¿Genocidio y exterminio? PDF Imprimir E-mail
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Escrito por Javier Gómez Calvo   
Viernes, 25 de Julio de 2014 00:00

matar-de-Javier-Gómez-CalvoUna reflexión sobre la represión franquista

Sobre “Matar, purgar, sanar. La represión franquista en Álava”

 Apuntes metodológicos. El exterminismo: de su (re)nacimiento y declive

El estudio de cualquier materia historiográfica está sujeto a la interpretación del investigador en función de unos paradigmas que, con mayor o menor peso, imperen sobre el objeto a tratar. En el estudio de la represión franquista -¡qué menos para una temática con tanta suerte bibliográfica!- también se ha ido construyendo una suerte de paradigma sobre el que es imprescindible detenerse.

 

En 1985 apareció publicado un documentado libro de Francisco Moreno Gómez sobre la guerra civil en Córdoba. El título era precisamente ése. Pasaron veintitrés años hasta que el mismo autor publicó un nuevo libro, casi una reedición del anterior pero con un cambio significativo: en el título ya no se hablaba de guerra civil sino de genocidio franquista. Eso a pesar de que el libro suponía un fenomenal ejemplo de historia militar, bien sostenida en sus fuentes. ¿Qué había cambiado? La influencia de todo un movimiento, el de la memoria histórica, del que el autor se considera partícipe inconsciente desde 1985. Tampoco se anda con rodeos Moreno Gómez respecto a lo que significó la guerra civil: un enfrentamiento entre fascistas y demócratas, considerando entre los segundos a todos aquellos que en nombre de la República hicieron frente a los sublevados, ya se apellidaran Azaña o García Atadell. Sobre la guerra civil -y la represión- no caben medias tintas “de centro”, nos dice Moreno Gómez. Es más, cualquier interpretación que ponga en cuestión tal estado de cosas convierte a uno en, cuanto menos, víctima de la propaganda franquista. A la derecha, a las proclamas fascistas al menos, sucumbieron incluso peligrosos fascistas como Franz Borkenau.

En una línea similar se desenvuelven los trabajos de Francisco Espinosa Maestre, sin duda el mejor investigador sobre la represión en el suroeste español. De hecho, sus conclusiones son las mismas, como si la interpretación de la represión franquista no entendiera de tonalidades grises, parece. Antes de Espinosa o de Moreno ya se buscaban ampulosos conceptos para calificar la matanza de disidentes por parte del bando franquista durante la guerra y, después, por parte del régimen dictatorial. El riojano Enrique Pradas incluyó en el título de un trabajo sobre la represión en su provincia el término “Holocausto”, reservado habitualmente para el plan de exterminio -éste sí- de la población judía por parte de los nazis. No fue el único ya que, poco después, Vicente Talón también se inclinó por la misma palabra para referirse al bombardeo sobre la población civil de Guernica en 1937 por parte de la aviación nazi. Había, por tanto, precedentes en la elección de términos contundentes cuando en 2011, con fenomenal éxito editorial, se publicó el Holocausto español de Paul Preston.

Sin embargo, merece la pena detenerse en la tesis doctoral de Julius Ruiz sobre la represión franquista en el Madrid de posguerra, quizá la primera gran impugnación de lo que aquí llamo paradigma exterminista. En el trabajo de Ruiz se atienden los tiempos y las formas: ni 1940 era 1936 en la aplicación de medidas represivas ni cabía habilitar los mismos mecanismos de exclusión y eliminación del adversario en cada una de las fechas. Puede parecer una propuesta realizada desde el sentido común, pero rompía con las tesis clásicas. Y es que, como también recordaba Ruiz en fechas recientes, la idea del exterminio franquista no es nueva. Aunque este hispanista se remonte a obras de protagonistas republicanos de la guerra, quizá la mejor formulación del paradigma antes de autores como Moreno Gómez o Espinosa es la realizada por Alberto Reig Tapia hace casi treinta años en un trabajo tan breve como contundente y directo.

