Magdalenas sin azúcar. Palas, rezos y muerte... PDF Imprimir E-mail
Nuestra Memoria - Nuestra memoria /Libros
Escrito por Paco Arenas /UCR   
Sábado, 14 de Abril de 2018 00:00

 Hay que recuperar, mantener y transmitir la memoria histórica, porque se empieza por el olvido y se termina en la indiferencia. José Saramago

Advertencia innecesaria:

Todo cuanto aquí está escrito sucedió a distintas personas no necesariamente en los lugares mencionados ni por supuesto los nombres se corresponden con quienes vivieron los acontecimientos. Por tanto, distintas vivencias de distintas personas en la vida real, en la novela pueden unificarse en un solo personaje o a la inversa, vivencias de una persona pueden aparecer en dos o más personajes con desenlace diferente al real.



Aquella mañana, tras casi una semana de lluvia intensa, tan solo caía una ligera llovizna. Apenas hay goteras en la galería, al contrario de los días anteriores que las fuertes tormentas provocaron que las piedras del techo destilaran agua y humedad en forma de múltiples filtraciones por toda la galería y el pavimento de piedra. Todavía no ha amanecido y ya Felipe está despierto. No ha dormido en toda la noche pendiente de Paco García, el cual durante toda la noche tirita y delira diciendo cosas sin sentido. En la oscuridad, Felipe le puede ver y escuchar el castañear de sus dientes, le coloca su manta encima. Nota que tiene fiebre, se la quita de nuevo, avisa a los guardias, pero nadie acude. Ahora parece dormir tranquilo, ya no le castañean los dientes, ni respira con dificultad, parece dormir plácidamente. Emilio llega en esos momentos de hablar con el grupo de cuatro hombres que están esperando que los fusilen desde hace más de ocho días. Mira a Paco García, se agacha sobre su macuto sacando un jersey. Felipe puede ver cómo con disimulo esconde algo que parece un papel. Se miran a los ojos, Emilio pregunta sin palabras por Paco.

—Creo que nuestro paisano se muere —responde Felipe.

Emilio se encoge de hombros, no es Paco García quien le preocupa, lleva días con fiebre alta sin ser atendido, tiene asumido que va a morir, todos lo saben. Le preocupan los cuatro jóvenes que serán fusilados, posiblemente aquella misma mañana, después de haber estado ocho días esperando en la celda reservada para los condenados a muerte, trayéndolos la tarde anterior de nuevo de regreso a la galería.

—Hoy no se libran —indica Emilio.

 

—¿Quién sabe? Hace más de dos meses que no fusilan a nadie, tal vez se hayan cansado de tanta sangre —contesta Felipe.

 

—¿Tú crees? Esta gente no tiene compasión.

 

—Ya. Mira a nuestro paisano, tres días tiritando sin que le hagan caso.

 

Ambos miran a Paco García. Lo último que escuchó Felipe de su boca a mitad de la noche entre delirios fue:

 

—Ni que mande el fascio ni que mande el comunismo, la basura la sacaremos siempre los mismos.

 

—Cállate, que como te oigan —había siseado alarmado Felipe.

 

—Ni que mande el fascio, ni que mande el comunismo, la basura la sacaremos siempre los mismos —repetía una y otra vez el pobre hombre, intentando que sus palabras cada vez se escuchen más fuertes.

Están los dos hombres en cuclillas cuando se abre la puerta de la galería encendiendo las luces y despertando a la mayoría de los presos. Emilio masculla entre dientes:

—¡Maldita sea!

Aparecen cuatro guardias, van directos a donde se encuentran los cuatro guerrilleros, mas no se los llevan a las celdas de los condenados a muerte, van directos ante el pelotón de ejecución, les dejan despedirse de los compañeros. Falta todavía más de una hora para que amanezca. Tanto Felipe como Emilio se han tumbado sobre sus mantas, agotados de toda la noche sin dormir. Cuando los guardias entran por segunda vez, viene un médico con ellos, se detienen junto a Paco García, el anciano anarquista, el único que había en Juncos. Se agacha, tomándole el pulso.

—Más vale que hubiesen llamado a don Gervasio. Este hombre está muerto. Sáquenlo de aquí —dice el médico levantándose.

—Tú y tú —les indica uno de los guardias a Emilio y a Felipe—, vosotros sacad a vuestro amigo de aquí. 

