados censitarios: en el fondo –se diría desde estas posiciones de izquierda– todo estado capitalista es de alguna forma un estado de clase. Instituciones como la propiedad marcan una matriz de discriminación que pone en cuestión la universalidad de los derechos. La línea crítica que subraya esta desviación entre lo normativo y lo operativo es fecunda y no debe ser ni olvidada, ni despreciada porque es uno de los caminos más directos hacia el análisis de las patologías del actual sistema democrático. Sin embargo, para los objetivos de este trabajo, no nos hace falta todavía salir del enfoque formal. Ni siquiera para esta última objeción de la desigualdad material, porque podemos acogernos al dato de que en el feudalismo o en el esclavismo se daba una discriminación cualitativa: los estatutos del amo y el esclavo, los del vasallo, el noble y el clero estaban determinados por la sangre y eran expresos. Sin embargo, en los estados en los que concurren capitalismo y democracia[10] la preferencialidad de clase no se daría en el plano normativo de los derechos, sino en el plano operativo del ejercicio y las condiciones del ejercicio de los derechos. Así que, si las miramos desde el punto de vista lógico-formal, estas cuatro formas de estado tienen un denominador común, a saber: en los cuatro, la ciudadanía plena sería consecuencia o resultado de la pertenencia previa a una subclase[11] o conjunto colectivo (es decir no vacío, ni unimiembro): la clase de los individuos de la etnia dominante, la clase de los varones, la clase de los católicos o de los musulmanes, la clase de los burgueses propietarios o el estamento de la nobleza o el clero, etcétera. En definitiva, para el paradigma liberal-republicano y para su axioma de la universalidad es inaceptable que la pertenencia previa a una clase sea requisito para la pertenencia posterior al universo de los ciudadanos. Así que replanteemos la pregunta: ¿quedan hoy en día estados que mantengan la discriminación en el plano normativo y no sólo en el terreno fáctico? De otra manera: ¿quedan estados particulares, no universales? La respuesta es afirmativa: el estado-nación. Y ello porque en éste resulta que la pertenencia a la clase de la ciudadanía es consecuencia de la pertenencia previa a una clase que no es ni vacía , ni uni-miembro, ni universal: la clase de los miembros de una nación. Los estados-nación oponen al primer y al quinto axioma (igualitarismo y universalismo) la ciudadanía esclusiva de una clase que no es ni universal (entonces no sería una clase), ni vacía, ni uni-miembro. A su vez esta pertenencia implica una contravención del individualismo ético (segundo axioma) porque el sujeto al que inicialmente se atribuyen los derechos es un sujeto (no universal pero sí) colectivo: la nación. Los derechos no son por tanto humanos o de titularidad individual, sino colectivos. Y se viola así también el tercer axioma porque el estado, que en el paradigma democrático queda excluido de la posesión de derechos (sólo tiene obligaciones) es en las formas de estado-nación titular de derechos, en cuanto representante de la nación. El individuo que en el paradigma sólo tiene derechos, ahora sólo tiene deberes con el titular de derechos: la nación transformada en estado. Esta gran violación del modelo normativo republicano[12] pasa por dos grandes operaciones teóricas: una más jurídica que podríamos llamar el “olvido” de la diferencia ciudadanía/nacionalidad y otra más política: la construcción del concepto de Nación. Véamoslas. 3.- La diferencia ciudadanía/nacionalidad. No usaremos por ahora el concepto de nacionalidad en sentido social o cultural[13]. Definiremos la nacionalidad en los términos clásicos del Derecho civil o del internacional privado, esto es, como una circunstancia modificativa de la capacidad jurídica. Por ahora nos basta con saber que, así vista, la nacionalidad —como la minoría de edad, el estado civil o el sexo— pertenece al territorio de la capacidad de obrar. Afecta al ejercicio de los derechos, pero no a su titularidad. Al contrario, definiremos ciudadanía[14] como capacidad jurídica y ésta, a su vez, como el derecho a tener derechos. Enseguida atribuiremos a la ciudadanía el carácter lógico de la universalidad y a la nacionalidad el de la particularidad. Todos los humanos nacen libren e iguales, todos los humanos tienen todos los derechos, todos los humanos son ciudadanos. La ciudadanía no es ejercicio, sino titularidad de derechos. Incluso titularidad