Aunque afirmen que el franquismo fue inmutable en el ejercicio de la represión por terminar como empezó (matando), no digo que los autores exterministas aseguren que nada cambió entre 1936 y 1975. Sí, en cambio, que las alteraciones se debieron a la coyuntura internacional, al cambio de alianzas internacionales tras la caída del Eje. Otra máxima del exterminismo es que tras la guerra “no quedaba nadie” a quien matar, argumento en el que, curiosamente, coinciden con la historiografía neofranquista cuando ésta abunda en las cifras de la represión practicada en zona republicana.

En realidad, como Ruiz evidenció, no era así. Mucho antes de que las tornas de la II Guerra Mundial cambiaran en Stalingrado, el número de ejecuciones en Madrid se estaba reduciendo notablemente. Además, los más de 3.300 ajusticiados en la provincia suponían menos de la mitad de los asesinados durante el “terror rojo”, con la diferencia de que Franco tuvo treinta y seis años para, cuanto menos, igualar la cifra. Por otro lado, en Madrid las muertes se produjeron tras la celebración de un consejo de guerra. Descalificados como simulacros jurídicos o pantomimas con pretensiones legalistas, su importancia no radica en sus fundamentos de Derecho sino en el hecho de que su extensión permitiera siempre que la “benevolencia” del Caudillo o cualquier otra circunstancia cambiara in extremis la suerte de personas que, con certeza, hubieran sido paseadas en sacas nocturnas de haber sido detenidas en verano de 1936 en Orense, por poner un ejemplo. A todo esto hay que añadir algo más: en los municipios y provincias que no cayeron en manos de los franquistas en julio de 1936 lo que se juzgó y persiguió después fue más el delito político posterior a esa fecha que el anterior, lo que hacía que, en teoría, el número de personas expuestas a la pena de muerte fuera mayor por haber tenido responsabilidades en lugares en los que se asesinó o encarceló a personas de derechas. Sin embargo, se persiguió con saña y memoria, mucha memoria, a los que se entendió responsables materiales de los crímenes, reservándose para ellos la máxima pena que, sin juicio de ningún tipo, había recaído desde el 18 de julio de 1936 y hasta el 31 de marzo de 1937 en más de ciento cincuenta alaveses de ideas distintas a las de los militares levantiscos y a cuyos métodos ni siquiera pudieron hacer frente.

Esto impugna la propaganda franquista, según la cual en España sólo recibían la máxima pena los “criminales” y los “asesinos”. Sabemos que no fue cierto en absoluto. Ahora bien, no resulta nada aventurado afirmar que un trabajo en cualquier provincia cuyo territorio hubiera estado dividido durante los primeros meses de la guerra evidenciaría que delitos políticos que costaron la vida a tantas personas en, pongamos, octubre de 1936, fueron perseguidos con muchísima menos virulencia un año o dos después y no digamos ya en 1939 o 1940. Eso en el ámbito de la Justicia Militar. El del asesinato no regularizado apenas resiste parangón por desaparecer (salvo circunstancias puntuales y sumamente excepcionales) en 1937.