No son necesarios más, Paco García es puro pellejo, llevaba semanas enteras sin comer, ni tan siquiera la bazofia que recibía y en las pocas ocasiones que la comía, vomitaba. Ningún médico lo ve, ni él tampoco lo hubiese querido. Paco García quería morirse. No tenía nadie fuera, sus hijos habían muerto y su compañera enloqueció y una mañana la encontraron muerta en un barranco de Juncos, en el único precipicio que hay en toda la comarca, cerca del río. Nadie la echó de menos hasta que en la última visita que hicieron las mujeres a Cuenca no se presentó para subir al autobús.

—Estaba como una chota, desvariaba cada vez más, pero no hasta ese punto —dijo alguien en el pueblo.

Lo cierto es que tenía motivos para estar loca y para desear la muerte, pero no estaba loca. Paco sabía que buscaría la muerte y no tuvo fuerzas para decirle que no lo hiciese porque él también deseaba morir. Muchos sufrimientos a lo largo de la vida para soportar sus viejos esqueletos, ya no podían más ninguno de los dos. Habían soñado con crear una comuna ácrata en Juncos, la habían predicado como apóstoles en el desierto. Ya casi ancianos, dejaron de predicar su credo libertario. Ni sus hijos siguieron sus pasos. Antes del golpe de Estado del general Franco, ellos tan solo aspiraban a trabajar la tierra y a sacar la basura de los corrales para venderla a los hortelanos como abono, de ahí su eterna cantinela:

—Ni que mande el fascio ni que mande el comunismo, la basura la sacaremos siempre los mismos.

Ya no hablaban de Bakunin, tampoco de García Oliver, Ascaso o Durruti. En la Mancha no prendió la llama libertaria. Podrían haberse marchado a Cataluña o Valencia, pero amaban la tierra y decidieron vivir sus últimos años el uno al lado del otro con sus hijos lo más felices que les permitieran. La guerra no llegó a Juncos hasta después de finalizar la contienda, pero, a pesar de ello, la guerra y la posterior represión se llevó a sus siete hijos, ninguno se libró, ni siquiera Liberto, con quince años se lo llevaron a Uclés, lo mataron antes de pisar el monasterio, en el momento que le preguntaron su nombre.

—Liberto García López.

Era todavía un chiquillo que jamás hablaba de política por no llevar la contraria a sus padres, él no era anarquista. Tampoco sabía lo que era, no tuvo tiempo. Con su cara de niño imberbe antes de cruzar la puerta de la prisión lo mataron delante de su padre y de su hermano. Miguel, el siguiente en juventud a Liberto, con diecisiete años, no aguantó la presión e intentó huir, solo lo intentó, un disparo por la espalda segó su vida cuando todavía no llevaba un mes en Uclés. De los otros cinco hijos fueron recibiendo noticias durante la guerra, todos murieron en la batalla, incluidas sus dos hijas. No, ni Paco García ni Llanos López tenían ganas de darse ánimos. Resulta difícil dar ánimos cuando no se tiene ilusión por vivir.

—Paco, me voy a tirar por el barranco de la cueva de las Grajas, ya no puedo más.

—Que yo pudiese ir contigo de la mano —fue su respuesta.

Alargaron sus brazos tocándose la punta de los dedos, mientras que ambos batallaban por no estallar en llanto. Aquella noche nadie echó de menos a Llanos, solo él. Él sabía que lo haría y se acostó sobre un charco sin manta ni nada. Al día siguiente se negó a comer. Jamás nadie le dijo que había muerto. Sin embargo, él ya sabía lo que ella haría y cuándo lo llevaría a cabo. Tras salir Llanos por la puerta, Paco García decidió no vivir y hasta el agua sucia que recibía con cabezas de sardinas nadando en su superficie le sobraban.

Aquel día de finales del otoño en el exterior lloviznaba. Los guardias que llevan capotes sobre sus uniformes caminan detrás de los cuatro hombres que van a ser fusilados. Felipe y Emilio llevan a Paco García en volandas hasta una camioneta donde colocan su cuerpo. Les ordenan seguir a la misma caminando detrás. Notan cómo la lluvia les resbala por la cara y se van empapando sus ropas hasta calar todo su cuerpo. Mientras el aire frío se introduce hasta el mismo tuétano de sus huesos. La lluvia mezcla con sus lágrimas el sabor amargo de ver quienes van a morir, el agrio de la rabia y la impotencia de no poder hacer nada.