formal del derecho a la titularidad. Y, al contrario, no todos los ciudadanos tienen la nacionalidad española (o francesa o…). Todos los nacionales son ciudadanos, no todos los ciudadanos tienen la condición de nacionales. Somos conscientes de la excesiva rapidez y formalidad de estas definiciones, pero se trata de eso, de encontrar un mínimo común denominador[15] y trabajar con él en el plano normativo y formal. Ciudadanía y nacionalidad forman así una diferencia[16] similar a la que forman capacidad jurídica y capacidad de obrar o, si se prefiere, titularidad y ejercicio de derechos y obligaciones. Se trata pues de un binomio conceptual en el que cada término define al otro por exclusión[17], pero en el que uno —ciudadanía— es universal con relación al otro —nacionalidad— que es particular[18]. 4.- Derechos fundamentales como derechos de la ciudadanía Si nos llevamos esta distinción al terreno constitucional reformularemos incluso el concepto de derechos fundamentales. Son derechos fundamentales, los derechos universales que se predican de la ciudadanía. Formalizamos así todavía más la definición (ya bastante formal) de derechos fundamentales que da Ferrajoli. Para él son derechos fundamentales “todos aquellos derechos subjetivos que corresponden universalmente a ‘todos’ los seres humanos en cuanto dotados del status de personas, de ciudadanos o personas con capacidad de obrar”[19]. Para definir los derechos fundamentales desde la diferencia ciudadanía/nacionalidad, como la hemos formulado en el epígrafe anterior, a nosotros nos sobra la alusión a la capacidad de obrar. Nos basta la idea de ciudadanía como capacidad jurídica o derecho a tener derechos. Así se puede construir una definición tautológica y, sin embargo, funcional. Son derechos fundamentales los derechos de la ciudadanía, es ciudadano el que tiene derechos fundamentales y, en un estado democrático, la ciudadanía y los derechos fundamentales son universales. Si me pregunto, por ejemplo, si un inmigrante extracomunitario, tiene derecho a la vida en cualquiera de los estados constitucionales de Europa, la respuesta será afirmativa con contundencia: sí porque el derecho a la vida es universal. Si me pregunto si puede ser reducido a la esclavitud, la respuesta será negativa con la misma contundencia: nunca porque ha nacido libre. Hasta aquí no parece haber obstáculo de sentido común a nuestra definición formal: cualquiera reconocerá que el inmigrante tiene derecho a la vida y a la libertad en cunto humano. La dificultad de una definición tan formal comenzará si me pregunto, por ejemplo, si un inmigrante extracomunitario tiene derecho al voto en las elecciones al Parlamento europeo. El primer impulso nos llevaría a contestar que no tiene tal derecho, puesto que no posee la ciudadanía europea[20]. Sin embargo, utilizando la diferencia ciudadanía/nacionalidad obtendríamos una respuesta mucho más matizada: sí que tiene derecho al voto, puesto que tiene derecho a la vida y a la libertad y no hay diferencia de rango entre estos derechos –ambos fundamentalísimos en la Constitución española de 1978 y en muchas otras–, lo que no puede es ejercerlo porque le falta la capacidad de obrar, es decir, la condición de nacional de un estado miembro. De otra manera: ese inmigrante es ciudadano y tiene derecho a tener derechos. Y, al mismo tiempo, ese ienmigrante no es nacional, luego no puede ejercer el derecho al voto. Más simple aún: es titular de todos los derechos fundamentales y no puede ejercer algunos de ellos. Esta respuesta puede parecer chocante pero tal vez sería más dulce si la formulamos, por ejemplo, con un menor de edad: ¿tiene un niño derecho al voto? Sí —responderíamos—, lo que ocurre es que no puede ejercerlo hasta que alcance la mayoría de edad. ¿Es ciudadano un niño? Sí, aunque eso no implica que pueda ejercer por ejemplo su derecho a la huelga, porque no tiene la condición de trabajador. ¿Y para qué queremos los derechos fundamentales si no podemos ejercerlos? Desde luego esta es la cuestión si el que la formula la pregunta es bienintencionado. Es decir, si no pretende –como pretende el más sucio realismo político– derogar los derechos arguyendo su inutilidad. Los derechos humanos —se oyó con frecuencia en la conmemoración del cincuenta aniversario de su Declaración Universal— no se respetan, luego la Declaración Universal es inválida. Razonamiento incorrecto desde el punto de vista jurídico, porque admite la desuetudo, en cuanto deriva