Otro lugar común en la historiografía exterminista es la sacralización de la Segunda República, una “Niña Bonita” que comenzó como una fiesta por voluntad popular y acabó en baño de sangre contra la voluntad de la mitad del país. Aunque afortunadamente las cosas estén cambiando, aún escasean los trabajos que dotan al periodo republicano de una entidad propia en cuanto al estudio de una de las causas estructurales de su temprano hundimiento: sus (severos) déficits democráticos. Abundan, por el contrario, las obras con largos y extensos prólogos en los que se da cuenta de los efectos balsámicos de los logros republicanos habidos entre 1931 y 1933 y en la primavera de 1936 porque, desde una óptica militante, el gobierno de Lerroux tiró por la borda las esperanzas. En fin, un “bienio negro” todavía más oscuro desde que la CEDA, el partido que había vencido en las elecciones a Cortes de 1933, se incorporó al Gobierno, el lugar donde naturalmente debería estar. Así comienza todo libro sobre represión franquista en España desde tesis exterministas. La idealización de la experiencia republicana y el vago interés por ahondar en ella sin prejuicios han dado como resultado la asunción de una serie de mitos que, de rebatirse, suponen la dedicatoria de adjetivos poco edificantes. A la mejora del debate académico mesurado tampoco han contribuido los profesionales de la polémica que, desde una historia militante caduca y poco edificante, han resucitado tesis neofranquistas gracias tanto a la propaganda mediática como a la dificultad que encuentran algunos historiadores de hacer frente a las moscas sin hacer uso del cañón.

Cuando José María Gironella escribió la segunda parte de su tetralogía sobre la guerra civil española es posible que jamás pensara que aquello del millón de muertos fuera a tener tanto éxito como la renombrada novela con la que comenzó: si ésta fue un gran triunfo editorial, aquello se convirtió en herencia para el imaginario colectivo español. A la pregunta de cuántos muertos causó la guerra de manera directa, muchos españoles se sentirán tentados de responder con toda seguridad que un millón, muerto arriba o abajo. Todo a pesar de que el autor asegurara, hace ya cincuenta años, que por lo (poco) escrito hasta esa fecha se podía concluir que fueron la mitad. Fuera del ámbito literario y del empleo de licencias novelísticas como la tomada por Gironella, la matemática y estadística de la guerra han tenido un fortísimo peso desde el final de la contienda. La Verdad, como primera víctima de todas las guerras, sucumbió a la propaganda demasiado pronto y el conteo de daños estuvo presente desde que en 1940 se instruyera la Causa General con el objeto declarado de esclarecer “los hechos delictivos cometidos en todo el territorio nacional durante la dominación roja”.

Hasta los años cincuenta del siglo pasado se acumuló todo un arsenal documental de carácter judicial con relaciones de agravios y martirios variados sufridos por “personas de orden” en la retaguardia republicana durante la guerra civil. Instrumento de pretensión legitimadora del nuevo régimen, la Causa General se convirtió pronto en arma inservible para el fin planteado. Las cifras de asesinados que arrojaba no eran, sencillamente, las esperadas. El tiempo fue modelando el discurso y en plena Transición representar a los rojos como diablos con cuernos, rabo y tridente resultaba poco creíble y no demasiado correcto en tiempos de reconciliación. Fue precisamente en 1977 cuando Ramón Salas Larrazábal, militar franquista, publicó sus “cifras exactas” de la guerra civil española. Con la fe del positivista en los registros civiles, una fuente de inestimable valor para la cuantificación pretendida pero cuyos resultados hay que ponderar siempre, Salas Larrazábal se convirtió en el primer historiador del régimen de Franco en estimar numéricamente las víctimas de la represión franquista.

No pasaron muchos años hasta que las primeras monografías locales sobre la represión franquista comenzaron a poner en evidencia los números de Salas Larrazábal, quien había reducido sustancialmente el total de asesinados por los sublevados y aumentado por el contrario las víctimas causadas en territorio republicano. Fue en los años ochenta, una década en la que se empezó, por fin, a estudiar en profundidad la violencia de la dictadura mientras duró ésta y en los tres años precedentes de guerra civil. Lo hicieron asociaciones de víctimas creadas a finales de los años setenta en La Rioja, Navarra y Asturias, y también investigadores profesionales que, no obstante, encontraron multitud de trabas que la ley de Patrimonio Histórico, de 1985, sirvió para mitigar, aunque todavía levemente. En aquellos momentos, el debate se centraba fundamentalmente en las cifras: ¿dónde se cometieron más asesinatos?, ¿quiénes murieron?, ¿cuándo? Los trabajos no iban mucho más allá de lo descriptivo, rehuyendo por lo general todo intento de interpretación. Puede entenderse si tenemos en cuenta que desde el ámbito universitario no se había producido un acercamiento a la temática, que fueran particulares los que trabajaban sobre la represión o que la dificultad de acceso a fuentes relevantes -especialmente los archivos militares intermedios- era todavía notable.