En el paredón, junto a las murallas, esperando se encuentra otra camioneta y un coche. La camioneta, en la que va el cadáver de Paco García, se detiene al lado de la otra, a unos metros del coche. Ambos vehículos tienen las luces encendidas y encaradas a un grupo de guardias, también con impermeables, que esperan la llegada de los presos que han de ser fusilados. Presos y guardias caminan en dirección a donde está el pelotón de ejecución, que al ver llegar al grupo comienzan a posicionarse. Se detienen ante el coche, en su interior hay un teniente de la Guardia Civil que mira el reloj de muñeca tocándolo con el dedo, dando a entender que llegan tarde. Al lado de la camioneta se encuentra don Gervasio, un joven sacerdote, protegido de la lluvia por un paraguas negro, se trata del mismo que junto a Braulio salvó a Felipe de morir cinco años antes. Cerca de donde está el pelotón de fusilamiento hay tres hombres jóvenes cavando la húmeda tierra con dificultad. El barro se pega a las palas a pesar de estar la tierra movida. Cavan hasta que las palas chocan con algo, son los cuerpos de los últimos presos fusilados. Se detienen un momento y al instante siguen cavando hasta que hay sitio suficiente para los cuatro que les han dicho que van a fusilar aquella madrugada. Al ver al quinto, dudan, hablan con el sacerdote, que se acerca a la fosa.

—Sobra —dice el sacerdote.

A continuación, el cura se dirige a donde se encuentra el teniente e intercambia unas palabras con él. Este hace un gesto con la mano, saca cuatro dedos, y señala a Felipe y a Emilio.  El sacerdote niega con la cabeza y continúan hablando. Parece que el sacerdote intenta retrasar la ejecución. Mientras tanto, los guerrilleros y guardias permanecen al lado. Felipe y Emilio sacan el cadáver de Paco García en volandas de la camioneta, tales conformes les han ordenado. Teniente y sacerdote parecen alterados, al final es el teniente quien impone sus galones y los cuatro guerrilleros son obligados a ponerse frente al pelotón de guardias. El teniente no se baja del vehículo, grita:

—¡Cabo!

Y uno de los guardias que están esperando llega corriendo cuadrándose ante el teniente marcialmente.

—Son tuyos, cabo, termina de una puta vez.

—A sus órdenes, mi teniente.

Al girarse, el cabo se fija en los dos junqueños y sonríe al ver a Felipe. Sin embargo, no dice nada. Se encamina directamente hacia el pelotón, mientras los guardias conducen a los guerrilleros. Los disparos se unen al grito de los guerrilleros:

—¡Viva la República!

Solo uno de ellos muere de manera instantánea, los otros tres permanecen aún vivos tras los primeros disparos, muriendo uno un par de minutos después. El cabo les ignora y va directamente en dirección a donde se encuentra Felipe y Emilio con el cuerpo del infortunado compañero, todavía en volandas. A unos pasos el sacerdote se planta frente al primero colocándole la pistola en la sien.

—¿No quieres cantar como aquel día, Felipe, Felipe López?

El sacerdote farfulla algo impropio de un sacerdote, camina los pasos que le separan del cabo y le obliga a bajar la pistola, apartándola con decisión. El cabo mira al sacerdote contrariado. En los ojos del sacerdote ve un enojo que infunde temor.

—Cabo, ya ha cumplido su cometido, deje a este hombre en paz —inmediatamente se dirige a los junqueños—. Echad a vuestro compañero a la fosa, voy a bendecirlos.

Felipe de nuevo está aterrorizado, le cuesta caminar. Emilio nota la dejadez de Felipe y se echa el cadáver sobre sus hombros para llevar él todo el peso. Deja caer el cuerpo de su paisano sobre la tierra húmeda de la fosa, es el primero en caer. Los gemidos de dolor de los dos guerrilleros moribundos desgarran el alma de quienes los escuchan. Ese día el teniente no quiso mojarse, no repasa los fusilados para darles el tiro de gracia, la llovizna se ha convertido en fuerte lluvia. Tres hombres esperan con las palas en la mano para enterrar a los muertos a pesar de que dos de los fusilados todavía están vivos. Los sepultureros esperan que el teniente baje a darles el tiro de gracia antes de llevarles a la fosa. Sin embargo, el teniente no baja del coche, no quiere mojarse. El cabo se acerca al coche e informa al teniente.

—Que los tiren tal cual, si de todos modos se van a morir, qué tontería de gastar balas inútilmente.

Pero los sepultureros no se mueven a pesar de haber escuchado al teniente.

—Están vivos, es inhumano —se atreve a decir uno de los sepultureros. Aunque difuminado por el crepitar de la lluvia llega a los oídos del teniente.  Felipe y Emilio, que escuchan la orden del teniente, se quedan horrorizados.

