¿Por qué somos tan malos? PDF Imprimir E-mail
Opinión / Actualidad - Política
Escrito por Víctor Moreno   
Sábado, 17 de Febrero de 2018 06:35

Cómo es posible que un joven universitario, bien educado y bien alimentado, aparentemente bueno y bondadoso, decida abandonar a su perro y a su madre y aparezca en un vídeo con un machete de matar bueyes en la mano, dispuesto a rebanar la yugular de un hombre arrodillado y hacerlo, además, en nombre de Alá o de Acá?

¿Qué causa esta barbaridad? ¿El instinto animal? ¿Zonas oscuras en el sistema linfático del cerebro no estudiadas? ¿Pésima configuración de los pliegues cerebrales que recuerdan a una nuez encerrada en su cáscara ósea? ¿Enajenación transitoria? ¿Inspiración mortal de los dioses?

Desde luego, manejando estas hipótesis el sistema capitalista neoliberal se sentirá muy satisfecho. Pues dicho así, las causas del deterioro cerebral vienen con el paquete del genoma al nacer y nada tienen que ver si la renta per cápita del dueño de ese petate craneal asesino cotiza en IBEX 35.

Desde luego, ninguna explicación apunta a la descomposición ética del sistema capitalista como factor directo en el origen y desarrollo de los desarreglos de conducta criminal de los individuos. Todo pasa y todo queda en las cisuras alborotadas del individuo.

Investigaciones «haylas». Una, como la del cirujano Fried de la Universidad de California en Los Ángeles, habló del «síndrome del mal». En su investigación, se refería a una fractura cognitiva como origen de esa maldad. Esa falla erosiona la corteza prefrontal del cerebro haciendo que su portador ignore sus señales más primitivas que le piden que sea bueno y piadoso, distinga entre el bien y el mal y se detenga en seco, porque lo que va a hacer es una burrada. También, añadía Fried que esta gente, además de padecer una inclinación hacia la violencia y crueldad, necesita pertenecer a un grupo fanático que considera la agresividad a los extraños como seña de identidad grupal.

Se trataría de personas con débil voluntad y con un déficit de autoestima, fáciles de dejarse arrastrar por las malas compañías. Malos amigos que le mostrarán la afirmación del yo por el cauce de la destrucción de los otros, rasgo consustancial al fascismo. Pero no todos los criminales actúan así. Los hay que se lo guisan y se lo comen motu proprio. Sin necesidad de una manada, como un «maverick».

La sociedad, en estos casos, es unánime. Ciertas salvajadas solo son posibles en mentes enfermas. Pero, al aceptar este principio de causalidad, negamos la libertad de acción a este bárbaro y, por lo mismo, su responsabilidad penal. Y esto nos colocaría en una perspectiva analítica muy peligrosa, porque, puestos a incordiar, los casos de políticos corruptos ¿también se deben a una disfunción de la parte prefrontal de su cerebro y, por lo tanto, sus protagonistas no pueden evitar caer en la tentación del cohecho y la corrupción?

Si estamos determinados por el cerebro que llevamos encima de los hombros y si la sociedad nada tiene que decir, porque es el encefalograma más o menos tosco como un ladrillo el que nos invita a hacer la más gorda, tenemos un problema muy serio, señores expertos en bioética.

Si la ciencia lee e interpreta el llamado genoma y ve qué perfil tiene un individuo, si está destinado a ser un imbécil, un idiota moral, un político corrupto o un violador en serie o un asesino durante los fines de semana y, en el resto de los días, un profesor de filosofía, especialista en teoría penal o en filosofía del derecho, el bisturí del cirujano tendrá que intervenir de inmediato.

Si la intención tecnológica del genoma es descubrir las mutaciones que puedan darse y predecir el funcionamiento de una droga en los pacientes que se consideran futuros asesinos, aquí entraría de lleno el diagnóstico en clave futura o en diferido. Si transportamos en el genoma el potencial suficiente para hacer el mal y este es resultado de una patología cerebral –al margen del sistema político, cultural, familiar, social y económico y alimentario–, entonces, se impone un diagnóstico inmediato de los individuos que ya desde niños muestran tendencias amorales y tratarlos como se merecen por el bien de ellos, pero más por el de los ciudadanos demócratas respetuosos con el Estado de derecho y la Constitución.

Si la fuerza innata o instintiva concentrada en la base molecular del cerebro es superior a las fuerzas sociales y educadoras del entorno, entonces, estaría muy bien que como profilaxis se estudiara científicamente el genoma de la población, sobre todo reclusa y, en especial, el de quienes cometieron asesinato. Si el destino de alguien estaba escrito en el genoma, seguro que la ciencia se las ingeniará para confirmarlo. Y, si lo comprueba, ¿serán responsables de unas acciones que no pudieron evitar debido a su fatalidad genómica? Y, ya puestos, estaría bien que la investigación científica verificase si dos individuos con un mapa genómico idéntico –si es que tal identidad es posible, uno, de una familia con renta per cápita alta y otro, hijo de desahuciados–, se comportarán de igual modo criminal o beatífico.

Durante estos últimos días, los políticos del PP han desvelado su atávica obsesión por eternizar las penas de ciertos presos, considerados bárbaros y crueles a la hora de ser malos. Como defender la pena de muerte les parece poco educado e ilustrado, optan por lo que consideran su sustituto más cabrón: la eternidad de la pena carcelaria.

Es verdad que nadie, ni el Estado, ni la sociedad tomada como bulto, cree en la re-inserción de los malos. Ahora bien, ¿no sería mejor que, en lugar de desperdiciar su masa craneal, se entregara a la ciencia para estudiar con profundidad su configuración neuronal y descubrir aquella anomalía que les llevó a ser tan malos y si realmente todo es culpa de un genoma cabrón y manirroto?

Seguro que la gente buena aplaudirá esta decisión. Mantener una población criminal en la cárcel ociosa, sin más oficio ni beneficio, ¿qué sentido tiene? No cuadra con la filosofía utilitarista del sistema productivo actual que rentabiliza hasta la mierda de los cerdos. No basta con eternizar las penas de los reclusos calificados como la esencia de la maldad. El Estado tendría que pensar en el modo más adecuado para que devolvieran a la sociedad lo que ellos le robaron un día.

La perspectiva del análisis quirúrgico y neurobiológico de sus cerebros no debería caer en saco roto. Desperdiciar la investigación científica de sus duramadres no cuadra, desde luego, con el apetito voraz y productivo del sistema capitalista. Y no apurarse. Al fin y cabo, y como decía santo Tomás de Aquino en “Suma Teológica”, se trata de bestias que no volverán jamás al redil de los buenos por muchas vacaciones que pasen en los hoteles del Estado.

 

Víctor Moreno es profesor

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Fuente: Gara