Cuando en 1999 Santos Juliá coordinó Víctimas de la guerra civil, primer gran trabajo colectivo sobre la represión en ambas retaguardias, casi la mitad de las provincias españolas habían sido estudiadas por investigadores locales. Al incorporar a los mejores investigadores del momento sobre la represión franquista y republicana, la obra supuso un estímulo para lo que había de venir: el dibujo de un marco teórico sobre la represión en ambas retaguardias. Sin embargo, poco después se produjo la exhumación de una fosa común en Priaranza del Bierzo que contenía los restos de trece republicanos asesinados en otoño de 1936. El acontecimiento, que trascendió a la opinión pública y resultó de gran impacto, lo cambió todo. Favoreció, es cierto, la multiplicación de estudios sobre la represión (franquista, casi exclusivamente), pero el florecimiento de organizaciones para la recuperación de la “memoria histórica” y la entrega a tal causa de la mayor parte de historiadores sacrificó la mejora y perfeccionamiento de marcos teóricos en favor de, en palabras de Kalyvas, una “Historia partisana” que se creía superada.

Las cifras volvieron a centrar la atención, pero esta vez para modelar un nuevo paradigma. El exterminismo sostiene la existencia previa de un plan de aniquilación del otro, el rojo, la anti-España. Aunque la segunda acepción recogida por el diccionario de la RAE entiende exterminar por “desolar, devastar por fuerza de armas”, estos autores huyen de acepciones que no contemplen la literalidad. Exterminar, acabar del todo con algo; alguien, en este caso. Los números hablan por sí solos, especialmente en provincias en las que el porcentaje de población asesinada a sangre fría por sus ideas republicanas o izquierdistas superó el 1% de la población total, como el suroeste español (Badajoz y Huelva especialmente), Navarra o La Rioja. Sin embargo, la primera contradicción radica precisamente en el aspecto numérico. Que 2.000 personas perdieran la vida en cunetas riojanas a manos de escuadrones de la muerte nocturnos amparados, tolerados, organizados o espoleados por militares, significa también que la gran mayoría de sus conciudadanos que profesaban las mismas ideas no fueron asesinados. Pudieron pasar por la cárcel, sufrir multas, imposición de destierros y penuria, pero no fueron ejecutados. Es más, con certeza, la mayoría de los rojos riojanos no padeció ningún tipo de castigo secundario por su condición de tal y sufrió las consecuencias de la guerra (el hambre, las enfermedades, la miseria) tanto como aquellos paisanos sin acceso al nuevo y corrupto poder del Estado.