—Cabo, pégale un tiro a ese imbécil y que aprendan a obedecer los otros.

El cabo se acerca a los sepultureros, con la Star en la mano, protegida de la lluvia por la manga del impermeable y sin apenas apuntar, dispara sobre el sepulturero que había hablado. De inmediato, uno de los compañeros del mismo no puede evitar gritar:

—¡Criminal!

El cabo, Ernesto Pujalte, no tenía orden de disparar contra ningún otro. Sin embargo, disparó y el cuerpo del segundo sepulturero cayó al suelo sin vida. 

—Pero… —se atreve a protestar el sacerdote.

—Tranquilo, padre, ahí tiene el recambio —señala el teniente a Felipe y Emilio. Después, mirando al tercer sepulturero, pregunta—: ¿Algún valiente más?

—Mi teniente, ya ha habido muchos muertos. Esos hombres eran dos buenas personas —le recrimina el sacerdote.

El cabo mira al teniente, este le hace un gesto como que lo deje estar. Cierra la puerta del coche y sin contestar, da la orden al chofer para que arranque. El coche se marcha, quedándose el cabo, Ernesto Pujalte, al mando del pelotón de guardias, el sepulturero, el sacerdote y los de Juncos. El cabo, ignorando al sacerdote, se dirige a los junqueños.

—Agarrad a esta basura, echad a esos infelices a la fosa, cogéis sus palas y los enterráis… basta ya de tantas tonterías…

El sacerdote se interpone entre ellos y el cabo le mira fijamente.

—Aquí no se entierra a nadie vivo.

—Padre, no es esa la orden que tengo, así que lo siento.

Entonces, el sacerdote introduce la mano por el lateral de la sotana sacando una pistola. Con paso decidido se acerca a los dos guerrilleros que todavía continúan vivos, les dispara en la cabeza a uno primero y al otro después. Guarda de nuevo la pistola y con un gesto, ordena al sepulturero que queda vivo y a los junqueños que amplíen la fosa por los márgenes. Las palas se clavan en la tierra chocando con los cadáveres allí enterrados. El cabo está pendiente de que sean echados a la fosa. Una vez los siete cadáveres dentro, el sacerdote coge el hisopo y sin pedir permiso a los muertos, porque no lo podían dar y de estar vivos posiblemente no lo hubiesen dado, rocía de agua bendita sus cadáveres, todo esto sin resguardarse de la lluvia mientras musita una oración. Media hora más tarde se encuentran los junqueños, el sepulturero, el sacerdote junto con dos guardias en un cuarto anejo a la capilla. Están todos tensos, el sacerdote maldice, jura y perjura, es el más irritado de todos. Saca una botella de coñac y echa un trago que le quema la garganta, la deja en la mesa después. El tercero de los sepultureros, el único que queda vivo, saca café, leche caliente y magdalenas. Felipe tiene ganas de vomitar y Emilio coge un vaso y echa un poco de coñac en el mismo, bebiéndoselo de un trago. El sacerdote les observa detenidamente.

—Comed. Esto es algo a lo que os tenéis que acostumbrar —Se queda unos instantes pensando, mira al enterrador que queda vivo—. Tobías está aquí porque un paisano suyo se puso malo, a su paisano terminaron fusilándolo. Él todavía puede contarlo. La desgracia de unos es la suerte de otros, habéis tenido suerte, ahora hace falta que la sepáis aprovechar.

—Aquí estaréis bien —añade a media voz el aludido Tobías, se le nota afectado—. Don Gervasio se porta muy bien con nosotros.

Suspira aquel hombretón rubio y de hermosas facciones. Acerca con parsimonia una silla a la mesa y se queda en silencio. Al instante, se levanta y sale de la sala. Los guardias miran al sacerdote esperando órdenes. Sin embargo, este no dice nada. Después de un par de minutos, sale asimismo el sacerdote para volver a entrar los dos hombres juntos, el enterrador con signos de haber llorado.

—Llevábamos más de dos años juntos. Eran las dos mejores personas que he conocido en esta maldita vida de mierda —dice agarrando una magdalena y estrujándola con la mano. Mira despues al sacerdote y parece arrepentirse, cuidadosamente la acomoda en el papel, evitando que caiga una sola migaja al suelo, se la come en silencio, volviéndose a sentar.

El sacerdote se acerca a la mesa, agarra un par de magdalenas ofreciéndoselas a los de Juncos, que las comen en silencio.

 Comienza una nueva etapa dentro de la cárcel, la de las palas, los rezos y muerte...

Fin del extracto del capítulo XVº de  la novela basada en hechos reales, Magdalenas sin azúcar, de Paco Arenas.

