Demos una oportunidad a la Paz.Legalicemos Sortu. 2ª Parte PDF Imprimir E-mail
Opinión / Actualidad - Política
Escrito por José Cantón Rodríguez / UCR   
Lunes, 07 de Marzo de 2011 00:00

Logo SortuLos sistemas políticos democráticos han venido a consagrar los códigos penales de resultado, es decir, que lo que se castiga o se pena son los resultados materiales de un comportamiento, nunca ideas o expresiones habladas o escritas contra algo o alguien, salvo que sean falsas, realizadas ante testigos y con la intención de dañar, injuriar o de simple mal gusto, convirtiéndose la acción judicial en este caso en contención de la mala educación o de la falta de originalidad en expresar un sentimiento o idea.

 

Por ejemplo, la Ley de Vagos y Maleantes (1954) de la dictadura o su heredera, la de Peligrosidad y Rehabilitación Social (1970), venían a establecer ciertas medidas de seguridad para aquellas personas que, sin delinquir, estaban o se desenvolvían en un contexto social propicio para delinquir. Se trataba de adelantarse a los acontecimientos tratando de evitar el paso al acto o a un comportamiento claramente antijurídico. La ausencia de realismo político y la falta de recursos harían que ambas leyes fracasaran y no pasaran en la mayoría de los casos –sobre todo con los adultos– de un puro voluntarismo y de una interpretación irreal y romántica de la actividad laboral y función de las instituciones penitenciarias, tal como vendría a concebirlas Concepción Arenal (1820-1893) con su proposición de odiar el delito y amar al delincuente. Algo muy cristiano y también muy difícil de asumir por el común de las gentes hoy en día, pero una máxima comprensible cuando existía una amplia correlación entre falta de trabajo, la miseria, la ignorancia, la injusticia y la delincuencia. La ley en sí misma se presentaba insuficiente y era incapaz de cambiar actitudes, ideas o valores, de ofrecer educación o de enseñar un oficio, ofrecer trabajo, sufragar vivienda, sanidad, educación y cubrir otras necesidades de la gente que se desenvolvía en un medio propicio para delinquir.  No obstante, ambas leyes se sustentaban en la idea o principio de que algún tipo de relación debía de haber entre la comisión de un delito y el contexto social de pertenencia del potencial delincuente, que era precisamente la idea de Concepción Arenal al vincular la delincuencia a los resultados de una sociedad de clases y a la inmisericordia del capitalismo decimonónico. Esta sería una idea que también nos la mostraría Antón Chéjov o León Sánchez donde la cárcel decimonónica y de principios de siglo no pasaría de ser un agregado de hombres que habían dejado tras ellos la religión y la moral o cualquier otro convencionalismo social que no sea el mantenerse vivo.

(...) Esta paradoja, contradicción y relación dialéctica entre delito y delincuente -entre individuo y sociedad - ha vuelto a desarrollarse con ocasión de la manifestación del 3 de febrero del 2007 en Madrid, convocada por el del Foro de Ermua, así como las celebradas el 23 de febrero y el 24 de noviembre promovidas por la Asociación de Víctimas del Terrorismo –reforzadas y alentadas por el conservadurismo español– culminando con las manifestaciones de los días 9, 10 y 22 de marzo promovidas por el propio Partido Popular. En el primer caso oponiéndose a la política antiterrorista del actual gobierno socialista, bajo las consignas de no a la negociación, derrotar al terrorismo y por la libertad; la segunda, por la rebaja de la pena a un delito de amenazas vertidos en un escrito y el cumplimiento íntegro de la nueva sentencia a De Juana Chaos y, finalmente, por la absolución de Arnaldo Otegui por parte de la fiscalía de un delito de enaltecimiento del terrorismo. En todas las manifestaciones se haría un amplio despliegue de signos y terminando con los símbolos nacional-borbónicos como las banderas y la Marcha de granaderos. ¿Sabrán los cientos de miles de manifestantes que la historia de España, incluidas sus creencias religiosas y la devoción a los santos y a las vírgenes -desde los Reyes católicos a Franco– se ha ido forjando y desarrollando con muy poca o ninguna libertad y con mucho fanatismo, miedo y engaño? ¿Y que los símbolos y banderas que portaban son el resultado político de esta falta de libertad, de la intolerancia, del miedo y del engaño?.

