Izquierda Unida: generosidad o casta PDF Imprimir E-mail
Opinión / Actualidad - Política
Escrito por Víctor Alonso Rocafort   
Lunes, 04 de Marzo de 2013 05:56
Hace poco más de 100 años, un joven socialista alemán quiso analizar por dentro la organización del partido que en aquel entonces todavía era el referente del socialismo internacional, el Partido Socialdemócrata Alemán. Lo que vio no le gustó. Escribió entonces un clásico de la ciencia política que aún hoy se estudia como referencia en todas las Facultades del mundo: Los partidos políticos. En él, Robert Michels desarrollo la célebre ley de hierro de las oligarquías según la cual toda organización política tiende a concentrar un grupo de dirigentes en la cúpula que, irremediablemente, comienza a confundir sus intereses con los del partido, con los de sus militantes y simpatizantes. El interés de esta casta oligárquica sería su propia supervivencia, el mantenerse al frente del poder interno, en lugar de desplegar las políticas que reclaman sus bases.

Izquierda Unida es quizá uno de los partidos más democráticos de los que tienen hoy representación parlamentaria en España. Su programa está conectando con cada vez más personas que buscan alternativas reales, justas y democráticas a esta crisis. No solo su militancia, sino también algunas figuras importantes de su dirigencia, participan en los movimientos ciudadanos de resistencia a las políticas implantadas tanto por el anterior gobierno del PSOE como por el actual del PP. Durante el pasado Debate sobre el Estado de la Nación, las palabras de los portavoces de Izquierda Plural se escuchaban distintas a las de la mayoría: eran claras, honestas y directas. Y sin embargo, aun creciendo en las encuestas, IU no acaba de despegar.

Quizá se deba a que todavía esta coalición acoge demasiados resabios de vieja política en su seno. Y eso también se escucha. Como queriendo dar la razón al joven Michels, por muy marxistas y demócratas que se consideren sus dirigentes, no dejan de vislumbrarse problemas oligárquicos. El pasado 19 de febrero asistíamos, en Izquierda Unida de la Comunidad de Madrid, a la representación de un viejo movimiento que ya describía Michels en algunos capítulos de su libro. En un proceso más democrático que el de los partidos hegemónicos en España, sí, pero con grandes carencias aún, la lista continuista con la dirección anterior representada por dirigentes como Ángel Pérez, Gregorio Gordo o el denostado José Antonio Moral Santín, había logrado mantener el pasado diciembre las riendas del Consejo Político. Como líder, sin consenso, escogieron a un joven y valioso economista de su facción, Eddy Sánchez. Esta misma semana los dirigentes vencedores han confirmado que en la Ejecutiva no habrá un solo representante de la lista crítica que, atención, logró un 49% de los votos delegados. Recordemos que los militantes no votaban directamente, y que tampoco se consultó a los simpatizantes.

Los dirigentes de Izquierda Unida de la Comunidad de Madrid han sido responsables durante los últimos años de crear una fuerte desafección entre los movimientos sociales madrileños. El runrún del llamado “marxismo-ladrillismo” les ha perseguido durante años, sin que hayan tenido los reflejos de salir a la palestra, de forma transparente, e incluso indignados por lo que podría ser una calumnia, y así defender las actuaciones de sus dirigentes en materias urbanísticas. A ello se ha sumado el desastre de Moral Santín, ex consejero de Bankia con sueldo astronómico e incapaz de oponerse a la política de desahucios de la entidad en su momento. Él debe más que nadie, desde hace meses, una explicación detallada y transparente de su actuación.

Robert Michels indicaba en su libro que los partidos socialistas europeos se jactaban de tener una estructura descentralizada, federal, lo que traería por sí sola más democracia. En la práctica demostró, sin embargo, que las pequeñas oligarquías regionales dominaban férreamente sus territorios, así como pugnaban por sus competencias frente al centro neurálgico del partido.

En Andalucía la dirección de Izquierda Unida decidió, tras las últimas elecciones, entrar en el gobierno socialista dirigido por José Antonio Griñán. A pesar del escándalo de los ERE, ventilado en una comisión de investigación parlamentaria que ha resultado ser una pantomima más. A pesar también de que, al poco de gobernar, el PSOE imponía con éxito a su nuevo socio una serie de recortes en servicios públicos básicos, “obligado” por las mismas presiones que hicieron en mayo de 2010 renunciar a su programa al presidente Zapatero. Esta vez sustituyendo Madrid por Bruselas. Pues bien, a pesar de esto, Izquierda Unida de Andalucía no se bajó del carro, es decir, de las Consejerías, para indicar que otra política económica no sólo es posible, sino necesaria. Por supuesto, dignos sectores minoritarios del partido en Andalucía alzaron su voz para criticarlo; pero no pasó nada.

Como adelanté al principio, al analizar la oligarquía de los aparatos dirigentes Michels se fijó principalmente en lo que calificaría de bonapartismo de los líderes. Los intereses del aparato dominante “son siempre conservadores (…) y en una situación política dada estos intereses pueden dictar una política defensiva y aun reaccionaria cuando los intereses de la clase trabajadora reclaman una política audaz”.

A nadie se le escapan los deseos de cambio radical de gran parte de la ciudadanía española. Con el bipartidismo hundiéndose en las encuestas, el ejemplo de Syriza en Grecia ha animado a muchos en nuestro país a suspirar por ese modelo. En él se unen partidos muy diferentes de la izquierda griega, y se defiende un programa muy claro, con una política y una economía radicalmente distintas a las que nos sumen hoy en el abismo. Syriza se alzaría hoy probablemente con la mayoría del respaldo popular, de celebrarse elecciones en su país, tal y como Alternativa Galega asciende a gran ritmo en Galicia.