invalidez de ineficacia; razonamiento bienintencionado si el que lo formula sólo quiere llamar la atención sobre el incumplimiento de los derechos y razonamiento perverso si el que lo instrumenta lo que quiere en realidad es derogar los derechos. Es por precaución ante esta falacia realista por lo que hay que formular la pregunta de la eficacia de los derechos y libertades al revés: ¿en qué estorban las libertades formales a la libertad real? ¿En qué perjudica la mera declaración formal de igualdad a la igualdad real? ¿Acaso es la ciudadanía formal un obstáculo para la llamada ‘ciudadanía plena’? El dato histórico es que nunca ha habido en ningún lugar igualdad real sin previa declaración de igualdad ante la ley, que jamás ha existido un régimen de libertad real que niegue en su constitución política la libertad. Sin embargo la diferencia ciudadanía/nacionalidad parece olvidada. Basta una excursión por internet para observar que los términos se usan hoy como sinónimos. Incluso en el lenguaje especializado de los juristas ambos términos parecen el mismo y así se habla de ciudadanía europea, española o vasca, cuando se quiere aludir al subconjunto de los ciudadanos que tienen esa nacionalidad. Las propias constituciones tienen enunciados que contravienen la diferencia: por ejemplo, “los españoles son iguales ante la ley” dice la Constitución de 1978 en su artículo 14. Y la igualdad —como la vida o la libertad— es indudablemente atributo de la ciudadanía universal y no de la nacionalidad particular. Nacidos libres e iguales…[21] Esta confusión entre ciudadanía y nacionalidad no puede ser casual. Es evidente que tiene debajo un sustrato ideológico más amplio. Así quien sostenga que los términos son sinónimos, sostiene en realidad que el poder del estado no está limitado por el respeto de los derechos sino que, al contrario, los derechos tienen su límite en el interés del estado. Y quien use y cultive la diferencia sostiene que la condición nacional deriva de la constitución jurídica del estado, pero no la ciudadanía que es previa a ala existencia de cualquier estado. Quien confunda los términos sostiene que somos ciudadanos del estado constitucional español porque previamente éramos españoles. Quien use la diferencia ciudadanía/nacionalidad sostiene, en realidad, el carácter previo de la ciudadanía sobre el estado. Los primeros abonan la versión hobbesiana del contrato social: la cesión de poderes del individuo al estado es definitiva y, por tanto, Leviatán nace con derechos. Los segundos cultivan la versión lockeana: la cesión original de derechos está condicionada a la garantía de los derechos y es, por lo tanto, provisional[22]. Dura mientras se garanticen los derechos y Leviatán existe sólo para garantizar los derechos. El estado sólo tiene obligaciones y cuando viola los derechos o alega supuestos derechos propios es legítima su disolución. En suma, podemos concluir este epígrafe diciendo que la confusión indica que se usa un modelo estatalista de fundamentación de los derechos y libertades. La diferencia ciudadanía/nacionalidad significa, por el contrario, que usamos un modelo contractualista, individualista o republicano[23]. 5. La construcción de la nación. Puede ser oportuno retornar ahora al concepto de universalidad para verlo en una óptica no tan formal. En la era de las revoluciones, más que una pretensión programática, la universalidad de los derechos significó una exigencia irrenunciable para la abolición del vasallaje. Destruir el orden estamental exigía construir en múltiples planos —filosófico, ético, jurídico…— un expediente formal, una categoría que sustituyese a nobles, clero y vasallos. Esa es el sujeto cartesiano, la persona valor trascendental de Kant, la unificación del sujeto jurídico y, no en último lugar, el estatuto universal de ciudadano. Es por eso por lo que ciudadanía sigue siendo sinónimo de democracia y es por eso por lo que los ataques a la universalidad siguen exigiendo respuestas desde la óptica del paradigma de la libertad y la igualdad moral[24]. Debemos preguntarnos ahora cómo es posible que la forma del estado-nación haya encajado o haya surgido de un paradigma que hace de la universalidad su eje constitutivo. ¿Por qué se le ha admitido al estado-nación aquello que repugna del estado racista, del teocéntrico o del estado patriarcal? La nación es una clase y exigir la pertenencia a una clase particular para acceder a la ciudadanía es justo la misma operación lógica que