De aquí el cúmulo de dificultades históricas y metodológicas en separar o distinguir el delito del delincuente, al héroe del bandido, entre concurso real e ideal, al poner el énfasis en diversos valores o contemplar la ley unos comportamientos tenidos por delictivos a pesar de su distinta naturaleza o significado político. Sabemos que esta relación existe y no hay mejor testimonio que las artes, la literatura, la arquitectura civil y religiosa para transmitirnos esta imperceptible relación entre lo ideal, el delirio, la imaginación o la ilusión y sus producciones materiales o resultados políticos. Un ejemplo más genérico lo tenemos en la escena internacional con las actitudes de los diversos pueblos y países –a favor o en contra–  ante sus respectivos sátrapas, tiranos y dictadores o, más próximo a nosotros, la ambigüedad, perplejidad, ambivalencia y contradicción del mundo musulmán frente a los terroristas islámicos. Y en la actualidad lo tenemos en España con la política antiterrorista del gobierno respecto a ETA y su entorno polarizado en el citado etarra, unos proponiendo su excarcelación y otros el cumplimiento íntegro de la pena por la comisión de un delito de enaltecimiento y apología del terrorismo. En este caso, el ámbito estrictamente jurídico –un delito de opinión, de expresión o de intenciones– será instrumentalizado por el conservadurismo español frente a la voluntad del actual gobierno socialista de impulsar una política para alcanzar un fin definitivo al enrarecido clima social y de violencia en el País Vasco. En el caso De Juana Chaos el llamado Estado de Derecho se confundirá con sus antecedentes y su tradición jurídica autoritaria, prolongándose más allá de la letra de la ley, haciendo los medios conservadores  –y hasta la prensa más profesional y seria– una continua referencia  –no a su actual encausamiento penal– sino a sus antecedentes, es decir, a su historial delictivo, al contexto social del penado, a su mala educación o a su incapacidad de asumir o compartir los sentimientos morales del común de las gentes; incluso, su historial y su contexto social vinieron a pesar en la exposición de motivos en la pena impuesta por la Audiencia Nacional o Estatal de 12 años y seis meses por un delito de enaltecimiento y apología del terrorismo por dos escritos publicados en el diario Gara, tipificado como de "amenazas terroristas", siguiendo así con la tradición jurídico-penal de las citadas leyes de Vagos y Maleantes y de Peligrosidad Social de la Dictadura. Su huelga de hambre vendría a precipitar la reconsideración de la pena impuesta ante el recurso de casación de su defensa, interviniendo el Pleno de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo –a puerta cerrada a fin de facilitar el desarrollo de un debate estrictamente jurídico-penal– que finalmente rebajaría la pena de doce a tres años de privación de libertad por un delito de simples amenazas, al externalizar y canalizar su propia trayectoria vital a través de la literatura.

En todo caso, la situación de contestación social fomentada por el Partido Popular a tenor de la concesión de prisión atenuada al citado etarra –una concesión ajustada totalmente a Derecho y a la reglamentación de Instituciones Penitenciarias– nos pone de manifiesto dos cosas. Una, el no hacer distinción alguna entre lo establecido por la ley y los sentimientos populares sobre los resultados de aplicar la ley. Y, la segunda, la misma contestación social y la propia iniciativa del Gobierno nos pone de manifiesto que las leyes no son compartimientos estancos, aislados unos de otros como idealmente se establece en la formulación teórica de la división de poderes, es decir, existe y ha de existir siempre una relación dialéctica entre lo jurídico y lo político. Otra cosa es que no se haga distinción entre lo uno y lo otro y resulte más fácil y cómodo guiarse por la fe y la creencia de los respectivos líderes políticos, devenidos en demasiadas ocasiones demagogos azuzando y llevando al plano político los sentimientos de dolor de las víctimas del terrorismo,  haciendo de los sentimientos del común de las gentes un filón de contestación, degradación y corrosión del oponente político.