Se puede adquirir la novela a través de Amazon o a través del autor en mensaje privado en Messenger de Paco Arenas
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Palas, rezos y muerte...

 

 
Hay que recuperar, mantener y transmitir la memoria histórica, porque se empieza por el olvido y se termina en la indiferencia.

José Saramago


Advertencia innecesaria:

Todo cuanto aquí está escrito sucedió a distintas personas no necesariamente en los lugares mencionados ni por supuesto los nombres se corresponden con quienes vivieron los acontecimientos. Por tanto, distintas vivencias de distintas personas en la vida real, en la novela pueden unificarse en un solo personaje o a la inversa, vivencias de una persona pueden aparecer en dos o más personajes con desenlace diferente al real.


Aquella mañana, tras casi una semana de lluvia intensa, tan solo caía una ligera llovizna. Apenas hay goteras en la galería, al contrario de los días anteriores que las fuertes tormentas provocaron que las piedras del techo destilaran agua y humedad en forma de múltiples filtraciones por toda la galería y el pavimento de piedra. Todavía no ha amanecido y ya Felipe está despierto. No ha dormido en toda la noche pendiente de Paco García, el cual durante toda la noche tirita y delira diciendo cosas sin sentido. En la oscuridad, Felipe le puede ver y escuchar el castañear de sus dientes, le coloca su manta encima. Nota que tiene fiebre, se la quita de nuevo, avisa a los guardias, pero nadie acude. Ahora parece dormir tranquilo, ya no le castañean los dientes, ni respira con dificultad, parece dormir plácidamente. Emilio llega en esos momentos de hablar con el grupo de cuatro hombres que están esperando que los fusilen desde hace más de ocho días. Mira a Paco García, se agacha sobre su macuto sacando un jersey. Felipe puede ver cómo con disimulo esconde algo que parece un papel. Se miran a los ojos, Emilio pregunta sin palabras por Paco.
—Creo que nuestro paisano se muere —responde Felipe.
Emilio se encoge de hombros, no es Paco García quien le preocupa, lleva días con fiebre alta sin ser atendido, tiene asumido que va a morir, todos lo saben. Le preocupan los cuatro jóvenes que serán fusilados, posiblemente aquella misma mañana, después de haber estado ocho días esperando en la celda reservada para los condenados a muerte, trayéndolos la tarde anterior de nuevo de regreso a la galería.
—Hoy no se libran —indica Emilio.
—¿Quién sabe? Hace más de dos meses que no fusilan a nadie, tal vez se hayan cansado de tanta sangre —contesta Felipe.
—¿Tú crees? Esta gente no tiene compasión.
—Ya. Mira a nuestro paisano, tres días tiritando sin que le hagan caso.
Ambos miran a Paco García. Lo último que escuchó Felipe de su boca a mitad de la noche entre delirios fue:
—Ni que mande el fascio ni que mande el comunismo, la basura la sacaremos siempre los mismos.
—Cállate, que como te oigan —había siseado alarmado Felipe.
—Ni que mande el fascio, ni que mande el comunismo, la basura la sacaremos siempre los mismos —repetía una y otra vez el pobre hombre, intentando que sus palabras cada vez se escuchen más fuertes.
Están los dos hombres en cuclillas cuando se abre la puerta de la galería encendiendo las luces y despertando a la mayoría de los presos. Emilio masculla entre dientes:
—¡Maldita sea!
Aparecen cuatro guardias, van directos a donde se encuentran los cuatro guerrilleros, mas no se los llevan a las celdas de los condenados a muerte, van directos ante el pelotón de ejecución, les dejan despedirse de los compañeros. Falta todavía más de una hora para que amanezca. Tanto Felipe como Emilio se han tumbado sobre sus mantas, agotados de toda la noche sin dormir. Cuando los guardias entran por segunda vez, viene un médico con ellos, se detienen junto a Paco García, el anciano anarquista, el único que había en Juncos. Se agacha, tomándole el pulso.
—Más vale que hubiesen llamado a don Gervasio. Este hombre está muerto. Sáquenlo de aquí —dice el médico levantándose.
—Tú y tú —les indica uno de los guardias a Emilio y a Felipe—, vosotros sacad a vuestro amigo de aquí. 