Si eso fue así la causa no hay que buscarla en la benevolencia del dictador, pero tampoco en la imposibilidad material de seguir matando por no quedar enemigos. ¿Qué empujó a los sublevados, a finales de 1936, a adoptar y adaptar a las circunstancias el Código de Justicia Militar de 1890 para mutar el paseo por el consejo de guerra como medio predilecto de persecución política? Para Francisco Espinosa, el comienzo de la guerra en sí, que él prefiere datar en noviembre de 1936, tras el fracaso de los militares levantiscos por hacerse con Madrid. Sin embargo, esta respuesta no resulta demasiado satisfactoria y menos aún si va acompañada de aseveraciones como las que sostienen que el cambio sólo fue de apariencia, convirtiéndose el consejo de guerra en trámite hacia una muerte segura revestida de pretendida legalidad. En su memoria como fiscal del Ejército de Ocupación, Felipe Acedo Colunga se vanaglorió del éxito de su cometido. Sus logros los sintetizó en un cuadro en el que a un lado aparecían las sentencias dictadas y en el otro las propuestas de la Fiscalía contra los acusados en las plazas de Madrid, Bilbao, Santander y Levante, incluyendo aquí las actuaciones contra apresados de todo el frente levantino, Cataluña y Aragón. El fiscal militar dividió la tipología penal en condenas a muerte, 30 años, penas menores, absolución y sobreseimiento. Pues bien, hasta el 31 de diciembre de 1938, fecha de la que proceden los últimos datos recogidos en el informe, los presidentes y vocales que formaban los consejos de guerra atendieron las peticiones de la Fiscalía sin apenas discrepancia, con dos salvedades: las propuestas de pena de muerte y las de absolución plena. Si la Fiscalía solicitó el máximo castigo en 4.955 ocasiones, exactamente en 3.189 fue estimada la petición. Esto quiere decir que una de cada tres condenas a muerte no se cumplieron a pesar de la solicitud del fiscal, un porcentaje que se eleva sobremanera en el caso de las absoluciones: 2.921 peticiones de la Fiscalía y 5.979 sentencias favorables al procesado, el doble de las reclamadas.

Con la praxis en contra, queda recurrir a lo teórico (o a lo retórico). Las instrucciones del “Director” de la conspiración, el general Emilio Mola, eran al respecto contundentes. En la base segunda de su archicitada instrucción reservada número 1, Mola conjugaba en un mismo párrafo los verbos castigar, encarcelar y estrangular. Y advertía previamente que la acción debía resultar “en extremo violenta”. Otro general, el Virrey de Andalucía Gonzalo Queipo de Llano, tampoco ahorró en contundencia verbal. Sus bravuconadas radiofónicas y la delegación del cometido criminal en personajes siniestros y sanguinarios, como el capitán Manuel Díaz Criado, son también conocidas. También se ha prestado atención a las palabras -y hechos- del capitán monárquico Gonzalo Aguilera. Terrateniente y aristócrata, Aguilera atribuía los males de España a las medidas de higienización puestas en marcha en los grandes núcleos obreros y que habían evitado la muerte de las masas de trabajadores culpables de la situación de España. Dando “ejemplo”, al comienzo de la guerra mató a seis trabajadores de sus tierras tras colocarlos en fila. Sin embargo, Mola falleció en un accidente aéreo tan pronto como en junio de 1937, Queipo de Llano pasó poco después a ser un personaje marginal del régimen que Franco comenzó a dibujar con fino pincel tras el decreto de unificación de abril de 1937 y el capitán Aguilera, que al terminar la guerra maldijo a un dictador que no había restaurado la monarquía, permaneció en su retiro salmantino para terminar sus días matando, esta vez a dos de sus hijos.

Esto no significa que el resto de hombres que rodeaban a Franco y el propio general como depositario de un poder creciente desde octubre de 1936 sintieran inclinaciones filantrópicas o cualquier signo de bonhomía. Basta con recordar lo que entonces pensaban y opinaban sobre el adversario político y la magnitud de la limpieza que había que acometer Ramón Serrano Suñer o José María Pemán, individuos ambos que, andando el tiempo, derivaron hacia posiciones mucho más templadas. Pero sí cuestiona la validez del exterminismo en tanto en cuanto esta suerte de paradigma se construye en buena medida con declaraciones -públicas o escritas- de personajes fundamentales al principio del Movimiento (o ni eso, caso de Aguilera), pero desaparecidos o marginales a mitad de la guerra o, en cualquier caso, antes de que finalizara ésta.