convierte en detestable al orden estamental. Además, la pertenencia a la clase de la nación suele venir definida por características derivadas bien del lugar donde se nació (ius soli), bien de la nación de los padres (ius sanguini). Las semejanzas entre la nación y la etnia –en el sentido que a este término da el etnicismo racista– son evidentes, pero tampoco hay mucha distancia con respecto al sexismo patriarcal. El paradigma no ha dado una teoría teocéntrica del estado, ni una teoría racista de los derechos y, sin embargo, el liberalismo político y jurídico del siglo XIX sí ha dado una teoría del estado-nación. La operación es impresionante desde el punto de vista teórico. Comenzó con una la tergiversación de una idea republicana que diría: el estado es la encarnación hipostática del pueblo concebido como comunidad política de hombres libres e iguales. La primera instancia a batir es justo esta idea jacobina de pueblo como la universalidad de los individuos vivos. Como dice Fioravanti[25], aquí estaba, desde el punto de vista del estatalismo liberal, el origen de todos los males: en la idea de que en la base de las instituciones existía un pueblo hecho de individualidades que expresando y conciliando sus voluntades determinaban los caracteres de las instituciones mismas. El desplazamiento conceptual tiene forma de bucle: el término ‘nación’ que en la época revolucionaria todavía era sinónimo de ‘pueblo’ comienza a significar algo diferente: nación ya no es la suma de individuos nacidos libres e iguales que constituyen un estado artificial en garantía de sus derechos naturales. La nación ya no es un pueblo, en el sentido jacobino. La nación es ahora una realidad histórico-natural no determinada por los derechos individuales, inserta en un pasado —en la historia como tradición— y llamada por el destino a pervivir en su esencia porque las generaciones futuras han perdido su derecho a reformar la constitución[26]. En un segundo momento, el desplazamiento conceptual vuelve a convertir en intercambiables Los conceptos de pueblo y de nación, pero el primero ya no significa lo que significaba[27], sino justo lo que significa la nación. En un tercer momento, si el pueblo es soberano, entonces la nación es soberana. Es más la “soberanía nacional” es la forma política del pueblo. Cuarto: de la soberanía nacional emanan los poderes del estado. El estado es así la encarnación de la soberanía nacional, es decir, el pueblo encarnado en lo político. De esta forma, paso a paso, la nación se transforma en el concepto viático que permite alcanzar el objetivo: la identificación entre el pueblo y el estado. El estado necesita la legitimidad que le da el pueblo, pero el pueblo sólo existe porque existe el estado. Estado y pueblo constituyen los dos polos de un circuito cerrado de legitimación mutua y la nación es el material conductor de legitimidad que permite el cierre. 6.- La alianza genética con el capital El desplazamiento no se da sólo en este plano alto de la representación del estado-nación, sino también en los dispositivos micro que regulan el acceso a la pertenencia en la nación: el ius soli y el ius sanguini. Ambas funciones de pertenencia responden a dos valores básicos del antiguo régimen que actúan como residuos activos en el modelo del estatalismo liberal: nos referimos a la heredabilidad gentilicia de los derechos y a la asociación entre territorio y derechos. La transmisión de estos valores a los estados liberales del XIX se realiza por medio de dos vectores: uno el código civil con las instituciones jurídicas centrales de la herencia y la propiedad privada; y otro, el derecho político y constitucional que santifica la soberanía nacional (”estatal”) y que, al hacerlo, santifica el carácter ideológico del dualismo entre Estado (previo) y derecho (producto)[28] La presencia de estos criterios en la sociedad civil y su traducción en la sociedad política es lo que explica la grieta por la que se han escapado tantos principios republicanos. Deducir la ciudadanía del accidente biosocial de “ser hijo de” o de “haber nacido en” rompe la universalidad y, con ella, el igualitarismo y el individualismo republicanos. La condición étnica, religiosa o sexual no es imprescindible para el funcionamiento del mercado capitalista y, por tanto, se puede prescindir de ellas, al menos en el plano jurídico-formal. Pero instituciones como la herencia o la propiedad son irreemplazables. Es por eso por lo que, al igual que en el antiguo