No son necesarios más, Paco García es puro pellejo, llevaba semanas enteras sin comer, ni tan siquiera la bazofia que recibía y en las pocas ocasiones que la comía, vomitaba. Ningún médico lo ve, ni él tampoco lo hubiese querido. Paco García quería morirse. No tenía nadie fuera, sus hijos habían muerto y su compañera enloqueció y una mañana la encontraron muerta en un barranco de Juncos, en el único precipicio que hay en toda la comarca, cerca del río. Nadie la echó de menos hasta que en la última visita que hicieron las mujeres a Cuenca no se presentó para subir al autobús.
—Estaba como una chota, desvariaba cada vez más, pero no hasta ese punto —dijo alguien en el pueblo.
Lo cierto es que tenía motivos para estar loca y para desear la muerte, pero no estaba loca. Paco sabía que buscaría la muerte y no tuvo fuerzas para decirle que no lo hiciese porque él también deseaba morir. Muchos sufrimientos a lo largo de la vida para soportar sus viejos esqueletos, ya no podían más ninguno de los dos. Habían soñado con crear una comuna ácrata en Juncos, la habían predicado como apóstoles en el desierto. Ya casi ancianos, dejaron de predicar su credo libertario. Ni sus hijos siguieron sus pasos. Antes del golpe de Estado del general Franco, ellos tan solo aspiraban a trabajar la tierra y a sacar la basura de los corrales para venderla a los hortelanos como abono, de ahí su eterna cantinela:
—Ni que mande el fascio ni que mande el comunismo, la basura la sacaremos siempre los mismos.
Ya no hablaban de Bakunin, tampoco de García Oliver, Ascaso o Durruti. En la Mancha no prendió la llama libertaria. Podrían haberse marchado a Cataluña o Valencia, pero amaban la tierra y decidieron vivir sus últimos años el uno al lado del otro con sus hijos lo más felices que les permitieran. La guerra no llegó a Juncos hasta después de finalizar la contienda, pero, a pesar de ello, la guerra y la posterior represión se llevó a sus siete hijos, ninguno se libró, ni siquiera Liberto, con quince años se lo llevaron a Uclés, lo mataron antes de pisar el monasterio, en el momento que le preguntaron su nombre.
—Liberto García López.
Era todavía un chiquillo que jamás hablaba de política por no llevar la contraria a sus padres, él no era anarquista. Tampoco sabía lo que era, no tuvo tiempo. Con su cara de niño imberbe antes de cruzar la puerta de la prisión lo mataron delante de su padre y de su hermano. Miguel, el siguiente en juventud a Liberto, con diecisiete años, no aguantó la presión e intentó huir, solo lo intentó, un disparo por la espalda segó su vida cuando todavía no llevaba un mes en Uclés. De los otros cinco hijos fueron recibiendo noticias durante la guerra, todos murieron en la batalla, incluidas sus dos hijas. No, ni Paco García ni Llanos López tenían ganas de darse ánimos. Resulta difícil dar ánimos cuando no se tiene ilusión por vivir.
—Paco, me voy a tirar por el barranco de la cueva de las Grajas, ya no puedo más.
—Que yo pudiese ir contigo de la mano —fue su respuesta.
Alargaron sus brazos tocándose la punta de los dedos, mientras que ambos batallaban por no estallar en llanto. Aquella noche nadie echó de menos a Llanos, solo él. Él sabía que lo haría y se acostó sobre un charco sin manta ni nada. Al día siguiente se negó a comer. Jamás nadie le dijo que había muerto. Sin embargo, él ya sabía lo que ella haría y cuándo lo llevaría a cabo. Tras salir Llanos por la puerta, Paco García decidió no vivir y hasta el agua sucia que recibía con cabezas de sardinas nadando en su superficie le sobraban.
Aquel día de finales del otoño en el exterior lloviznaba. Los guardias que llevan capotes sobre sus uniformes caminan detrás de los cuatro hombres que van a ser fusilados. Felipe y Emilio llevan a Paco García en volandas hasta una camioneta donde colocan su cuerpo. Les ordenan seguir a la misma caminando detrás. Notan cómo la lluvia les resbala por la cara y se van empapando sus ropas hasta calar todo su cuerpo. Mientras el aire frío se introduce hasta el mismo tuétano de sus huesos. La lluvia mezcla con sus lágrimas el sabor amargo de ver quienes van a morir, el agrio de la rabia y la impotencia de no poder hacer nada.
