Del modelo autonómico al sistema confederal PDF Imprimir E-mail
Opinión / Actualidad - Política
Escrito por Sebastián Martín   
Viernes, 20 de Octubre de 2017 05:01

sistema confederal

Permítanme comenzar con un recuerdo personal. En cuarto de carrera cursé la asignatura de “derecho autonómico”. Corría el año académico 1997-98. La impartía el profesor de derecho constitucional. Nos evaluaban por trabajos. El mío versó sobre La crisis del régimen autonómico. Abundaban ya en aquel entonces las voces que lo contemplaban como un modelo agotado.

 

Para preparar mis folios leí la obra de Enoch Alberti Rovira sobre Federalismo y cooperación en la República Federal Alemana. Aún recuerdo haberme apercibido con sorpresa del más evidente dato diferencial entre ambos sistemas, el federal alemán y el autonómico español. Se trataba de un dato evidente por fundamental, por suponer un principio de partida, colocado como precondición de la propia construcción de la comunidad política. No era otro que la “estatalidad” de los Länder, su concepción como entidades sustantivas soberanas y previas a la Federación. Algo excluido de plano en la constitución territorial española.

Quienes nos formamos en la cultura jurídica de los años noventa nos imbuimos por los cuatro costados de lo que llaman “Cultura de Transición”. Recibimos acríticamente como alumnado una buena cantidad de axiomas identificados hoy con el “Régimen del 78”. No diré que todos fuesen deplorables. Pero muchos se fundaban en un puro ejercicio de autoengaño. Y uno de ellos era el de que nuestro régimen autonómico no solo era asimilable, sino que constituía una de las formas más avanzadas del federalismo mundial. No se construía críticamente pensamiento jurídico. Se estaba legitimando doctrinalmente un sistema político.

Quienes así pensaban siguen siendo a día de hoy mayoría en aulas y departamentos. Para afrontar la cuestión catalana y la crisis del modelo autonómico gustan de hablar de “territorios” y “competencias”, como si no existiesen “pueblos” e “identidades” por encima o por detrás de aquéllos. Ello les vuelve ciegos ante los extremos más vidriosos del contencioso que atravesamos. Sobre todo ante el hecho de tener que reconocer la existencia de naciones separadas, diferentes y, si no previas, al menos sí de formación paralela a la propia nación española.

Esquivan el problema por motivos comprensibles. Saben que encararlo despierta en nuestro país, como ya se ha demostrado, la peor de las colisiones civiles. El panorama es complejo pero analizable. Convengamos en que la pertenencia en términos nacionales es a día de hoy un elemento de aglutinación colectiva que cotiza al alza, pero que convive con otros lazos de socialización de importancia igualmente capital.

Restringido su alcance, y ciñéndonos a la cuestión catalana, podría afirmarse, de forma simplificada, que en nuestro solar hay colectivos que se sienten españoles, otros que concilian su sentimiento nacional español y catalán y unos últimos que tan solo se afirman como catalanes, con expreso repudio de lo que entienden como propio de la identidad española. La proporción relativa de los tres colectivos es variable, pues históricos, contingentes y cambiantes son los procesos de nacionalización de las sociedades. Lo peculiar de nuestra controversia es la naturaleza impositiva de la primera postura, que sostiene la subsunción en la nacionalidad española como irrefutable dato histórico susceptible de ser impuesto por la fuerza. También la de las armas.

Esto ha convertido al régimen autonómico en una buena fórmula para tirar hacia delante. A un amplio margen de maniobra, empleado entre otros objetivos con fines nacionalizadores, y a permanentes concesiones económicas, sumaba la neutralización de la agresividad nacionalista proveniente del centro. Pero su carácter provisional, su naturaleza transitoria, apenas podía ocultarse. Resultó evidente desde la extensión uniforme de las autonomías y la llegada al techo competencial registrado en la Constitución. Después se tornó insostenible por dos factores sucesivos: la irresponsable movilización anticatalanista agitada por el PP contra el Estatut, y la ulterior crisis económica con el descenso consiguiente de los recursos que engrasaban la entente autonómica.

Salir del escollo por una salida confederal representa una dificultad casi insuperable, pero también una valiosa oportunidad. La dificultad reside en la necesidad, inherente al confederalismo, de reconocer la sustantividad soberana previa de las entidades políticas que van a asociarse. A efectos prácticos, obligaría a considerar a Cataluña como un sujeto político con voz propia, y jurídicamente articulada, en el supuesto de una reforma constitucional o de un proceso constituyente. Esto equivaldría a permitir aquello que le fue negado tanto en 1931 como en 1978: que su incorporación al Estado nazca de un acto de autodeterminación colectiva. Y no parece que las tres fuerzas de radio estatal que representan a la más amplia mayoría, PP-PSOE-C’s, estén por la labor de reconocer a Cataluña como un cuerpo independiente en ese hipotético proceso.

La salida confederal representaría, sin embargo, una oportunidad fundamental para resignificar la identidad española. Acentuaría su pluralidad frente a cualquier tipo de uniformidad. Frente a su presunta indisolubilidad, susceptible de tornarse en una asfixiante y conflictiva camisa de fuerza, subrayaría su carácter compuesto, abierto, voluntario y libérrimo, condiciones que permiten reclamar, de forma mucho más natural, la lealtad. Y ante patrioterismos belicosos y emocionales podría realzar un patriotismo cívico y constitucional, unificado en torno al goce y garantía de los derechos y libertades.

La apuesta confederal permitiría además desenvolverse mucho mejor en el terreno que más gusta a la jurisprudencia tecnocrática, el de las competencias. Solo la dedicación a menesteres legitimadores pudo llevar a calificar de federal a un sistema, el autonómico, donde ni la codificación penal, procesal o comercial, ni la justicia y la hacienda, ni la organización del propio territorio, ni la gestión de los recursos fundamentales, pertenecen al cuerpo territorial federado. Partir de la estatalidad de los cuerpos que formasen el Estado llevaría de forma coherente a reconocer su capacidad para autoconstituirse de forma independiente, respetando los límites consagrados en la constitución federal (v. gr. adoptar la forma democrática y parlamentaria, reconocer derechos, etc.).

Los juristas han solido rechazar esta pretensión por representar una involución. De adoptarla, dicen, nos pondríamos a deshacer lo ya caminado, cuando en los propios estados federales se ha potenciado el centro político en detrimento de los entes federados. Esta objeción desconoce el principio que ha permitido en otras experiencias una mayor centralización sin generar demasiadas discordias: el haber comenzado reconociendo la “estatalidad” soberana de los entes que forman la federación. Nadie sabe si, recomenzando nosotros desde ese reconocimiento de partida no acabaríamos recorriendo el mismo camino centralizador. Pero las concesiones ya no serían del centro a la periferia (o de arriba abajo), sino al revés, y se harían ahora desde la lealtad y sin suspicacias, entendiéndolas como fruto de una libre voluntad.

Es harto improbable, sin embargo, que sea esta la hoja de ruta que el PSOE tiene diseñada para la reforma constitucional. La cosa va a tratar más bien de concesiones competenciales específicas y de reconocimientos nacionales simbólicos, los suficientes como para quebrar el bloque independentista y permitir a su fracción conservadora, e incluso a la de centro-izquierda, presentar los logros como sólidas conquistas. Los suficientes también como para dejar en una posición marginal a quienes desde el Estado han defendido la conveniencia de un referéndum pactado. La cosa va a cerrarse más como restauración modernizada del sistema autonómico que como creación de un nuevo modelo confederal capaz de afrontar, y resolver, los problemas de raíz.

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Fuente: Cuarto Poder