régimen alguien tenía derechos a algo en virtud de la herencia y de la propiedad, hoy todavía alguien tiene derechos que otros no tienen. Sólo bajo la discriminación que comporta la teoría política estatalista de la nacionalidad es posible sustentar la división norte/sur y las nuevas formas de colonialismo. Los estados del bienestar que abundaron en Occidente sólo eran compatibles con el modelo de desarrollo productivista (ecocida) y capitalista (injusto) si su ámbito se restringía a una zona del mundo cuyos privilegios no están ya legitimados por la fe religiosa, el sexo, o la etnia, sino por la nacionalidad. Los costes de la eliminación del estado-nación (que, por cierto, la globalización económica no elimina, sino que simplemente modifica y amplia) han sido hasta ahora insoportables para el núcleo duro del sistema político moderno: el mercado-capital. Sólo la alianza estructural entre el capital y el estatalismo puede explicar la emergencia y la pervivencia del estado-nación. 7.- Un apunte final sobre nacionalismos. A la asociación entre pueblo y nación, primero, y entre estado y nación, después, pronto hubo que añadir la asociación entre nación y etnicidad. Para que la diferencia entre ciudadanía y nacionalidad quedara diluida, hubo que asociar la nación a un conjunto de condiciones emocionales, culturales y simbólicas específicas. O bien, alguna etnia —que se convertía así en dominante— identificaba la nación, por ejemplo, lo inglés con el Reino Unido; o bien un sustrato épico y religioso[29] como la Reconquista y la Evangelización de América para España; o bien una formación social compleja como la norteamericana para la nueva etnicidad llamada occidental. La vinculación entre etnicidad y nación resulta además fácil de producir ideológicamente si tenemos en cuenta que la pertenencia a la etnicidad y a la nacionalidad se realizan en lo básico por medio del nacimiento (ius sanguini). El estado-nación se muestra así como una estado-étnico ampliado. Por ello es comprensible que las formas modernas de estados racistas (como el estado nazi, el actual estado de Israel o la antigua Sudáfrica) no tuvieran que modificar apenas el esquema de legitimación del estado-nación. Pasar del estatalismo nacionalista al racismo de estado, es fácil pues en el estado-nación está ya incubándose el germen del racismo. En muchos casos, etnicidades y culturas que han quedado fuera de esta asociación han entendido bien un mensaje perverso: para existir como pueblo, cultura o etnia hay que ser nación y no hay naciones sin estado. Las etnias sin nación no existen, las naciones sin estado están sometidas. Es así como el estatalismo coloniza al nacionalismo[30]. La etnia no es equivalente a nación, la nación no es equivalente a estado y ninguno —ni etnia, ni nación, ni estado— es la encarnación política del pueblo, entendido como una comunidad de ciudadanos libres que viven en un espacio y un tiempo determinados. La constitución de la etnicidad en estado-nación, es decir, en comunidad políticamente activa y con objetivos políticos comunes, solo es legítima como simple y coyuntural estrategia defensiva de la identidad, entendida como el derecho a ser miembro de una etnia, entendido éste, a su vez, como expresión de derechos fundamentales y, por tanto, individuales como el derecho a la autonomía o el derecho a la diferencia. Al igual que las organizaciones políticas de gays y lesbianas no pretenden crear un estado gay, o que las organización feminista no tienen como meta la aparición de un estado de mujeres, o que la movilización política de los cristianos no puede aspirar a la vuelta a un estado confesional; así el nacionalismo ya no puede reivindicar el estado-nación. Homosexuales, feministas o cristianos solo pueden actuar políticamente de manera defensiva y con reivindicaciones universalistas: la no discriminación por razones de opción sexual, la igualdad de género, la libertad religiosa o el derecho a la diferencia. La universalidad sigue siendo la clave que determina la legitimidad republicana y democrática de cualquier movimiento que haga de la diferencia una condición para la actuación política. La desacralización del estado —que tanto debe a Kelsen— y su reducción a constitución sin patria, a orden jurídico sin etnia, ni unidad indisoluble sigue siendo el parámetro que permite juzgar la legitimidad republicana y democrática de cualquier sistema político.
Notas |
Última actualización el Martes, 30 de Noviembre de 2010 09:07 |