Retomando el asunto de la retirada por parte de la fiscalía la acusación contra Otegui y luego su encausamiento penal y encarcelamiento y, en general, con la situación del País Vasco, habrá de algún modo que articular e integrar en un modelo parlamentario la postura e ideas de los diversos movimientos sociales o los sentimientos de Maite Pagazaurtundua o de María San Gil y, en general, del común de las gentes que sólo desean vivir en paz, sacar adelante a su familia y mejorar las condiciones de su vida cotidiana, con la postura e ideas seguidas por el conjunto de la izquierda abertzale y el racionalismo esperanzador de la política antiterrorista del Gobierno. Cuando se está en contra del terrorismo y en contra de ETA: ¿Cómo separar los resultados violentos de las personas que los llevan a cabo? ¿Existe alguna línea de continuidad entre ideas, sentimientos de pertenencia, leyes e intereses con todo tipo de comportamientos, aunque sean violentos? Pero también podríamos preguntarnos: ¿Cómo podría un sistema jurídico-político corrupto y policial generar unas leyes y una Constitución no contaminadas o condicionadas por una salida de la Dictadura? ¿No será acaso el terrorismo etarra la punta del iceberg del normal desarrollo y evolución política de la amplitud y generosidad del Estatuto de Autonomía para el País Vasco (1979) o Estatuto de Guernica formulado y redactado como contraprestación a la aceptación de la Monarquía Parlamentaria? Y el deseo de ampliar o modificar la distribución administrativa territorial de las autonomías del País Vasco y Navarra ¿No es acaso un precepto, posibilidad e ideal sostenido por la propia Constitución en su artículo 143 y en la disposición adicional Cuarta? La cuestión, quizá, esté en un cambio o cruce de caminos del imaginario sentimental de las nuevas generaciones y en un temor difuso en un cálculo de pérdidas y ganancias por aquellos que ostentan el control y disfrute de los recursos públicos. Así, la ambigüedad ante el recurso a la violencia existente hasta el Pacto de Ajuria Enea (1988) sería la consecuencia de no haber superado aún las tácticas tradicionales o autoritarias inherentes al modelo organizativo jerárquico o monárquico, asumido por los partidos políticos ante un conflicto derivado de la obstrucción o dificultad en la circulación de las élites y extensible al conjunto de la sociedad expresado en las constricciones de la vida cotidiana y a las dificultades por alcanzar ciertas expectativas de mejora.

Esta contaminación ha permitido la aparición de unas convicciones en el desarrollo y prácticas de unos comportamientos moralmente degradantes hacia los no pertenecientes o simpatizantes con el nacionalismo cultural y los sentimientos territoriales limitados al País Vasco frente al otro tenido por extraño. Por ello, la jactancia y altivez de los etarras ante los jueces, sus actitudes paranoides, de convencimiento y orgullosos de su pertenencia a banda armada, habría que derivarla de la imposibilidad de la letra pequeña de las reiteradas condenas de la violencia por parte de las autoridades vascas, tras cada uno de los asesinatos, en su incapacidad, en la falta de convicción pedagógica y resolución de promover ni de crear en todos y en cada uno de los simpatizantes del nacionalismo radical un estado de opinión, un cambio de actitudes, un sentimiento de culpa, de remordimiento, de arrepentimiento y de vergüenza ante el recurso a destruir bienes públicos o privados,  a extorsionar,  dañar, mutilar o matar a sus semejantes. Por ello los etarras han apartado de sus percepciones intelectuales y morales el daño derivado del recurso al terrorismo para ensalzar una visión idílica, irreal y romántica del País Vasco como nación separada y al margen del curso de los acontecimientos de la sociedad internacional, queriendo disfrutar de las ventajas de la globalización pero no de sus contradicciones e inconvenientes. El terrorismo etarra sería así el último testimonio del tradicionalismo español que representaron las guerras carlistas ante el proceso de modernización y del acelerado cambio social del siglo XIX. Por ello no es de extrañar que parte de la jerarquía de la Iglesia católica del País Vasco sea tan compresiva con los etarras, tanto por compartir el mismo estado de ansiedad y un miedo a la libertad como por la tradicional doctrina cristiana de estar próxima a los pecadores, a los delincuentes y a los perseguidos por la justicia. Así, la Iglesia católica no acaba de distinguir que el contenido y la idea de justicia no son los mismos en las monarquías y dictaduras del pasado que en las democracias de nuestros días. O, expresado política y jurídicamente, la justicia de Dios no es válida, ni entendible ni asumible por los hombres de nuestro tiempo.