En el paredón, junto a las murallas, esperando se encuentra otra camioneta y un coche. La camioneta, en la que va el cadáver de Paco García, se detiene al lado de la otra, a unos metros del coche. Ambos vehículos tienen las luces encendidas y encaradas a un grupo de guardias, también con impermeables, que esperan la llegada de los presos que han de ser fusilados. Presos y guardias caminan en dirección a donde está el pelotón de ejecución, que al ver llegar al grupo comienzan a posicionarse. Se detienen ante el coche, en su interior hay un teniente de la Guardia Civil que mira el reloj de muñeca tocándolo con el dedo, dando a entender que llegan tarde. Al lado de la camioneta se encuentra don Gervasio, un joven sacerdote, protegido de la lluvia por un paraguas negro, se trata del mismo que junto a Braulio salvó a Felipe de morir cinco años antes. Cerca de donde está el pelotón de fusilamiento hay tres hombres jóvenes cavando la húmeda tierra con dificultad. El barro se pega a las palas a pesar de estar la tierra movida. Cavan hasta que las palas chocan con algo, son los cuerpos de los últimos presos fusilados. Se detienen un momento y al instante siguen cavando hasta que hay sitio suficiente para los cuatro que les han dicho que van a fusilar aquella madrugada. Al ver al quinto, dudan, hablan con el sacerdote, que se acerca a la fosa.
—Sobra —dice el sacerdote.
A continuación, el cura se dirige a donde se encuentra el teniente e intercambia unas palabras con él. Este hace un gesto con la mano, saca cuatro dedos, y señala a Felipe y a Emilio.  El sacerdote niega con la cabeza y continúan hablando. Parece que el sacerdote intenta retrasar la ejecución. Mientras tanto, los guerrilleros y guardias permanecen al lado. Felipe y Emilio sacan el cadáver de Paco García en volandas de la camioneta, tales conformes les han ordenado. Teniente y sacerdote parecen alterados, al final es el teniente quien impone sus galones y los cuatro guerrilleros son obligados a ponerse frente al pelotón de guardias. El teniente no se baja del vehículo, grita:
—¡Cabo!
Y uno de los guardias que están esperando llega corriendo cuadrándose ante el teniente marcialmente.
—Son tuyos, cabo, termina de una puta vez.
—A sus órdenes, mi teniente.
Al girarse, el cabo se fija en los dos junqueños y sonríe al ver a Felipe. Sin embargo, no dice nada. Se encamina directamente hacia el pelotón, mientras los guardias conducen a los guerrilleros. Los disparos se unen al grito de los guerrilleros:
—¡Viva la República!
Solo uno de ellos muere de manera instantánea, los otros tres permanecen aún vivos tras los primeros disparos, muriendo uno un par de minutos después. El cabo les ignora y va directamente en dirección a donde se encuentra Felipe y Emilio con el cuerpo del infortunado compañero, todavía en volandas. A unos pasos el sacerdote se planta frente al primero colocándole la pistola en la sien.
—¿No quieres cantar como aquel día, Felipe, Felipe López?
El sacerdote farfulla algo impropio de un sacerdote, camina los pasos que le separan del cabo y le obliga a bajar la pistola, apartándola con decisión. El cabo mira al sacerdote contrariado. En los ojos del sacerdote ve un enojo que infunde temor.
—Cabo, ya ha cumplido su cometido, deje a este hombre en paz —inmediatamente se dirige a los junqueños—. Echad a vuestro compañero a la fosa, voy a bendecirlos.
Felipe de nuevo está aterrorizado, le cuesta caminar. Emilio nota la dejadez de Felipe y se echa el cadáver sobre sus hombros para llevar él todo el peso. Deja caer el cuerpo de su paisano sobre la tierra húmeda de la fosa, es el primero en caer. Los gemidos de dolor de los dos guerrilleros moribundos desgarran el alma de quienes los escuchan. Ese día el teniente no quiso mojarse, no repasa los fusilados para darles el tiro de gracia, la llovizna se ha convertido en fuerte lluvia. Tres hombres esperan con las palas en la mano para enterrar a los muertos a pesar de que dos de los fusilados todavía están vivos. Los sepultureros esperan que el teniente baje a darles el tiro de gracia antes de llevarles a la fosa. Sin embargo, el teniente no baja del coche, no quiere mojarse. El cabo se acerca al coche e informa al teniente.
—Que los tiren tal cual, si de todos modos se van a morir, qué tontería de gastar balas inútilmente.
Pero los sepultureros no se mueven a pesar de haber escuchado al teniente.
—Están vivos, es inhumano —se atreve a decir uno de los sepultureros. Aunque difuminado por el crepitar de la lluvia llega a los oídos del teniente.  Felipe y Emilio, que escuchan la orden del teniente, se quedan horrorizados.
—Cabo, pégale un tiro a ese imbécil y que aprendan a obedecer los otros.