Sin embargo el líder actual de IU, Cayo Lara, dijo hace apenas unas semanas al renovar como coordinador general de la formación que “esta es la Syriza española”. Con estas palabras ninguneó a tantas organizaciones políticas, colectivos y ciudadanos que aspiran a una unión de las izquierdas. Días después, el propio Lara echaba un jarro de agua fría a los partidos que en diversas naciones del Estado plantean desde la izquierda la defensa del derecho a decidir, no como un camino necesario a la independencia, sino como una forma de engrandecer la democracia mediante la consulta directa a la ciudadanía. La decisión sobre la posible independencia de Cataluña, vino a decir Lara, es asunto de todos los españoles y no solo de los catalanes.

Este nuevo tapón sobre las aspiraciones a la unión de las izquierdas en todo el Estado —sobre la base del respeto a las diferencias, pero animados por un potente programa común— ha contribuido a plantear serias dudas sobre si Cayo Lara está haciendo lo suficiente a la hora de trenzar una amplia alternativa de gobierno frente a PP y PSOE. Por el momento los representantes de todos los partidos parecen seguir con la lengua fuera, ya sea a favor o en contra, las acciones políticas de la ciudadanía, sea en las mareas, en la paralización de los desahucios o en las exigencias de honestidad en la vida pública. Esta nueva política ciudadana exige reformas concretas que permitan establecer de manera consistente la democracia directa en el régimen político, pero también precisa de un apoyo parlamentario que pueda ser reflejo, complemento e interlocutor del mismo.

Llegados a este punto, una aclaración. Debe reconocerse la honestidad y la cercanía de la acción política de Cayo Lara, o de otros dirigentes como José Luis Centella o Gaspar Llamazares, que han logrado serenar los ánimos de una formación tradicionalmente cainita en sus luchas internas. A pesar de las críticas que se les puede —y se les debe— hacer, a mi juicio son de lo mejor que tenemos en el actual Parlamento español.

Y sin embargo, no están siendo capaces de olvidarse de sus siglas, de desterrar prácticas jerárquicas en la estructura de su partido, de enterrar sus intereses y los de su aparato, de unirse en alianzas con el resto de las izquierdas del país en torno a un programa de alternativa radical a la política y la economía de estas tres últimas décadas. Es por ello que nos debemos atrever a solicitarles que sean generosos y propicien un gran cambio en el que sus figuras, quizá, ya no tengan por qué ser centrales. Con respeto, con admiración hacia un trabajo honrado, cotidiano, a pie de calle, con un reconocimiento hacia parte de lo que han conseguido también internamente, algo en lo que direcciones anteriores naufragaban una y otra vez. Pero con la lealtad de atrevernos a expresar que en este momento político deben anteponer los intereses de militantes, simpatizantes y ciudadanía a su permanencia en el poder de la coalición. Y es que además, con la que está cayendo, IU todavía se encuentra oscilando en los sondeos entre el 10 y el 15% de los votos de la ciudadanía que acudiría a las urnas. Es tiempo de construir desde la prudencia y la paciencia, sí, pero también con una imaginación política radical. De lo contrario, en poco tiempo se empezará a situar también como oligarquía de partido, como casta, a los más inmovilistas.

Sobre el final de Robert Michels: desencantado con el partido socialista alemán, de ser un ardiente y lúcido defensor de la democracia acabó cayendo en la seducción populista del fascismo. El peligro que hoy se vislumbra en España es que, como sucedió en Italia tras la tangentópoli, el populismo suceda al bipartidismo. Los últimos sondeos así mostraban que UPyD, un partido que solicita la “regeneración” reclamando “España para los españoles”, tomaba un ritmo ascendente mayor que el de IU; o que la abstención sería la opción escogida por casi la mitad del electorado.

Para terminar es preciso también una advertencia. Nos equivocaríamos una vez más si nos centráramos en pedir únicamente cambios en direcciones regionales e incluso federales, o si nos entregáramos a las alternativas que se vislumbran porque hablen mejor, tengan menos años, estén más formadas, se adapten de forma exquisita a la democracia de audiencia de la que habla Bernard Manin, o sean más cercanos a la ciudadanía indignada. Estas son razones a tomar en cuenta, cómo no. Y son argumentos que también impulsan esta crítica.

Sin embargo, lo que debe cambiar es el funcionamiento de la organización que surja de las nuevas alianzas. La confianza, la amistad política y el respeto por la pluralidad, incluso en el conflicto, deben ser sus motores. Con una rotación de cargos ágil, sin miedo a las deliberaciones públicas y los votos directos de quienes se consideren parte del proyecto. Con un protagonismo ciudadano real. Hay un programa claro que defender, unas ideas compartidas por cada vez más gente y una ilusión cívica con muchas ganas de expresarse. Necesitamos que la democracia logre colarse hasta las últimas rendijas de cualquier organización partidaria para fijar garantías y procedimientos nuevos. Porque, y aquí sí contradigo a Michels, no hay leyes de hierro en política. Esta es impredecible; a cada instante se puede construir lo que hoy parece imposible. Pero para ello necesitamos generosidad y altura de miras.


Víctor Alonso Rocafort  es Profesor de Teoría Política en la Universidad Complutense de Madrid y miembro del Colectivo Novecento.

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Fuente:  La Marea