Por ello, el citado Estatuto, más que un espacio de encuentro entre los ciudadanos vascos, o entre los vascos y el resto del Estado, tal como se define en el Acuerdo por las Libertades y contra el terrorismo (2000) suscrito entre los dos grandes partidos (PP y PSOE)  ha venido a derivar y a convertirse en el acicate y en el fundamento político-jurídico de las continuas reivindicaciones de las instituciones del País Vasco o, mejor, de las gentes que viven de la política y no para la política, quienes hacen de las instituciones y bienes públicos el botín de la lucha política. Y si buena parte de la clase política a nivel de todo el Estado viven de la política ¿Por qué exigir a las autoridades, líderes políticos y demás responsables sociales del País Vasco que no hagan otro tanto?  A pesar de una invitación de adhesión al resto de los partidos y grupos parlamentarios –conforme al párrafo segundo del punto 10º– y la exigencia a los partidos vascos mayoritarios (PNV y Eusko Alkartasuna) el abandono del Pacto de Estella (1998) nunca podría haber dado el citado Acuerdo los resultados esperados al tomar por invitados a quienes deberían de haber actuado como promotores o anfitriones.

Sin embargo, el citado Acuerdo por las Libertades, en su punto 1º nos viene a decir que la lucha contra el terrorismo es un asunto que compete a todos los partidos políticos democráticos, estén en el gobierno o en la oposición. Y esto es, justo, lo que ha hecho el actual gobierno socialista al dar voz a todos los grupos parlamentarios, aunque sean minoritarios, los pasados días 15 y 16 de febrero en la comparecencia parlamentaria con el asunto monográfico de la política antiterrorista tras el atentado del 30 de diciembre de 2006. De este modo, el apoyo de todos los grupos parlamentarios a la iniciativa socialista en su política antiterrorista frente a ETA, con una clara tendencia a infravalorar, invalidar o modificar el Acuerdo por las libertades –un Acuerdo suscrito entre los dos partidos mayoritarios estando el Partido Socialista en la Oposición– vendrá a ser la opción política de optar no sólo por la cualidad o la calidad frente a la cantidad, sino también y sobre todo por un diagnóstico más ajustado a la realidad y, por lo mismo, con más posibilidades de acertar en el diagnóstico y en los medios adecuados para poner fin a una de las mayores pesadillas del Estado tras la Dictadura. Bastaría confrontar razones y argumentaciones de los diversos portavoces parlamentarios frente al grupo conservador y mayoritario de la Oposición  –en su día promotor del Acuerdo– para darnos cuenta que todas estas intervenciones constituyen el fundamento de un sistema político democrático y de cuyas intervenciones tendríamos que congratularnos todos los españoles.