Lo cierto es que la primavera de 1937 supuso un corte radical con la práctica represiva anterior, que pasó entonces a judicializarse de manera sistemática. Siendo esto reconocido por todos los investigadores, ¿cómo es posible que la teoría exterminista sostenga que el régimen apenas varió su carácter aniquilador hasta los años cincuenta y obligado por el contexto internacional?, ¿acaso se ignora que en las provincias “liberadas” por Franco al final de la guerra el número de asesinatos y ejecuciones fue considerablemente menor al de víctimas provocadas por el “terror rojo” durante los primeros seis meses de guerra?

Cuando las instrucciones de Mola o los hechos consumados en la Andalucía de Queipo de Llano se muestran como pruebas irrefutables de la existencia de un plan de exterminio cuidadosamente ejecutado se olvida que la muerte de uno y el eclipse político del otro forman parte de lo que en esencia fue el franquismo: un régimen político de naturaleza cambiante debido a factores diversos. El azar -si obviamos teorías conspirativas- se cobró la vida de Mola y la ambición de poder obligó a Queipo a retirarse a un segundo plano. Pero hubo más. La jerarquía eclesiástica no se decidió abiertamente por la Cruzada hasta que la violencia anticlerical, creciente desde febrero de 1936, se desató en Barcelona, Madrid o Huesca. No se trataba sólo de manifestaciones simbólicas de violencia como la del fusilamiento del Sagrado Corazón de Jesús, sino de consecuencias materiales, como la eliminación física de más del 80% de los religiosos de la diócesis de Barbastro. El espíritu de Cruzada no figuró en el difuso programa de los sublevados hasta agosto de 1936 y, definitivamente, con la bendición oficial que supuso la Carta colectiva del episcopado español, desde el 1 de julio de 1937. Esa Iglesia de Franco fue la misma que acogió con cautela y acatamiento la República, que sufrió la ira popular en mayo de 1931 y que acabó abiertamente enfrentada con los poderes republicanos por su legislación en materia religiosa, tan avanzada a veces como abiertamente sectaria otras. La misma Iglesia que, como pilar fundamental del poder dictatorial, interactuó con Franco para configurar lo que se conoce como nacional-catolicismo, una seña de identidad propia que siempre ha añadido complejidad al carácter del Estado franquista.

A través de los párrocos de aldea, en una España fuertemente ruralizada y muy dependiente todavía del sector primario, la Iglesia gozó pronto de un importante papel en la depuración política de disidentes. Antes de que su discurso y doctrina sirvieran de elemento legitimador del régimen franquista, los curas tenían suficiente poder -implícito- para evitar el paseo de señalados republicanos, el mismo o más del que disponían para decidir su muerte. En agosto de 1936 la Junta de Defensa Nacional no confiaba lo suficiente en los sacerdotes de los pueblos como para encargarles la misión de informar sobre los maestros que habrían de ser mantenidos en sus puestos o expulsados del Magisterio, pero en noviembre de ese año ya gozaron del derecho a hacerlo. La influencia de la Iglesia suele ser obviada por la literatura exterminista, que se limita a enumerar casos de complicidad evidente de diversos párrocos en matanzas, cuando no su implicación directa en hechos luctuosos. Ese poder se prolongó durante toda la dictadura y fue tan decisivo como el azar o los equilibrios políticos en la camaleónica capacidad de Franco para adaptar su régimen a los tiempos.