El cabo se acerca a los sepultureros, con la Star en la mano, protegida de la lluvia por la manga del impermeable y sin apenas apuntar, dispara sobre el sepulturero que había hablado. De inmediato, uno de los compañeros del mismo no puede evitar gritar:
—¡Criminal!
El cabo, Ernesto Pujalte, no tenía orden de disparar contra ningún otro. Sin embargo, disparó y el cuerpo del segundo sepulturero cayó al suelo sin vida. 
—Pero… —se atreve a protestar el sacerdote.
—Tranquilo, padre, ahí tiene el recambio —señala el teniente a Felipe y Emilio. Después, mirando al tercer sepulturero, pregunta—: ¿Algún valiente más?
—Mi teniente, ya ha habido muchos muertos. Esos hombres eran dos buenas personas —le recrimina el sacerdote.
El cabo mira al teniente, este le hace un gesto como que lo deje estar. Cierra la puerta del coche y sin contestar, da la orden al chofer para que arranque. El coche se marcha, quedándose el cabo, Ernesto Pujalte, al mando del pelotón de guardias, el sepulturero, el sacerdote y los de Juncos. El cabo, ignorando al sacerdote, se dirige a los junqueños.
—Agarrad a esta basura, echad a esos infelices a la fosa, cogéis sus palas y los enterráis… basta ya de tantas tonterías…
El sacerdote se interpone entre ellos y el cabo le mira fijamente.
—Aquí no se entierra a nadie vivo.
—Padre, no es esa la orden que tengo, así que lo siento.
Entonces, el sacerdote introduce la mano por el lateral de la sotana sacando una pistola. Con paso decidido se acerca a los dos guerrilleros que todavía continúan vivos, les dispara en la cabeza a uno primero y al otro después. Guarda de nuevo la pistola y con un gesto, ordena al sepulturero que queda vivo y a los junqueños que amplíen la fosa por los márgenes. Las palas se clavan en la tierra chocando con los cadáveres allí enterrados. El cabo está pendiente de que sean echados a la fosa. Una vez los siete cadáveres dentro, el sacerdote coge el hisopo y sin pedir permiso a los muertos, porque no lo podían dar y de estar vivos posiblemente no lo hubiesen dado, rocía de agua bendita sus cadáveres, todo esto sin resguardarse de la lluvia mientras musita una oración. Media hora más tarde se encuentran los junqueños, el sepulturero, el sacerdote junto con dos guardias en un cuarto anejo a la capilla. Están todos tensos, el sacerdote maldice, jura y perjura, es el más irritado de todos. Saca una botella de coñac y echa un trago que le quema la garganta, la deja en la mesa después. El tercero de los sepultureros, el único que queda vivo, saca café, leche caliente y magdalenas. Felipe tiene ganas de vomitar y Emilio coge un vaso y echa un poco de coñac en el mismo, bebiéndoselo de un trago. El sacerdote les observa detenidamente.
—Comed. Esto es algo a lo que os tenéis que acostumbrar —Se queda unos instantes pensando, mira al enterrador que queda vivo—. Tobías está aquí porque un paisano suyo se puso malo, a su paisano terminaron fusilándolo. Él todavía puede contarlo. La desgracia de unos es la suerte de otros, habéis tenido suerte, ahora hace falta que la sepáis aprovechar.
—Aquí estaréis bien —añade a media voz el aludido Tobías, se le nota afectado—. Don Gervasio se porta muy bien con nosotros.
Suspira aquel hombretón rubio y de hermosas facciones. Acerca con parsimonia una silla a la mesa y se queda en silencio. Al instante, se levanta y sale de la sala. Los guardias miran al sacerdote esperando órdenes. Sin embargo, este no dice nada. Después de un par de minutos, sale asimismo el sacerdote para volver a entrar los dos hombres juntos, el enterrador con signos de haber llorado.
—Llevábamos más de dos años juntos. Eran las dos mejores personas que he conocido en esta maldita vida de mierda —dice agarrando una magdalena y estrujándola con la mano. Mira despues al sacerdote y parece arrepentirse, cuidadosamente la acomoda en el papel, evitando que caiga una sola migaja al suelo, se la come en silencio, volviéndose a sentar.
El sacerdote se acerca a la mesa, agarra un par de magdalenas ofreciéndoselas a los de Juncos, que las comen en silencio.
 Comienza una nueva etapa dentro de la cárcel, la de las palas, los rezos y muerte...
Fin del extracto del capítulo XVº de  la novela basada en hechos reales, Magdalenas sin azúcar, de Paco Arenas.
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