Por su parte, la ley de Partidos Políticos vendrá a implantar una barrera jurídico-penal en sus artículos 2.1., en el 12.1b así como en la Disposición adicional segunda –modificando la LO 5/1985 del Régimen Electoral General– limitando o impidiendo la actividad política, bien en nuevas organizaciones u otras preexistentes e ideológicamente próximas, a aquellas personas encausadas y vinculadas a la izquierda abertzale, conforme a un modelo político democrático y a un código penal de resultado. La ley viene a establecer una distinción entre la defensa de cualquier idea a través de la actividad política y el ejercicio de la violencia en cualquiera de sus manifestaciones, es decir, entre ideas y estrategias o comportamientos, en este caso toda actividad o táctica que pudiera incurrir en algún ilícito penal. Y, al mismo tiempo, el mismo contenido de la ley vendrá a implantar serias limitaciones a la voluntad de diálogo y participación política de todos aquellos que, aunque en algún momento de su vida hayan hecho uso de la violencia, ahora están dispuestos a renunciar a toda estrategia violenta, bien por convicción, por táctica, por la madurez o por la pérdida de la energía ciega propia del paso de los años. Y son precisamente el mal llamado entorno de ETA –aquellos que están dispuestos a usar la palabra en sustitución de las diversas manifestaciones de violencia– quienes son los verdaderos y privilegiados interlocutores ante ETA para que sus integrantes y militantes dejen de actuar por convicción y que sus últimas manifestaciones no sean más que actos de simples delincuentes comunes. La lucha policial contra el delincuente común es muy fácil y limitada, no así cuando se trata de enfrentarse a ideas, ideales, delirios o sentimientos territoriales o de pertenencia.

Por otra parte, la distinción entre ETA, Batasuna, el conjunto de la izquierda abertzale como las organizaciones ciudadanas históricas o continuistas, las Gestoras pro Amnistía, las asociaciones juveniles, la prensa, sindicatos (LAB), los partidos nacionalistas  o de izquierdas (Ezker Batua), los nuevos movimientos ciudadanos más o menos espontáneos –como Ahotsak y Milakabilaka– y buena parte de la sociedad vasca parece estar conformada por una línea simbólico-ideológica difícil de establecer al estar configurada por ramificaciones y vinculaciones –las más de las veces desconocidas e imperceptibles– por ideales, sentimientos de pertenencia territorial, lingüística, de intereses de proximidad, corporativos o partidistas. Basta recorrer múltiples localidades en sus diversas festividades para percibir un ambiente sentimental y distintivo con el resto de las efemérides y ambientes festivos cíclicos del resto del Estado Español, estas últimas más vinculadas a ciertas abstracciones o a la iconografía religiosa y a los sentimientos de identidad personales que a reivindicaciones políticas y lingüísticas tal como han venido desarrollándose en el País Vasco.

Querer establecer una línea divisoria entre herejía y ortodoxia en la libertad de expresión como pretende el juez Baltasar Garzón en sus actuaciones  –dando palos de ciego a través del sumario 18/98 contra la izquierda abertzale– significaría a corto plazo criminalizar toda expresión que apostara por el diálogo para propugnar el principio del fin del problema vasco, tales como el movimiento popular Milakabilaka, la agrupación de mujeres de Ahotsak o la iniciativa de profesores universitarios de Elkarbide y, a más largo plazo, significaría también criminalizar al conjunto de la sociedad vasca. Al limitar policial, jurídica y políticamente toda reivindicación política de la izquierda abertzale, estas reivindicaciones podrían trasladarse a los partidos, asociaciones y agrupaciones más alejadas de las tácticas seguidas por ETA, haciendo los partidos nacionalistas de mayor implantación de abanderados de los planteamientos marginales y abstractos de la izquierda abertzale y contrarios o a la defensiva  –siguiendo los pasos del tradicionalismo carlista– frente al curso de los acontecimientos económicos, políticos, culturales, científicos y tecnológicos en la esfera internacional. Circunstancia que, en general, buena parte de la población vasca no comparte, incluida en particular la clase empresarial, pero que las reivindicaciones sobre la lengua y la redistribución administrativa del territorio  –azuzado intermitentemente por la violencia– por parte de la izquierda abertzale  –y no pocos cargos institucionales– han dado lugar a que un enrarecido clima social se sitúe por encima de las estructuras y coyunturas económicas y políticas y más allá de los problemas de la vida cotidiana.