Porque si la dictadura fue un régimen moldeable no pudo ser a su vez inmutable en el ejercicio de la violencia. La oposición, de lo contrario, no habría vivido para contarlo. Cuando se compara la matanza de la plaza de toros de Badajoz con Auschwitz se olvida que la primera fue una manifestación concreta de odio de clase que terminó con la vida de entre 2.000 y 4.000 personas (según los diferentes trabajos realizados) y no una experiencia programada y extendida en el tiempo destinada a la eliminación física sistemática. No por el número de muertes -una víctima ya es demasiado-, sino por la motivación de las mismas, la matanza perpetrada en la ciudad extremeña se asemeja más a la organización de las sacas de prisioneros derechistas en Paracuellos del Jarama en noviembre de 1936 que al campo de exterminio nazi, creado con un fin determinado y, de no ser por el triunfo de los aliados en 1945, extinguible con la consecución del objetivo de Hitler. Es incuestionable que la violencia fue un pilar del régimen franquista, duro e implacable con el enemigo, pero Franco no perseguía la aniquilación de éste si por aniquilar se entiende, volviendo al diccionario, destruir o arruinar enteramente, sino en otro sentido: reducir a la nada. Parece lo mismo, pero no lo es. Porque de lo que se trataba era de afirmar una realidad nacida a la contra, sin que fuera necesario matar al conjunto de la población desafecta. Por el contrario, era preciso que todos se integraran en élla asumiéndola para dar lugar a un país de vencedores y vencidos. El delito de rebelión militar primero y la creación después de una Comisión política que “probara” la legitimidad de la sublevación militar y del Nuevo Estado franquista resultan fundamentales para comprender la represión ejercida por parte de la coalición insurrecta.

Purgar, depurar, encarcelar y reprimir preventivamente. Esos verbos son los adecuados para entender la represión franquista, quizás no en 1936 (año en el que, en todo caso, sacas y paseos predominaron en ambos bandos), pero sí desde 1937 hasta 1975. Como apuntara recientemente Michael Seidman, Franco fue ante todo conservador en sus decisiones (no decidió por ociosidad sanguinaria prolongar la guerra, como también sostienen los exterministas) y pragmático en sus políticas. Cuando dejó de serlo y se encastilló en la ideología, las consecuencias fueron fatales, como evidencia la política autárquica. Este conservadurismo personal se extendió a la práctica represiva y si en 1937 los juzgados militares comenzaron a absorber competencias hasta entonces delegadas en cuadrillas de sicarios perfectamente controladas y organizadas fue por mera conveniencia, la misma, no obstante, que en zona republicana animó la creación de campos de trabajo. Conveniencia y utilidad, por tanto. No por la presión de sus aliados: ¿acaso necesitaba Franco justificar sus métodos ante Hitler o Mussolini en 1937?

La Justicia Militar fue un mecanismo de castigo cuya comprensión y explicación resulta fundamental para entender el giro en la represión franquista. Aunque Francisco Espinosa data la judicialización de la represión en la toma franquista de Málaga (febrero de 1937), lo cierto es que, como mostraremos aquí, desde la primera semana posterior al golpe de Estado los juzgados militares comenzaron a instruir causas contra militares y paisanos en las que, dicho sea de paso, la condena a muerte no fue la pena más impuesta (como se puede pensar) sino que más bien fue una opción marginal limitada o a reclutas que habían realizado manifestaciones contrarias a los sublevados en los cuarteles o a milicianos y voluntarios de izquierdas o nacionalistas vascos apresados cuando, armados, se disponían a hacer frente a los militares levantiscos. Cuando cayó el frente del Norte, la cárcel se encontró saturada y se buscó una salida al inmenso contingente de prisioneros. Los consejos de guerra sirvieron para esclarecer los cargos políticos que habían determinado la detención de cada individuo y aliviaron la presión sobre las cárceles penalizando a los más jóvenes, fuertes y menos destacados políticamente con el destino a campos de concentración o a batallones de trabajadores que les sirvieran de “redención” y, de paso, contribuyeran a ahorrar costes al Estado. Un concepto, el de redención, que remite de nuevo a la influencia de la Iglesia tanto en la naturaleza política del régimen franquista como en sus formas represivas cuando éstas adquirieron un carácter formal y de apariencia legal. Así fue en la España nacional de guerra y posguerra y, como el propio término de redención sugiere, mucho tuvo que ver en ello la Iglesia. Meses y años después, toda una batería de indultos y medidas de gracia sirvieron para liberar a los presos políticos no acusados de participar en crímenes contra personas de derechas.

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Fuente:anatomiadelahistoria.com