Por ello se impone, por una parte, la persecución policial y judicial contra las personas concretas que ejerzan actos violentos y, por la otra, la relación o conversaciones con los que hacen o están dispuestos al uso de la palabra, haciendo especial hincapié y teniendo por referente un código penal de resultado, propio de las sociedades democráticas. O, dicho brevemente, no sólo no es incompatible la lucha antiterrorista con el diálogo con la izquierda abertzale, sino ante todo es una necesidad de estructura antropológica –psicológica y política– para convertir y subordinar los mitos, las creencias, las ideas, los delirios, los miedos, los prejuicios, los sentimientos y los actos –de una y otra parte– a las reglas de comportamiento de una sociedad abierta, democrática y competitiva en todas las facetas de la vida. Querer de antemano criminalizar a partidos sustitutivos o alternativos de la izquierda abertzale –sin que éstos como organización hayan incurrido en ilícitos penales– es ante todo no dar una oportunidad a los presupuestos políticos de la paz. El bienestar o la convivencia cotidiana en paz, la vida y la integridad física de las personas deberán de tener más valor y anteponerse a las diversas y posibles distribuciones territoriales o administrativas del Estado o República, aunque ésta quede siempre como tutora y garante de los derechos, deberes y libertades individuales ante la siempre posible aparición de tiranos y bandidos en todos los ámbitos de la vida en sociedad. A pesar de la presión policial y penal al entorno etarra, éste ha sido capaz de crear un estado de opinión favorable al nacionalismo vasco radical y excluyente o, dicho de otro modo, no cabe duda de que ETA ha sido o está siendo vencida jurídica y policialmente en el ámbito de un Estado de Derecho pero, a pesar de ello, ETA ha obtenido la mayor victoria política que un grupo violento podría alcanzar, dividir a una comunidad política creando un enrarecido clima social sustentado en sentimientos territoriales de pertenencia y/o a intereses corporativos y hacer de cada uno de los etarras muertos o convictos un mártir para un importante sector de la sociedad vasca.

O dicho de otro modo, al marginar de su compromiso y participación activa al Gobierno, a las instituciones y a los líderes sociales o de opinión del País Vasco para hacer frente y superar el enrarecido clima creado en el curso del tiempo por el idealismo de una Euskal Herria  –que son precisamente los principales responsables en inculcar un cambio de ideas y de actitudes ante el comportamiento marginal y destructivo de algún sector de la izquierda abertzale y reconducirlos a unos cauces socialmente establecidos y admisibles en la canalización de los conflictos cotidianos– el citado Acuerdo por las libertades nacía de un mal diagnóstico y, por lo mismo, llamado al fracaso, como así se demostraría con su rechazo por el resto de los grupos parlamentarios, aunque fueran minoritarios, ya que la razón o la sinrazón, un buen o un mal diagnóstico, la verdad o la mentira no están sometidos a la lógica de las mayorías o las minorías, sino a la lógica  –tal como nos demuestra y enseña la historia– de hasta dónde están dispuestos a llegar los unos y los otros, de poner en la balanza lo poco que se puede perder y lo mucho que se puede ganar. Y esta es una lógica de comportamiento político que comparte tanto el príncipe como el bandido y que comúnmente es soportada y sufrida por quienes no son ni lo uno ni lo otro, es decir, el pueblo.

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(*) El presente texto constituye una recopilación literal de algunos párrafos del libro: La religión ante la Tercera República. Reflexiones sobre la violencia, religión y monarquía  Editorial Club Universitario, Alicante, 2008 tomo II págs. 235-257 (Han sido suprimidas las diversas anotaciones que aparecen en el libro)

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José Cantón Rodríguez (Granada, 1946). Diplomado en Sociología (1980) por la Escuela de Sociología en su antigua sede de la Universidad Central madrileña. Graduado en Criminología (1983) y doctorado en Ciencias Políticas y Sociología (1994)